Narcos viejos y nuevos

Al leer a Carlos Lehder, el narco viejo, y oír la crónica de Christopher Vicent Kinahan y su hijo, los narcos nuevos, se tiene la sensación de que hoy ellos son los perros y nuestros débiles países son la cola

Destrucción de hojas de coca en Puerto Boyacá, en 1989.Eric VANDEVILLE (Getty Images)

No se debe prohibir lo que no se puede controlar, reza el dicho. Continuamente prohibimos un sinnúmero de cosas, aun cuando en la práctica no estamos en capacidad de construir un aparato efectivo de control, ni la gente está dispuesta a aportar los recursos suficientes para el efecto.

Países tan poderosos como China en el siglo XIX y Estados Unidos hace 100 años sucumbieron bajo el peso de la prohibición del opio, el primero, y del licor, el segundo. Desde hace medio siglo, América Latina, Estados Unidos y Europa sucumben bajo el tráfico de drogas ilegales.

Al respecto, el libro ...

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No se debe prohibir lo que no se puede controlar, reza el dicho. Continuamente prohibimos un sinnúmero de cosas, aun cuando en la práctica no estamos en capacidad de construir un aparato efectivo de control, ni la gente está dispuesta a aportar los recursos suficientes para el efecto.

Países tan poderosos como China en el siglo XIX y Estados Unidos hace 100 años sucumbieron bajo el peso de la prohibición del opio, el primero, y del licor, el segundo. Desde hace medio siglo, América Latina, Estados Unidos y Europa sucumben bajo el tráfico de drogas ilegales.

Al respecto, el libro de Carlos Lehder, sobre el auge y desaparición del Cartel de Medellín, cuenta la historia desde el otro lado, el de los delincuentes. Y un podcast llamado The New Narcos cuenta cómo ha evolucionado el mercado europeo de la cocaína colombiana, a raíz de la guerra contra las drogas de Estados Unidos.

Lehder cuenta las fechas, nombres y rutas de sus inicios como bandido. Un muchacho que entre los 20 y los 26 años de edad construyó un pequeño imperio económico basado en la insaciable avidez por cocaína del mercado americano. Sus viajes fundacionales en el crimen fueron entre Medellín y La Paz, llenos de azar y aventura, en una camioneta Ford, a través de 4.500 km de carretera.

Acto seguido, el patrón del crimen de Medellín lo envió a Miami a recoger un embarque y lo capturaron. En la prisión hizo los contactos para, una vez fuera, vender cualquier cantidad de cocaína que lograra introducir al país. Ya sabía que podía comprar en Bolivia a 1.000 dólares el kilo. Se lo pagarían a 60.000 una vez cruzara la frontera de Estados Unidos. La primera ruta que usó fue por Toronto (Canadá).

Esta misma semana releí el plan Las Cuatro Estrategias, que, irónicamente, escribió por esa misma época, a principios de los años setenta, el prestigioso economista canadiense-colombiano Lauchlin Currie, para el Gobierno de Misael Pastrana. Ante la pregunta de cómo sacar a Colombia de la pobreza, Currie buscaba desarrollar el campo y la industria con nuevos productos que penetraran mercados internacionales y emplearan el sinnúmero de jóvenes, como Carlos Lehder, que estaban sin saber qué hacer en las ciudades.

La cocaína ha sido tal vez la involuntaria materialización de esas ideas de desarrollo que no hemos logrado hacer fructificar en negocios legales. El lucro desmesurado los convirtió en empresarios exitosos de una gama amplia de productos agrícolas e industriales, logística, transporte, finanzas, llenos de creatividad, audacia, crueldad y crimen.

Lograron emplear a cientos de miles de personas y vender mejor que nadie en el mundo un producto ilegal y aspiracional que las familias americanas y europeas demandaban ávidamente, y por el cual estaban dispuestas a casi lo que fuera. Eso convirtió entonces a Colombia, y hoy a México, Centro y Suramérica, en una especie de lejano oeste, cuyos territorios de frontera no conocen el imperio de la ley ni el monopolio estatal de la fuerza.

El norte de México, Centroamérica, la península de La Guajira, los Llanos Orientales y las costas Pacífica y Caribe colombianas fueron lentamente dominadas por ese desarrollo espontáneo, autónomo, de empresarios hechizos y de ambición ilimitada, recompensados con cantidades de dólares tan irreales que había que pesarlas para contarlas.

Muchos funcionarios de la justicia, efectivos de la Policía, oficiales del Ejército, la Armada, la aviación, empleados las aduanas e impuestos, la Aeronáutica, las notarías y oficinas de registro, la banca, las oficinas de abogados, así como miles de negocios fachada para el blanqueo, migraron a depender de esta riqueza ilegal. Una vez apareció la plata de los narcos en la política, las elecciones nunca volvieron a ser exentas de duda. Tuvimos muchos héroes y mártires, pero es cada vez una especie menos visible.

Ante el declive paulatino de las rutas a través de Las Bahamas, Panamá, Nicaragua y Cuba hacia Estados Unidos, The New Narcos cuenta que los narcos colombianos hicieron la transición a abrir los mercados en Europa. Se consolidaron redes que conectaron la política internacional de países como Irlanda e Irán, con el control de gobiernos en Latinoamérica y África, para desarrollar redes de hampa y tráfico de armas para todo tipo de fines, financiación de campañas políticas y acumulación de riqueza en paraísos de bandidos como Marbella y Dubái.

Al leer al colombo-alemán Carlos Lehder, el narco viejo, y oír la crónica reciente del irlandés Christopher Vicent Kinahan y su hijo, los narcos nuevos, se tiene la sensación de que en la actualidad ellos son los perros y nuestros débiles países son la cola, que baten a su acomodo. Los eventos recientes de violencia en Ecuador, los abrazos en lugar de balazos de López Obrador en México y la paz total de Petro en Colombia apuntan en la misma dirección.

Los bandazos de nuestra política y economía, la violencia en las calles y la ineficacia policial y de las Fuerzas Armadas vienen de muy lejos. Para entender los intríngulis actuales necesitamos un libro como el de Lehder, pero de un narco actual como el Chapo o Kinahan.

La esquizofrenia y bipolaridad de tener entremezclados al país legal y el ilegal se volvió nuestro modo de vida. Tratamos de prohibir lo que no podemos controlar y, como en China en el XIX y en Chicago en los años veinte, vivimos en medio de balaceras y masacres, descontrol, corrupción y elecciones manchadas de fraude.

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