“La sociedad colombiana comienza a aceptar que los venezolanos somos parte de ella”
Venezolanos afincados en Bogotá hacen un corte de cuentas a dos años del estatuto temporal de protección para migrantes en el principal país de acogida
Samuel Alejandro, el nieto de Eduardo Rodríguez, un venezolano de 44 años afincado en Bogotá, acaba de celebrar su segundo cumpleaños. Tiene la misma edad que el Estatuto Temporal de Protección para Migrantes Venezolanos. Nació por cesárea en un hospital de la capital colombiana la misma semana de febrero de 2021 en que el Gobierno anunció esa ...
Samuel Alejandro, el nieto de Eduardo Rodríguez, un venezolano de 44 años afincado en Bogotá, acaba de celebrar su segundo cumpleaños. Tiene la misma edad que el Estatuto Temporal de Protección para Migrantes Venezolanos. Nació por cesárea en un hospital de la capital colombiana la misma semana de febrero de 2021 en que el Gobierno anunció esa regularización masiva, una elogiada respuesta a un desafío inédito de enormes dimensiones. “De verdad que Colombia nunca nos ha negado nada”, reitera Eduardo, agradecido, sobre el país que lo acoge a él y a casi tres millones de venezolanos, donde ya superó una pandemia.
“Hemos tenido oportunidades de crecer, cada día más”, a pesar de haber llegado “limpio”, relata a manera de balance de los cinco años que ya lleva en Bogotá, donde también viven su esposa, sus dos hijas y su yerno. Ninguno ha viajado a Venezuela en este tiempo, ni siquiera cuando murió su mamá, pero en mayo planean ir de visita, en parte para que Samuel Alejandro pueda ser colombo-venezolano, por si algún día quieren regresar. “Nos ha ido bien, todo con esfuerzo y trabajo”, añade con un optimismo contagioso. “No he sentido discriminación”.
En Venezuela se dedicaba a manejar una tractomula –o gandola, como le dicen del otro lado de la frontera–, pero en Colombia no ha sacado la licencia de conducir y se ha sostenido con diversos oficios. Fue ayudante de mecánica y vigilante antes de dedicarse a la construcción, y ahora se encarga del mantenimiento de los apartamentos de alquiler en un edificio en el sector de Galerías que levantó junto a otros obreros venezolanos, como su paisano Armando Blanco. Ambos son de Carola, en el estado Lara, un pueblo a hora y media de Barquisimeto. Con los ahorros familiares compraron una peluquería que atienden su esposa y su hija mayor, la única que todavía enfrenta trabas para obtener sus papeles.
“El que persevera alcanza”, dice sobre Armando, su paisano, que ahora maneja un vehículo del SITP, el sistema de buses bogotano, aunque anhela estar al volante de un articulado de Transmilenio. Lo cuenta embargado por la nostalgia de ser mulero –o gandolero–, pero explica que sacar la licencia cuesta mucho, y prefiere enviar dinero a su gente. “A veces me hace falta mi tierra”, concede. “Pero Venezuela está muy duro todavía. Hay que tener muchos dólares para poder sobrevivir”.
El éxodo venezolano ha perdido relevancia en el debate público de Colombia, pero los números siguen al alza. Más de 7 millones de personas han salido del país vecino en sucesivas oleadas, empujadas por la crisis política, social y económica. Aunque se han dispersado por todo el continente, Colombia es por mucho el principal destino de esa diáspora, con una política de acogida a la vanguardia de América Latina. Las cifras más recientes –con corte al pasado octubre– muestran que 2,9 millones de venezolanos ha cruzado páramos y montañas, en autobús, a pie o haciendo autoestop, para afincarse en busca de oportunidades en las ciudades colombianas. En otras palabras, más del 5% de los habitantes de Colombia son migrantes venezolanos recientes, la mayoría con vocación de permanencia. De ellos, 615.000 viven en Bogotá, la fría capital a más de 500 kilómetros de la frontera. El acento se escucha en cada esquina.
Hay tantas historias como migrantes. En febrero de 2021, el Gobierno de Iván Duque lanzó el Estatuto Temporal de Protección para Migrantes Venezolanos (ETPV), con una vigencia de 10 años, con el que se proponía regularizarlos a todos. Para entonces, cerca de un millón estaban indocumentados —habían entrado por las trochas, como se conocen los pasos informales, o excedido los términos del permiso concedido en un primer momento—. Se trata, a muy grandes rasgos, de un plan para integrarlos y permitirles acceder a trabajo formal, educación y salud. Una puerta a la oferta de servicios del Estado. A dos años de ese hito, EL PAÍS ha revisitado a un grupo de migrantes al que consultó entonces.
Hasta ahora, en medio del restablecimiento de las relaciones con Caracas, completamente rotas con Duque, el asunto migratorio no ha emergido como una prioridad en el discurso del presidente Gustavo Petro, ni tampoco en el Plan Nacional de Desarrollo. Las autoridades migratorias, sin embargo, han asegurado que continuarán con el desarrollo del Estatuto y la Cancillería prepara una cumbre regional sobre migración, con enfoque en la movilidad laboral.
Yoleibys Pérez, una psicóloga de 29 años que ya va para seis en Bogotá, atiende un almacén de ropa en el tradicional barrio de Chapinero. Originaría de Valencia, en el estado Carabobo, trabajó durante varios años en un cercano local de arepas típicas venezolanas de su tío, al que todavía va en las noches para dar una mano. Cuando salió de Venezuela, tan pronto se graduó de la universidad, lo hizo debido a que estaban “pasando necesidades”. Poco después la siguió su pareja, que pasó por la trocha y ya salió de Colombia. Siguen juntos a la distancia.
Aunque en su momento recibió el anuncio con gritos de emoción, no siente que el Estatuto, el restablecimiento de relaciones o la reapertura de la frontera hayan tenido impacto en su vida, pues siempre ha tenido sus papeles en regla. Al principio sufrió algo de discriminación, pero ya no, afirma sin amarguras. “Bogotá sí me gusta, muchísimo. He tenido la fortuna de encontrar gentes muy amables, muy cálidas, pero obviamente extraño mi país, mi casa, mi familia”. Cuando viajó de visita en diciembre ya no quería volver. “Nos ha tocado trabajar duro para ayudar a nuestros familiares”, relata. Embargada por la nostalgia, piensa “seriamente” en la idea de regresar, pero aún no lo tiene decidido.
Cuando anunciaron el Estatuto, Lian De Gouveia, una politóloga de 30 años originaria de Los Teques, estado Miranda, pero con ancestros portugueses, estaba decidida a mudarse a Europa con su esposo, José David. Se sentía rechazada. Incluso llegaron a tener tiquetes para viajar precisamente este febrero. Pero nuevas oportunidades se han abierto desde entonces. “Colombia me cambió la vida y me transformó. Para mí, 2022 fue uno de los mejores años. En oportunidades, he mejorado muchísimo profesionalmente”, dice. Entre otras, trabajó para una fundación y estuvo cerca de los procesos migratorios. Ahora es coordinadora de marketing de una empresa de criptomonedas. “Colombia entró en un proceso de integración real con los venezolanos. Llega un momento en que la sociedad comienza a aceptar que somos parte de ella”, valora.
Bogotá había sido un destino de emergencia. Tiene 22 kilos más que cuando llegó, pues estaba muy por debajo de su peso. Lian formó parte de la última camada del movimiento estudiantil y quería hacer política, pero salió luego de las protestas contra el Gobierno de Nicolás Maduro en 2017. El cambio que buscaron en las calles nunca llegó. Le diagnosticaron estrés postraumático. Se casó con su novio, José David, el día antes de partir. “La migración fue de alguna manera una luna de miel”, relata.
Armó zapatos, hizo donuts, vendió minutos de celular, atendió un call center, lavó carros, trabajó en campañas electorales y fue community manager de un ministro, entre muchos otros trabajos. “Han sido cinco años de locura total, pero de mucho aprendizaje. Yo no sería la profesional que soy hoy sí no hubiera venido a Colombia”. Ahora siente que comienza a parecerse a un hogar, y está en el proceso de organizar su propia empresa para conservar una relación con el país independientemente de lo que el futuro le depare. “Es como arrancar una planta de su raíz y que comience a crecer en otro terreno, pero ese otro terreno me ha acogido lo suficientemente bien como para que esté tranquila”, valora. Colombia, pese a todo, ha sido una tierra fértil.
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