¿Por qué Fajardo?

Frente a los clientelismos y las politiquerías que son el paisaje usual en nuestra política, el suyo es un raro caso de intransigencia

El candidato Sergio Fajardo saluda un vendedor ambulante, en Medellín, el 14 de mayo de 2022.Luis Eduardo Noriega A. (EFE)

El 26 de julio de 2019, un puñado de organizaciones convocó a una marcha en defensa de los líderes sociales que por esos días caían asesinados (igual que ahora: en eso no hemos cambiado), y allí vi a Sergio Fajardo, caminando hacia el oriente por la calle 26 de Bogotá, moviéndose entre las pancartas y las banderas y las fotos de las víctimas. Se le acercaba mucha gente sin necesidad de esquivar guardaespaldas, y con todos hablaba Fajardo, metido en la misma chaqueta impermeable con la que ha hecho campaña en estos meses, y lo hacía con esa atención y ese interés que no se pueden fingir ni impo...

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El 26 de julio de 2019, un puñado de organizaciones convocó a una marcha en defensa de los líderes sociales que por esos días caían asesinados (igual que ahora: en eso no hemos cambiado), y allí vi a Sergio Fajardo, caminando hacia el oriente por la calle 26 de Bogotá, moviéndose entre las pancartas y las banderas y las fotos de las víctimas. Se le acercaba mucha gente sin necesidad de esquivar guardaespaldas, y con todos hablaba Fajardo, metido en la misma chaqueta impermeable con la que ha hecho campaña en estos meses, y lo hacía con esa atención y ese interés que no se pueden fingir ni impostar. (Yo he visto a los políticos cuando fingen, y casi me conmueve que no se den cuenta de lo mucho que se les nota la impostura.) No me sorprendió, porque de esta misma forma, caminando sin guardaespaldas por las calles y hablando a pie con la gente, Fajardo había encabezado un movimiento político que a principios de siglo le dio la vuelta a una de las ciudades más difíciles del mundo.

He recordado ese día porque así, recorriendo a pie los 32 departamentos del país y hablando con la gente, entregando volantes con ideas en lugar de gritar consignas y eslóganes desde una tarima, Fajardo y su equipo han hecho este año una campaña para la presidencia que habría merecido mejor suerte. Eso que por conveniencia se ha llamado Centro ha sobrevivido a sabotajes internos y externos, al juego sucio que le ha llegado desde ambos lados del espectro político y a la admirable capacidad que han tenido siempre los progresistas para dividirse, y ahora las encuestas no le dan tantas probabilidades de llegar adonde muchos queremos que llegue; pero Fajardo y Murillo, su candidato a vicepresidente, me siguen pareciendo no sólo la mejor opción para las próximas elecciones, sino la única realmente capaz de sacar a este país del marasmo de crispación, corrupción y violencia en que ha vivido en estos cuatro años.

De todos los candidatos, Fajardo es el único que ha pasado con éxito real por cargos de poder. Y no ha sido cualquier cargo, ni cualquier tipo de éxito, sino la alcaldía de Medellín, una ciudad que se hundía en la desesperanza cuando llegó al poder su equipo, y que en pocos años vio cómo una serie de políticas bien hechas les arreglaban la vida a miles de ciudadanos. Hay toda una generación de votantes que no lo recuerda, pero yo tengo muy clara la imagen surrealista del rey Juan Carlos caminando por Santo Domingo Savio, que hasta poco antes había sido uno de los lugares más peligrosos de Latinoamérica, después de inaugurar una de muchas bibliotecas que construyó la alcaldía con una premisa demasiado buena para ser verdad: lo más bello para los más humildes. Igual que miles de interesados en lo que estaba pasando, yo visité las comunas del nororiente poco después; y, como también había estado allí en 1994, durante los peores años, pude ver de primera mano la magnitud del cambio.

Todo el mundo, salvo casos de cinismo, reconoce que Fajardo consiguió aquello sin una sola componenda, sin intercambiar favores políticos y, sobre todo, sin opacidades ni corruptelas. Frente a los clientelismos y las politiquerías que son el paisaje usual en nuestra política, el suyo es un raro caso de intransigencia, y acaso sea una metáfora perfecta de nuestro momento presente el hecho de que eso le haya granjeado la antipatía de muchos, enemigos y a veces amigos, que lo acusan de una falta extrañísima: fundamentalismo moral. Se refieren a que no está dispuesto a hacer cualquier cosa, ni a negociar cualquier convicción, con tal de ser elegido. En el mundo atrabiliario de la realpolitik nacional, eso lo convierte en un mal político. Pero Fajardo repite cada vez que puede que uno gobierna como es elegido. Quiere decir que se puede gobernar según lo que se ha prometido o pagando hipotecas, siempre devolviendo favores a los que lo han puesto a uno en el poder. Y es cierto: basta mirar a Duque.

El problema es que a los colombianos no les alcanza la imaginación para concebir un gobierno como el que proponen Fajardo y Murillo: un gobierno que de verdad sea para todos, no sólo para el partido del presidente. No, no les alcanza la imaginación: tal vez porque se han acostumbrado a la politiquería como modus operandi, a la polarización deliberada como estrategia electoral y a la agresión y la calumnia como única forma de conversación ciudadana, o tal vez porque llevan demasiadas elecciones votando por miedo o por rabia, por desprecio del otro o por la convicción irrefutable de ser despreciados. Y eso es lo que yo veo ahora: un país donde resulta impensable para muchos dar un voto que no se dé contra alguien, un voto que no implique de alguna manera vengarse de alguien.

La violencia es rentable en nuestra democracia; las amenazas de muerte contra un candidato ya no sorprenden a nadie, y aun son algo saludado por muchos. Humberto de la Calle, que acompañaría a Fajardo de manera más directa si no se lo impidieran los caprichos absurdos de nuestro sistema electoral, ha hablado mucho de la idea, tan campante en Colombia, de que exista una “violencia buena”: la que justificamos porque de alguna manera nos conviene. Yo tengo para mí que un gobierno de Fajardo y Murillo representaría, entre muchas otras cosas, la desactivación de esa violencia que nos ha corroído durante años porque les ha servido a los políticos. Fajardo no ha usado nunca la polarización para conseguir votos. Más bien ha tratado de bajarle el tono a nuestros enfrentamientos, para ver si no nos pasamos la vida sintiendo que ser colombiano es la obligación de odiar a alguien más o de soportar que alguien nos odie.

Por lo demás, en el programa de Fajardo está todo lo que me parece importante. Como lo he leído con atención, la acusación de “tibio” que le lanzan con frecuencia se me ha convertido en una señal inequívoca de tendenciosidad o de pereza mental. En lo social, el programa de Fajardo es una atrevida defensa de los más vulnerables, con planes factibles para sacar a la gente de la pobreza (en lugar de castillos en el aire y promesas hechas en mala poesía); en lo económico, es un programa responsable y concreto que ha sido elogiado por los economistas más sabios de este país (pero eso de escuchar a los que más saben pasó de moda durante el mediocre duquismo). Y luego está la defensa de los acuerdos de paz: cualquier interesado puede ver la intervención maravillosa de Murillo durante el debate de candidatos a la vicepresidencia, que a mí me dio la certeza de un hombre capaz de recuperar el tiempo perdido.

Esta campaña ha sido el fiel reflejo de nuestra vida política: agresiones, amenazas, politiquería barata y una ética del todo vale. En medio de este escenario infeliz, sólo Fajardo y su coalición pueden decir sin mentira que no han usado nuestras animosidades para ganar votos ni negociado con los politiqueros y los corruptos. Y yo sí creo que uno gobierna como hace campaña.

Juan Gabriel Vásquez es escritor.

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