Oposición: continuidad con cambio
Lo del sábado, más que protesta, fue revancha: un ajuste de cuentas por un viejo rencor
La jornada del sábado dejó constancia de la inquietante metamorfosis de lo que solíamos entender por oposición. Esa entidad movediza —acostumbrada a definirse por contraste— volvió a escena convertida en algo menor. Un furibundo clamor ocupa su pequeño espacio.
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La jornada del sábado dejó constancia de la inquietante metamorfosis de lo que solíamos entender por oposición. Esa entidad movediza —acostumbrada a definirse por contraste— volvió a escena convertida en algo menor. Un furibundo clamor ocupa su pequeño espacio.
De los jóvenes indignados que juraron inundar el Paseo de la Reforma vestidos de piratas, no hubo noticia. En su ausencia, del Ángel al Zócalo avanzó una procesión envejecida: adultos aferrados a la ilusión de un tiempo inmóvil que podría frenar su ocaso.
Un séquito de capitanes Garfio enfundados en túnicas de Peter Pan, atentos al tic-toc del reloj en el vientre del cocodrilo.
Y no es que falten jóvenes con malestares reales o preguntas legítimas sobre el rumbo del país. Existen, pero el sábado eligieron no alimentar la farsa.
Quienes sí acudieron fueron los de siempre: los mismos obstinados que han escoltado cada tentativa de reforma opositora.
La más reciente intentona rival incluyó persistencia y mutación. Continuidad con cambio.
La continuidad habitó en la mentira. Enfrentados con la realidad, los ciudadanos ejemplares circularon videos de marchas ajenas para inflar su desanimada expedición; imágenes falsas alertando de la presencia de francotiradores y teorías añejas sobre el uso desmedido de la fuerza. Recurrieron a viejas represiones —el 68, Ayotzinapa— para recriminar contenciones diversas.
Persistieron en el disfraz. Esclavos del descrédito de su propia marca y con comprensible modestia, portaron con el cuello alzado máscaras forasteras.
La confusión siguió intacta. Debilitados en lo más profundo de su fundamento, omitieron cualquier definición clara de sí mismos y de su rumbo.
La manía por adoptar emblemas ajenos también continuó. ¿Quién podría explicarle a Carlos Manzo que su causa terminó torcida y absorbida por los voceros que repudió en vida? La vergüenza que le produciría ver a esos turbios personeros exhibiendo sombrero en su foto de perfil.
Su insignia ha sido robada por los adversarios del proletariado. Oportunistas que jamás se habrían fijado en él.
Pero no todo fue remedo ni repetición. La oposición moribunda —acorralada por su propio desgaste— se ha visto obligada a introducir alguna novedad para prolongar su menguante existencia.
La metamorfosis opositora ha pasado por adulterar su ética interna, ocultar a sus más comprometedoras dirigencias y redoblar su estridencia para mudarla a ámbitos más oscuros.
Solitarios en el Cerro de las Campanas han lanzado lo que bien podría ser su fogonazo final: el crujido último que precede a la caída.
El resultado es una oposición sin liderazgos claros, reemplazados por un coro fragmentado de impresentables que simulan espontaneidad para ocultar la ausencia total de dirigencia o —peor aún— la vergüenza de nombrar a quienes la integran.
El cambio más alarmante —y el más visible— está en el tono: una narrativa combatiente. La ira divina. El adversario político ha sido degradado a enemigo existencial, un sujeto con quien no se discute sino contra el que es necesario iniciar una cruzada. Ahí estuvieron las pancartas extremistas, las pintas nazis, los insultos dirigidos a la presidenta, los llamados explícitos a la intervención extranjera y los provocadores profesionales.
Se denomina resistencia a una beligerante ofensiva.
Y es que cuando no hay propuestas capaces de convencer a la mayoría, la salida inmediata busca empobrecer el debate. Si no pueden prevalecer con ideas, intentarán hacerlo destruyendo la conversación, levantándose de la mesa para que nadie pueda participar.
Condenados a no tener más vida, buscan mandar al resto al valle de la muerte.
Aquel fue el acuerdo tácito de la marcha del fin de semana: todo se vale mientras desacredite a un gobierno profundamente popular. Todo se vale con recuperar un poco de lo que —en justicia— perdieron.
Lo del sábado, más que protesta, fue revancha: un ajuste de cuentas por un viejo rencor.
Con ese desolador panorama a la vista, y a reserva de los nuevos extremos que alcancen en el futuro, la oposición atraviesa tiempos especialmente oscuros. Algo amputaron el sábado de su mermada legitimidad y, en el proceso, cercenaron también un fragmento del tejido democrático.
Sin legitimidad propia, sin proyecto y sin figuras capaces de conectar más allá de su círculo inmediato, la oposición ha optado por deslizarse hacia un nuevo extremo.
Atemorizados ante el sur, han tirado al norte.
Esa oposición —con sus continuidades y sus cambios—, desmoralizada, visceral, prisionera de su propio miedo, le entrega a Morena una oportunidad inesperada: la posibilidad de remendar lo remendable, reivindicarse allí donde ha fallado. Corregir el rumbo y mostrar —por contraste y sin alardes— que no son iguales que ellos.