Felipe Calderón: el gemelo malvado
Quiere volver a la política el más desgastado héroe del santuario donde reposan los caídos
Felipe Calderón tiene un doble. Y de ese doble, él es el gemelo malvado. Dedicaré el total de estas líneas a comprobarlo.
Hace tres semanas, el expresidente declaró en un programa de radio matutino su discreta intención de regresar a la vida pública. Eligió el verbo regresar, como si alguna vez se hubiera ido: no solo por obstinado, sino por la ...
Felipe Calderón tiene un doble. Y de ese doble, él es el gemelo malvado. Dedicaré el total de estas líneas a comprobarlo.
Hace tres semanas, el expresidente declaró en un programa de radio matutino su discreta intención de regresar a la vida pública. Eligió el verbo regresar, como si alguna vez se hubiera ido: no solo por obstinado, sino por la reiteración de las secuelas que nos recuerdan que por aquí pasó.
Quiere volver a la política el más desgastado héroe del santuario donde reposan los caídos: aquel que, en 2006 —incómodo ante la fragilidad de su hurtada investidura— improvisó una cruzada extemporánea que nunca fue propuesta electoral. El candidato del empleo nos legó la guerra.
Esa es su obra y ese será su epitafio. De rodillas en el reclinatorio, implora que lo olvidemos.
Acaso fue ese anuncio de pretendida resurrección lo que me llevó a pensar que, el pasado fin de semana, el abogado por la Escuela Libre de Derecho había aprovechado el foro ABECEB de Buenos Aires —arropado por expresidentes conservadores de Argentina y Chile— para ensayar su retorno.
Su discurso lucía rutinario: el hombre parecía Felipe Calderón y hablaba como él. Si yo hubiera atendido exclusivamente al razonamiento inductivo que nos enseña a identificar un pato, habría concluido irremediablemente que se trataba de aquel.
Pero algo era extraño. Las afirmaciones del supuesto Calderón encendieron mis alarmas. En las líneas que siguen expondré la evidencia reunida que sostiene mi dicho: indicios indubitables que me llevaron a concluir que el orador de aquel encuentro no era Felipe Calderón, sino su doble ingenuo. Ese doble del que el verdadero Calderón es el gemelo malvado.
La primera vez que alcé la ceja durante el foro fue cuando —sin sonrojarse— el supuesto Calderón calificó al Gobierno actual de Maximato. No por la falta de pruebas, que ya es hábito, sino porque su propia esposa había aspirado a la presidencia después de que él entregara —me hago cargo del verbo— el país a Peña Nieto.
La segunda señal apareció cuando el pretendido exmandatario afirmó que su administración había logrado expulsar a las organizaciones delictivas del país. Pobre hombre, pensé. Quien hablaba parecía ignorar que fue durante el mandato del verdadero Calderón —su gemelo malvado— cuando comenzó la militarización masiva y se intensificó la violencia en cada región intervenida. Allí donde pisó el Calderón original, el crimen se volvió más mortal, más despiadado.
Un vistazo al retrovisor basta: pese a la letalidad de las cifras calderonistas —entre 2007 y 2010 los homicidios se triplicaron—, en su Gobierno encontraron modo de justificarlo. Más lejos: de celebrarlo. La guerra la estábamos ganando. Ese desvergonzado uso del plural.
Llámeme ingenua, pero tampoco la última demostración de suplencia me bastó. Ya estaba habituada a las falsedades de quien afirma haber disminuido la pobreza en 25% cuando en realidad la incrementó; que presume infraestructura histórica cuando lo entregado fue menor; que proclamó cobertura universal en salud por el simple reparto de tarjetitas.
Permanecí atenta.
La tercera señal debió ser concluyente. El orador lamentó que los sexenios posteriores al suyo hubieran abandonado la ofensiva contra el crimen y suplicó por el retorno del Estado de derecho. Sentí pena por aquel doble. Me entristeció la idea de que nadie le hubiera advertido a la copia, que el Gobierno del verdadero Calderón autorizó ejecuciones extrajudiciales. Víctimas colaterales, las llamó.
Continuó el discurso del doble ingenuo. Yo seguía empeñada en descifrar su identidad mientras vociferaba que los criminales se han apoderado del Estado. Lo hacía con la seguridad de quien jamás hubiera escuchado el nombre de Genaro García Luna.
Su desconocimiento sobre el crimen organizado, su ignorancia sobre la extorsión y la fe con que ofrecía remedios milagrosos terminaron por inclinar mi balanza.
Aquel hombre hablaba con la autoridad de quien se piensa inocente de su propia obra. Predicaba como si no hubiera gobernado —por seis largos años— el mismo país que ahora pretende rescatar.
Quien habló en Buenos Aires no fue el expresidente de México. Quien compareció fue su desinformado doble.