¿El fin de la democracia mexicana… o lo de siempre?

El Poder Judicial será refundado como reivindicación populista y antielitista del obradorismo. Pero lo que se aprobó no es la reforma que la procuración de la justicia necesitaba

Trabajadores del Sistema Judicial protestan contra la reforma en, Ciudad de México, el día 26 de agosto de 2024.Hector Guerrero

El modelo surgido de la Revolución Mexicana fue, aun en el periodo en que el ruido de las balas no era raro y ocurrían asonadas ocasionales, un reacomodo y/o remplazo de élites. No tuvo México, en concreto, un gobierno de vocación popular (el que más intentó, Lázaro Cárdenas).

Era lo que se reclamaba al ...

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El modelo surgido de la Revolución Mexicana fue, aun en el periodo en que el ruido de las balas no era raro y ocurrían asonadas ocasionales, un reacomodo y/o remplazo de élites. No tuvo México, en concreto, un gobierno de vocación popular (el que más intentó, Lázaro Cárdenas).

Era lo que se reclamaba al PRI. Que traicionó las promesas hechas a los pobres a cambio de su sangre en el conflicto. Si acaso, medio se acataba el lema de la “no reelección”, porque bien entrados los años noventa, tampoco fue un hecho eso de “sufragio efectivo”.

Luego y hasta 2018 una oleada de reformas (muchas surgidas tras represión, crisis económicas y tragedias) forjaron la identidad del México “moderno”, nación abierta al mundo en donde en su turno las oposiciones eran competitivas, y la sociedad “era escuchada”.

El Pacto por México del peñismo, prototípico del modelo pincelado en el anterior párrafo —forjado tras la cita en las urnas, para empezar—, podría ser visto como ejemplo máximo de la forma de negociar desde los setenta, cultura que se desechó en el gobierno de López Obrador.

“Al diablo con sus instituciones”, el grito de campaña de Andrés Manuel, encapsula la antítesis al esquema que tuvo uno de sus momentos definitorios en las concertacesiones de gobiernos estatales, violentando la voluntad electoral, entre PRI y PAN.

El triunfo presidencial de López Obrador se debió a que, cuando el PRI fue echado de Los Pinos en 2000, Acción Nacional no supo conducir al país a un progreso real, que se tradujera en sustancial bienestar para los pobres. En resumen, esa democracia solo medio amplió la élite.

Y tras regresar el PRI a Los Pinos, la mayoría de la sociedad advirtió que de nueva cuenta el Revolucionario Institucional no veía por ellos, y que otra vez con el mantra de que no “trastocar” la economía, les repitieron la receta: a menor ingreso, más te toca apechugar.

Ese apechugar incluía, menos acceso a salud, menos posibilidad a buena educación, menores salarios y prestaciones, mayores jornadas laborales, peor transporte, y más vida invertida en trasladarte, incluyendo el riesgo de despojos y muerte. Condiciones miserables.

Quien claramente salvaba todos esos obstáculos era reconocido más que como un campeón excepcional, como la prueba de que a pesar de todo sí se puede progresar, que tan empinada escalera no cancela sueños, que el modelo funcionaba bien: la falacia para no cambiarlo.

Esa democracia construimos y ahí vivimos hoy. Quien presuma que con López Obrador millones han salido de la pobreza o mejoraron su ingreso, tendría que descontar, si intenta hacer un balance honesto, lo que esos millones gastan por la famélica salubridad pública, para empezar.

México hoy no es muy distinto en condiciones de vida entre ambos modelos. Tanto que ha sido un sexenio en el que los grandes capitales, nacionales y extranjeros, hicieron su agosto. Ahora resulta que el llamado “humanismo mexicano” es así de incluyente.

Pero sí cambiaron algunas cosas.

Será deshonesto quien reduzca el fenómeno de las pensiones universales a la entrega de un dinero del erario a cambio de una voluntad que ha de ser convertida en clientela política. Puede ser eso, pero es más que eso.

Los programas sociales no fueron factor del triunfo de Morena en la elección presidencial de 2024 porque la gente decidiera dar su voto por miedo a perder esos apoyos. Μás bien, “amor con amor se paga” es un dicho que le funciona a Morena y he ahí una prueba.

Si ya con el discurso antiestablishment, Andrés Manuel López Obrador había logrado en al menos dos elecciones muy buenos resultados, desde el Gobierno solo ha insistido en ello, denunciando que la resistencia de la minoría que no quiere un gobierno popular persiste, y que no es menor.

Eso que el presidente repite desde Palacio, donde a la par reduce a ataque toda denuncia por negligencia gubernamental, corrupción de sus allegados o el fracaso en la inseguridad, nutre la alianza con el pueblo que lo reconoce como su vengador contra la élite anterior.

Uno de los enemigos de ese pueblo, según el presidente, es el mismo Gobierno, que antes “no les daba nada” y hasta les quitaba. O buena parte de los aparatos gubernamentales que no han sido purificados desde dentro por, quién más, alguien designado por López Obrador.

Por eso también el Plan C. Para acabar con las instancias oficiales que desde la cosmovisión obradorista solo, o fundamentalmente, funcionaban a favor de la élite y nunca en pro de los más desposeídos. Y se hará desde un Congreso ya “democratizado”.

En tres elecciones federales consecutivas —2018, 2021 y 2024–, el modelo democrático al menos a nivel electoral ha probado su eficacia e incluso su eficiencia. Pero parte de eso podría cambiar para mal, precisamente, con la reforma judicial aprobada el miércoles.

La democracia mexicana es hasta ahora una donde las élites de antes persisten; y en la que los más pobres reciben apoyos directos que en algo palian los raquíticos servicios públicos, mas se sienten reivindicados por un gobierno que presume ser solo para ellos.

Ésa, la manifiesta vocación popular, es la esencia del obradorismo. Y su manera de interpretar tal misión es lo que con razón pone de nervios a más de uno: porque el mandatario cree que para el pueblo nada puede estar peor, así que acelera el desmonte institucional.

La democracia mexicana siempre pendió de alfileres. Es una colcha parchada, con demasiados zurcidos urgentes hechos entre crisis y escándalos. No un modelo virtuoso sino el posible. Y en las orillas del mismo, siempre los mismos: los descobijados de ayer y de hoy.

Pero, contra lo que consideran quienes en las buenas intenciones justifican todo lo que hace Andrés Manuel, siempre se puede estar peor. No es teoría, ni fatalismo. Es la lección inescapable de sucesivos, o cíclicos cuando fueron sexenales, cracks económicos.

Para, en la medida de lo posible, evitar enormes descalabros, la democracia mexicana fue incorporando contrapesos. La autonomía del Banco de México, derechos como el del acceso a la información y, desde luego, un Poder Judicial siempre en vías de profesionalización.

No se debe pasar por alto que, fieles a la tendencia, muchos de los que terminaron en altos puestos de esas instituciones se volvieron —si no eran ya parte de— la élite. Al tiempo que intentaban salvar al pueblo de cosas peores reforzaron el carácter elitista del modelo.

El Poder Judicial será refundado como reivindicación populista y antielitista del obradorismo. Pero lo que se aprobó no es la reforma que la procuración de la justicia necesitaba. Y menos una que garantice en el corto o mediano plazo que a los pobres les irá mejor.

La renqueante democracia mexicana padecerá aún más incertidumbre jurídica. Eso no gusta a los inversionistas, ni a la gente que se sabe lejos de la élite que tiene acceso al Gobierno que se dice popular pero que siempre desayunó con empresarios y embajadores ricos.

La democracia mexicana será manifiestamente de discurso popular, y para ello el régimen no escatimará recurso, como todo el país advirtió el miércoles a la hora de perseguir (término que viene muy a cuento) los votos que necesite para desterrar lo que aún ve como antipopular.

Por ello, un consentido del régimen —el ejército— seguirá cosechando premios: porque es ensalzado como pueblo uniformado, beneficiario y protagonista de la “transformación” a favor de las masas, y porque, por supuesto, el alto mando será incluido, como antes o más, en la élite.

El problema es que la reforma judicial minimiza o incluso cancela la posibilidad de resistir al régimen y a la élite. Como fuera, la democracia mexicana todavía contaba por ahí con uno que otro juez en Berlín. Imperfecto como era, el Poder Judicial de vez en cuando igualaba el piso.

Y en aras de ese pueblo se coptarán no solo los jueces ordinarios, sino los de lo electoral. Esa es la medida de fondo (las de forma las vimos con Yunes) que hará que oponerse al régimen sea muy parecido a los inicios de nuestra democracia. Sí hay regresión.

Para casi todos será más difícil hacer política. Salvo para la élite de siempre y la que desde la familia obradorista (en sentido literal y extendido del término) engorda hace ya algunos añitos el club de los privilegiados. En esto último nuestra democracia nada cambió.

Como tampoco cambió el fracaso de la élite frente al crimen organizado.

Esta hora oscura de Sinaloa, dejada a su suerte por Morena a nivel estatal y federal, nos recuerda la indolencia gubernamental a la hora de cuidar a la población.

La democracia de ahora, como la de antes, se ocupa en politiquerías, en su corrupción, en incrustarse en la élite, no en cuidar al pueblo de las balas.

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