Así también mueren las democracias

Los detractores del presidente —quejicas constantes de la polarización— han terminado por apelar exclusivamente a lo sensacional y renunciar a toda posibilidad de persuadir a sus votantes

López Obrador en la Base Militar de Santa Lucía, el 10 de febrero.Sashenka Gutiérrez (EFE)

En su libro Cómo mueren las democracias”, Steven Levitsky y Daniel Ziblatt, dos destacados politólogos estadounidenses, argumentan (y demuestran) que las democracias modernas no suelen terminar de súbito (con un perverso chasquido), sino de formas más sutiles y de apariencia conocida. En ocasiones los gobiernos elegidos son quienes ponen en riesgo las instituciones democráticas y abren la puerta a un tipo de autoritarismo tenue y luego abrumador.

El marco teórico de Levitsky y ...

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En su libro Cómo mueren las democracias”, Steven Levitsky y Daniel Ziblatt, dos destacados politólogos estadounidenses, argumentan (y demuestran) que las democracias modernas no suelen terminar de súbito (con un perverso chasquido), sino de formas más sutiles y de apariencia conocida. En ocasiones los gobiernos elegidos son quienes ponen en riesgo las instituciones democráticas y abren la puerta a un tipo de autoritarismo tenue y luego abrumador.

El marco teórico de Levitsky y Ziblatt ha sido el preferido de muchos observadores críticos del Gobierno de López Obrador que alertan sobre el (supuesto) riesgo de erosión democrática que vive nuestro país. Tras las propuestas de reformas constitucionales de López Obrador, las referencias a los dos políticos y su libro no han hecho sino multiplicarse.

Ni todas las preocupaciones son infundadas ni todas las voces son sinceras. Es cierto que la popularidad del presidente conlleva una concentración de poder que complejiza el funcionamiento de los contrapesos institucionales. También es verdad que la crítica del mandatario hacia sus adversarios puede intensificar el clima de polarización. Tampoco exagera quien afirma que —sin ser la causa— Andrés Manuel ha contribuido a acentuar una visión dicotómica de nosotros contra ellos.

No son aquellas conductas las únicas acometidas contra nuestra joven democracia.

El pasado fin de semana, Xóchitl Gálvez lanzó un nuevo spot. Una voz en off que se parece mucho a la que protagonizó la campaña sucia contra López Obrador en 2006, sostiene que México ha dejado de ser chingón. El anuncio, además de utilizar aquel calificativo ad nauseam, caricaturiza al presidente y desliza la sospecha de su alianza con el crimen. Una idea tan confrontativa como (al menos con la evidencia disponible) falaz.

Al final del promocional—entre aplausos, violines y vítores— la oposición propone la anhelada solución: un México chingón, gente chingona, una visión chingona y una líder de la misma condición. ¿El argumento? Que somos mexicanos chingones que merecen un México chingón. Un razonamiento circular impecable.

Que nadie se confunda, el lío no yace en el uso (hasta el hartazgo) del adjetivo favorito de Octavio Paz: es la marca personal de Gálvez y parece tener bien medida su eficacia. El inconveniente está en todo lo demás; en el uso de spots políticos para enemistar, promover ideas falsas (aunque verosímiles, dicen los conspiradores) y no ofertar al electorado una solitaria propuesta capaz de destacar por sí misma.

Así también mueren las democracias: violando las reglas de civilidad y pulcritud política. Según Levitsky y Ziblatt, renunciamos a las virtudes democráticas cuando no podemos competir pacíficamente contra nuestros adversarios. Los detractores del presidente —quejicas constantes de la polarización— han terminado por apelar exclusivamente a lo sensacional y renunciar a toda posibilidad de persuadir a sus votantes. La derrota de la convicción a manos del odio.

Así también mueren las democracias: manipulando a los votantes para tomar decisiones distorsionadas. Contrario a lo que sugiere el spot —y que ha sido promovido por el equipo de la candidata opositora por medio de hashtags de numeración progresiva—, nadie ha logrado comprobar la supuesta conexión del presidente con el crimen organizado. Un sufragio basado en aquella falsedad equivaldría a un votante engañado. ¿Cinco años de quejarse de la supuesta polarización presidencial para terminar sugiriendo que el mandatario es narcotraficante?

Así también mueren las democracias: deteriorando el debate público. Los partidos tradicionales no presentaron una sola propuesta sustancial en aquel promocional. Esta falta de enfoque propositivo en sus mensajes boicotea la capacidad del electorado para tomar decisiones informadas. Es mejor vencer que convencer, alegan.

Así también mueren las democracias: renunciando a resolver. Al enfocarse únicamente en atacar a Obrador, los opositores han abandonado la búsqueda de soluciones: como si la negación del otro delineara los límites de la propia identidad. Ello explica las contradictorias recomendaciones sobre seguridad de Xóchitl Gálvez o sus incosteables soluciones en materia de salud. ¿Cómo juzgarles? La coalición camina a la horca consciente de que no habrá promesas por cumplir ni cuentas que rendir.

Así también mueren las democracias: desalentando el voto. Tras el pronóstico de una inminente derrota, la contra corriente obradorista ha comenzado a tejer la narrativa de una elección manipulada. Esta acusación —además de carecer de respaldo empírico— socava los cimientos del proceso democrático. No hay desaliento más profundo para un votante que anticipar que su sufragio no tendrá impacto alguno en el resultado.

Si bien la coalición Fuerza y Corazón por México acierta al afirmar que la competencia presidencial es profundamente inequitativa, se equivoca de responsable. La disparidad en la contienda es atribuible a aquellos que, durante el prolongado sexenio, no dedicaron un solo día a reconectar con sus bases, escuchar a su electorado o evaluar sus estructuras. Estos actores, a cambio de un par de candidaturas plurinominales y otras tantas notarías, permitirán sin aspavientos el acaparamiento de mayorías absolutas en el Congreso por parte del partido en el poder.

Los detractores del presidente —los que atiborraron los periódicos de alertas democráticas y las calles de rosa institucional— hoy no son mejores que aquello que juraron destruir. Son germen y síntoma de la polarización. El vacío que su irresponsabilidad ha dejado habrá de ser colmado con una nueva y mejor oposición, una que promueva la distribución equitativa del poder político y fomente el debate y la deliberación pública. El plural es necesario.

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