Huellas en la nieve
Cuando era niño, al pie de mi ventana, ya temblando de congelación o de miedo, juro que vi las huellas: cuatro delicadas impresiones de herradura, cuatro pezuñas y cuatro redondas y hondas con mil grietas
Hoy caminé largo por una ciudad helada en busca de nieve. Di vueltas en círculos concéntricos formados al ir doblando esquinas en ángulo recto, cada vez más lejanas como si formase una espiral imaginaria e hipnótica. De sueño.
Andaba buscando la nieve que sigue intacta en mi infancia. La nevada que espolvoreaba los inviernos en un bosque que sigue intacto en el silencio de los párpados, al filo del lado más frío de las almohadas cuando parecen nieve alisada. Agrego ahora las canas y el vaho blanco, pero las huellas que busco cada año son ya solo impalpables, ahora que la cama parece más...
Hoy caminé largo por una ciudad helada en busca de nieve. Di vueltas en círculos concéntricos formados al ir doblando esquinas en ángulo recto, cada vez más lejanas como si formase una espiral imaginaria e hipnótica. De sueño.
Andaba buscando la nieve que sigue intacta en mi infancia. La nevada que espolvoreaba los inviernos en un bosque que sigue intacto en el silencio de los párpados, al filo del lado más frío de las almohadas cuando parecen nieve alisada. Agrego ahora las canas y el vaho blanco, pero las huellas que busco cada año son ya solo impalpables, ahora que la cama parece más ancha y hay una sola almohada.
Sucede que hubo una madrugada de Reyes donde se ubica el inicio de mi biografía de insomnios. A pesar de la pesada nevada y el silbido helado que empañaba el cristal de mi ventana, hice con vaho una claraboya en medio de la noche casi simétrica a la Luna que iluminaba el interminable prado que rodeaba la casa como un entrañable claro en el Bosque de mi infancia. Lo conozco de corazón y me lo sé de memoria: con unas pantuflas que pretendían imitar gamuza forrada con algodón espeso como si fuera lana de oveja, salí de la casa en un remanso donde no caían copos y caminé sobre una alfombra inmaculada, reluciente por los miles de brillos que destellaban como espejo del Universo. Un espejo como negativo blanco de la inmensa negrura del Infinito y todas las estrellas como flores blancas para el pelo de una mujer con velo.
Al pie de mi ventana, ya temblando de congelación o de miedo, juro por estas líneas que vi las huellas en la nieve: cuatro delicadas impresiones de herradura, cuatro pezuñas como pétalos de flor o berenjena y cuatro redondas y hondas huellas con mil grietas. Las del caballo parecían revelar rasguños aleatorios de pezuñas cansadas, las de elefante tatuaban lunares perfectos y hondos en la nieve y las del camello o dromedario se abrían como círculos que habían perdido una delgada rebanada.
Por dejar la puerta de la casa abierta y dejar que entrara el chiflón del frío, salió mi padre por mí y me regresó en sus brazos a la cama, asintiendo adormilado que me creía lo que le decía y todo lo que acaba de ver. Al amanecer, mis zapatos rebosaban de chocolates y al asomarme por la ventana seguían allí las huellas de las huellas, pues la nieve que les cayó encima durante el resto de la madrugada y amanecer no logró borrarlas del todo.
No se me aclara la limitación inventada de que solo nos visitan tres magos que son reyes de reinos inciertos y prefiero suponer que fueron también mujeres iluminadas las que siguieron la estrella para adorar a un niño en el pajar de un pesebre en Belén. Eso es: que pongamos que fueron doce magas y hechiceros, que los hubo quienes llegaron de todos los puntos cardinales del planeta, que había indígenas emplumados y esquimales, un samurái y dos geishas, la jinete mongola que regaló listones de colores y el nórdico panzón que llevaba un inmenso bulto relleno de juguetes de madera… que nos enseñen los pliegos secretos donde consta que hubo hombres y mujeres de todas las razas, colores y sabores la noche inconmensurable en que un recién nacido celestial y divino merecía mucho más que el oro reluciente, el oloroso incienso y esa mirra misteriosa que serviría de bálsamo para un injusto sacrificio de ese mismo niño Dios treinta y tres años después de la misma noche en que lo sueño de niño, hoy mismo mientras camino por una ciudad helada en busca de las huellas… o huellas de las huellas que me concedan —una vez más— imaginar que se rellenan mis zapatos con chocolate y que hay por lo menos una alma buena e infalible que me lleva de nuevo en brazos como entrañable cómplice que me cree sin duda alguna lo que acabo de soñar.
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