Posibles personajes
Entre los estantes de la librería y los corrales efímeros de la gran Feria del Libro de Madrid, en el parque se cruzan posibles personajes para el cuento de mañana, la columna de hoy o la próxima novela
La dama que entra a la librería arrastrando una lánguida correa sin perrito y el malabarista de versos que se instala en el Parque de El Retiro con una vieja máquina de escribir para cocinar poemas al instante; el niño que se ríe en la sección de literatura infantil porque he confundido su nombre con Godofredo y la musa escultural que pasa por todas las casetas de la Feria del Libro en bu...
La dama que entra a la librería arrastrando una lánguida correa sin perrito y el malabarista de versos que se instala en el Parque de El Retiro con una vieja máquina de escribir para cocinar poemas al instante; el niño que se ríe en la sección de literatura infantil porque he confundido su nombre con Godofredo y la musa escultural que pasa por todas las casetas de la Feria del Libro en busca de un espejo. Entre los estantes de la librería y los corrales efímeros de la gran feria en el parque se cruzan posibles personajes para el cuento de mañana, la columna de hoy o la próxima novela.
A lo lejos, por la acalorada calle del Príncipe de Vergara me viene de frente el neurótico enloquecido que deambula convencido de que todo —absolutamente todo— es una mentira y ha de toparse con Ella de E mayúscula: mujer que nunca miente y acodado en un bar, son vistos desde una ventana por el envejecido pillo de rostro arrugado y dentadura de marinero con escorbuto que se imagina capaz de ligar con voz de tabaco negro en época de vapores con sabor de grosella. Vuelvo la vista y una anciana de melena larga se carcajea ante mis zapatos anacrónicos y me confiesa que el payaso que pide limosna en la esquina, el de la cara pintada y peluca de colores, fue en realidad gerente de un banco notable hasta que una investigación por fraude lo mandó directamente al manicomio de donde lo dejaron salir en pleno confinamiento del virus pasado.
Dos mujeres se besan llorando bajo la lluvia en este bendecido Madrid, aun sin puyas o trincheras a la vista, y en sus pechos se confunden las letrillas de poemas que van impresos en sus diminutas camisetas de algodón; un fantasma va recogiendo papeles sueltos en las veredas arenosas del parque y ha de encuadernarlas en la caseta de los Libros Imposibles, donde firma Kafka luego de Zweig, Rulfo y Lennon en persona. Por encima de todos vuela la abuela de los globos que aterriza en la librería al filo del cierre para perfumar algunos párrafos con el aliento de su memoria y en la esquina de los estantes que forman el triángulo de la intriga —allí, donde hace ángulo recto la esquina feliz de la librería—intenta esconderse el inmenso lector de todo lo ruso, con jazmines a sus pies y un témpano de hielo siberiano que parece haberse derretido de un novelón de 700 páginas.
Sobre la mesa, la belleza grosera de tan belleza de una orquídea se queda flotando en páginas sueltas, como presencia de un sabio y una niña descubre que la trastienda se abre directamente al camino amarillo que conduce —a todas horas— a El Retiro como continuidad de los parques, senderos que se bifurcan y libros de colores. Taxis de papel periódico y la niña Lucía que flota en el cielo entre diamantes trazan la escalera al cielo por donde bajan en pasos sincronizados los bardos del pretérito, el cisne dramaturgo y Cervantes con una mano envuelta en terciopelo mientras la inglesa delgadísima se recuesta en la cama de un riachuelo para leer bajo el agua sus propios ensayos en libertad. Pinta papeles un niño en carrito mientras su madre soltera se queda leyendo la página que marcó hace apenas un lustro sin saber que del otro lado de la ciudad, sale de la librería el padre de su hijo enamorado de un hombre que parece Emiliano Zapata.
Miles de lectores conforman los ríos de viandantes con bolsos al hombro que van llenándose de ediciones anheladas y regalos retrasados. Los famosos autores de las firmas se hinchan con el largo de las filas que se forman para unos instantes del milagro indescriptible donde el creador de historias mira directamente a los ojos variables de quien puso la otra mitad de su novela o la sustancia del cuento o la razón del verso o la hora exacta de la crónica donde lo imaginado se vuelve lectura en el preciso instante en que se vierte la tinta de una vieja estilográfica que boga entre un parque inmenso de hojas sueltas y una librería entrañable de aroma antiguo en búsqueda incesante de posibles personajes.