Planes B contra el Poder Judicial

El actual jefe del Ejecutivo trata de imponer su voluntad en toda clase de decisiones y circunstancias de la vida nacional, incluidas unas que por ley no le corresponden

López Obrador saluda a la ministra presidenta de la Suprema Corte, Norma Piña, durante un evento el 9 de febrero.Galo Cañas Rodríguez (Cuartoscuro)

Independencia no es una palabra existente en el diccionario político de Andrés Manuel López Obrador. O quizá sí, pero con dos acotaciones. El presidente de la República y el país son las únicas entidades que gozarán de ese atributo. Salvo a estas —y el primero obviamente encarna al segundo—, para López Obrador ese término no aplica a nadie, ni al Poder Judicial.

Fiel a esa creencia, el actual jefe del Ejecutivo trata de impo...

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Independencia no es una palabra existente en el diccionario político de Andrés Manuel López Obrador. O quizá sí, pero con dos acotaciones. El presidente de la República y el país son las únicas entidades que gozarán de ese atributo. Salvo a estas —y el primero obviamente encarna al segundo—, para López Obrador ese término no aplica a nadie, ni al Poder Judicial.

Fiel a esa creencia, el actual jefe del Ejecutivo trata de imponer su voluntad en toda clase de decisiones y circunstancias de la vida nacional, incluidas unas que por ley no le corresponden. Cabe decir que el “no soy florero” se le ha dado relativamente fácil porque ha habido quienes, pudiendo, no se han resistido al saqueo presidencial de sus atribuciones.

El fiscal general de la República es autónomo en el papel, pero solo en el papel si se trata de atender lo que a Palacio Nacional inquiete. El líder del Senado retoba, pero acata. Y hasta diciembre pasado gente del Poder Judicial se allanaba sin rubor: personal de la Judicatura incluso se tomaba fotos en reuniones privadas en los pasillos donde despacha Andrés Manuel.

Pero llegó enero de 2023 y con el año arribaron vientos de cambio en el Poder Judicial, donde una nueva cabeza, que rompió además un duro techo de cristal, se ha ido abriendo paso dejando en claro que se asume como líder de una rama del Estado mexicano que, entre otras cosas, debe ser independiente. Esto —por supuesto— no ha gustado en Palacio.

Vale la pena insistir por qué este cambio exaspera a López Obrador. Hasta hace no tanto, aunque ya haya pasado más de año y medio, al tabasqueño se le acostumbró a que su sexenio era tan excepcional y valía tanto la pena, que agentes involucrados en la procuración de justicia se coordinarían para darle resultados a su gusto.

Durante prácticamente la mitad de su gobierno, López Obrador tuvo en Palacio a gente del Poder Judicial, de la Fiscalía y, obviamente, de varias partes del Ejecutivo, discutiendo emblemáticos casos criminales. En real politik, esa coordinación buscaba garantizar que los asuntos más delicados del Estado no se volvieran un fiasco por alguna nadería.

Desmontado el esquema con la llegada de Adán Augusto López a la Secretaría de Gobernación y el cambio en la consejería jurídica de Presidencia, en el verano de 2022, el presidente tuvo, sin embargo, en el ministro Arturo Zaldívar, hasta diciembre presidente de la Corte, a un escudero y capataz que seguía procurando la agenda presidencial.

El escándalo por la denuncia del plagio de la ministra Yasmín Esquivel (frase que ahora gracias a EL PAÍS se conjuga en plural) descarriló el plan de que a Zaldívar le sustituyera al frente del PJ alguien que, como el ministro tiktokero, no tuviera vocación por el ejercicio de la independencia. Mas las dudas sobre su tesis de licenciatura hundieron la candidatura de Esquivel.

Así, el dos de enero se coló a la presidencia de la Corte por méritos propios y con una sólida carrera en el Poder Judicial la ministra Norma Piña, cuya elección no mereció ya no digamos fanfarria, ni siquiera una cortesía del oficialismo. Así de evidente fue que el de Macuspana sabía que con esta nueva presidenta se evaporaba las posibilidades de ciega aquiescencia de la Corte frente a Palacio.

Esta relación entre poderes no tuvo luna de miel. Ella no se levantó cuando él llegó al presidium del Teatro de la República, donde el 5 de febrero se encontraron para conmemorar la Constitución, y él ha reprochado que ella llegó gracias a que él ha cambiado la vida nacional, y que ese cambio ha sido un festín para los delincuentes.

La cuerda entre poderes se ha ido tensando. Ella sin tanto protagonismo, él sin escatimarlo, abonan a la idea de que no hay quien medie o funja de puente. La ministra llamó el domingo a jueces y magistrados a ser prudentes pero sin cobardía, y les recordó que “en su actuar independiente y responsable radica la dignidad del Poder Judicial”.

El presidente ha respondido, cuestionado en la mañanera de este lunes, que más que comentar lo dicho por la ministra le gustaría que el Poder Judicial privilegiara la justicia sobre el derecho, y que obedecieran de verdad a la Constitución, en franco reproche de la supuesta tendencia de juzgadores a interpretar la ley a conveniencia de los influyentes.

Son más que declaraciones. Son libretos distintos, poco interpretados en este sexenio, sobre la relación entre poderes. Y para más inri, los capítulos de este desencuentro se escenificarán en un momento nada apacible: cuando el presidente busca culminar, con un plan electoral sacado con forceps, su operación de desmonte institucional.

Varios capítulos de la seis nuevas leyes que conforman el llamado Plan B han comenzado a ser impugnadas en tribunales y en la Corte misma. Palacio no aceptará argumentos jurídicos en caso de que se congele o deseche la reforma con la López Obrador pretende revertir la derrota de Morena, que no pudo reunir en el Congreso los votos para un cambio Constitucional que borrara al aborrecido INE.

Y mientras eso ocurre, el Ejecutivo apresta las pinzas de un Plan B para atajar la frustración que le provocan los reveses en los tribunales. Por un lado, deslizan que la FGR la emprenderá en contra de jueces que les tumben casos (sin reconocer la fiscalía o el gobierno, claro está, las deficiencias de las carpetas), y por el otro coquetean con iniciativas para maniatar a los jueces para que estos no liberen a nadie a pesar de violaciones al debido proceso, como informó EL PAÍS días atrás.

Lo que vemos tampoco es tan novedoso: el gobierno que iba a renovar la vida pública es el que más ha aumentado la lista de delitos que no permiten enfrentar a la justicia fuera de la cárcel. Así que en muchas ocasiones le deja un solo camino al juez: enciérralos en caliente, cárcel y luego viriguas, y, parafraseando, no me vengan con que los derechos humanos son los derechos humanos…

Porque López Obrador no entiende la independencia de un juzgador como un valor. Para él toda derrota parece una sospecha legítima: seguro fueron manos enemigas las que le arrebatan a su gobierno la posibilidad de presumir que toda detención es sagaz, que toda acusación está fundamentada, que cada diligencia es inmaculada, que sus agentes, policías, militares, y fiscales son técnicamente superiores e intrínsecamente probos. Y que si se cae un caso, la evidente impericia, corrupción e injusticia es solo del juzgador.

Si un juez detiene lo que él cree que es un gol cantado, López Obrador se trastorna: cómo alguien que nunca logró 30 millones de votos puede salirle con que él no tiene la razón, con que le impide ser a él, el presidente, el que defina cómo se hace la justicia.

La ministra Piña ha de navegar tan flojo argumento presidencial, respaldando a sus jueces sin abonar demasiado a la tormenta que marcará la relación entre poderes que fueron diseñados para ser independientes. Los vientos que anuncian esa tempestad apenas si comienzan.

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