En la mente de López Obrador

Para despreciarlo o endiosarlo, todos vivimos en su versión de ‘Big Brother’ a tres años de su mandato. Pese a que no haya día que no cope las pantallas y las primeras planas, que no conmueva, agite o vapulee, su mente continúa siendo, en cambio, un misterio

El presidente Andrés Manuel López Obrador, durante un evento en Palacio Nacional en julio pasado.Hector Vivas (Getty Images)

Omnipresente y elusivo. Conspicuo y enigmático. Con excepción de un puñado de actores y cantantes, no hay protagonista más visible en el México de las últimas décadas que Andrés Manuel López Obrador: desde sus primeras acciones de resistencia civil hasta su más reciente conferencia mañanera, desde hace un cuarto de siglo ocupa un lugar central en nuestra arena pública —y en nuestro imaginario. Ningún otro político —ni siquiera Salinas, su rival simbólico—, ha disfrutado de una exposición semejante: como opositor y como presidente, su estrategia ha consistido en mostrarse obsesivamente, anuland...

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Omnipresente y elusivo. Conspicuo y enigmático. Con excepción de un puñado de actores y cantantes, no hay protagonista más visible en el México de las últimas décadas que Andrés Manuel López Obrador: desde sus primeras acciones de resistencia civil hasta su más reciente conferencia mañanera, desde hace un cuarto de siglo ocupa un lugar central en nuestra arena pública —y en nuestro imaginario. Ningún otro político —ni siquiera Salinas, su rival simbólico—, ha disfrutado de una exposición semejante: como opositor y como presidente, su estrategia ha consistido en mostrarse obsesivamente, anulando a sus enemigos y convirtiendo su discurso en el único discurso cotidiano. Por más que sus críticos lo tachen de premoderno, López Obrador encarna como pocos nuestra era de exhibicionismo ilimitado. Sin necesidad de valerse directamente de las redes —millones lo replican allí—, exacerba sus procedimientos: el poder como reality show. Para despreciarlo o endiosarlo, todos vivimos en su versión de Big Brother. Pese a que no haya día que no cope las pantallas y las primeras planas, que no conmueva, agite o vapulee, su mente continúa siendo, en cambio, un misterio. Su táctica: figurar para destantear.

Con afán de desprestigiarlo o agrandarlo, o acaso solo comprenderlo, numerosos analistas lo han escudriñado a lo largo de los años y aun así su proceder continua sorprendiendo. Nada más arduo que caracterizar a este maestro de la pausa: cualquier adjetivo unívoco —prócer, dictador, radical, caudillo, populista, héroe, tirano— lo malinterpreta. Anticipar sus decisiones a partir de su pasado tampoco funciona: como un electrón, resulta imposible determinar su velocidad y su posición a la vez. Por más que llevemos 25 años estudiándolo como a un viejo amigo o un miembro de la familia, siempre desestabiliza. Y, quizás por ello, irrita tanto.

¿Qué ocurre en su cerebro? ¿Qué piensa y quiere en realidad? ¿Cuál es su propósito? ¿Cuál es, si cabe, su ideología? Para responder sería necesario desbrozar sus mil declaraciones y hallar entre sus ocurrencias y descalificaciones —todos las repetimos a diario—, sus tics, su retórica de predicador y su limitado glosario político, unas cuantas confesiones sinceras. Desde el inicio de su itinerario, López Obrador supo señalar el mayor problema de México —los privilegios de unos cuantos frente a la miseria de la mayoría asentados brutalmente por los Gobiernos del PRI y del PAN— y lo convirtió no solo en la piedra angular de su discurso, sino en su solitaria bandera. Lo demás —incluido el combate a la corrupción— resulta superfluo frente a tal certeza: muchos han señalado el carácter religioso de su visión, como si en su camino a Damasco el antiguo priista hubiera recibido una sola iluminación y un solo designio.

Esta acerada convicción por acabar con los privilegios nunca lo convirtió, sin embargo, en un político de izquierda. Que ésta coloque la batalla contra la desigualdad en el centro de su programa provocó una alianza que ha generado un sinfín de malentendidos. Fuera de esta coincidencia, López Obrador no comulga —jamás lo ha hecho— con ninguna otra parte de la agenda progresista: ni con sus prioridades sociales —derechos humanos, inclusión, diversidad, laicismo— ni con su antimilitarismo, ni con los métodos para disminuir esas mismas desigualdades, como una drástica reforma fiscal para tasar a los más prósperos. Su alianza ha sido pragmática: para asegurarse el poder, la izquierda finge que López Obrador es de los suyos, mientras que éste le da margen para satisfacer un puñado de sus reclamos históricos.

Ninguna declaración del tabasqueño ha resultado tan significativa para apreciar esta disonancia como cuando se atrevió a proferir que los “nuevos derechos” —es decir, la agenda social de la izquierda al completo— eran producto del neoliberalismo. Más allá de la torcedura histórica, el presidente decidió ubicarse abiertamente en otro lugar: su lugar. Una posición idiosincrática que no admite la dicotomía entre izquierda y derecha ni la que media entre democracia y autoritarismo. Para localizar ideológicamente a alguien, a veces basta con mirar a sus enemigos: el problema con López Obrador es que cualquiera que se le oponga es tachado de conservador o neoliberal. Ello debería colocarlo del lado de los liberales o en alguna corriente socialista, pero de nuevo esta conclusión es engañosa: con el liberalismo del XIX no comparte sino una pátina democrática —romantiza la Reforma sin adherirse a sus proclamas— y con la izquierda del XX apenas su repudio a la desigualdad. Es muy significativo, en cualquier caso, como repite a diario las palabras conservadores o neoliberalismo, y nunca, en cambio, socialismo o izquierda.

De ahí que su objetivo sea otorgar recursos directos a los desfavorecidos, aunque para obtenerlos se resista a aumentar los impuestos a los más ricos y prefiera reducir el aparato estatal —una medida tatcheriana— o que no tolere la incertidumbre causada por los contrapoderes democráticos y se regocije con las certezas que le prometen los militares. Se identifica con los liberales, pero su lenguaje está plagado de un maniqueísmo cristiano; defiende apasionadamente a los pobres, pero cobija a los multimillonarios y convierte en sus enemigos a la clase media, las organizaciones civiles, las feministas, los científicos y los artistas que antes tanto lo apoyaron. Un cúmulo de contradicciones que solo él encuentra naturales: otra vez, porque no es ni un demócrata ni un autoritario, ni de izquierdas ni de derechas —ninguna dicotomía le importa—, sino un maquiavélico de cepa: el príncipe decidido a pasar a la historia por haber llevado a cabo una única tarea, sin importar los medios —las distorsiones, las mentiras, la polarización, la militarización, el desgaste democrático— para llevar a término su altísimo fin.

Aun si resultara exitosa —no es claro que al final de su sexenio vaya a haber una efectiva disminución de la pobreza—, el costo de su empresa será altísimo. No cabe duda, en cambio, de que colocar en el centro de la discusión pública nuestra aberrante desigualdad y el sistema institucional que la alienta era imprescindible: esa será su mejor —o, debido a su tozudez, acaso única— herencia. Todo indica que el presidente está decidido a dejarle su lugar a Claudia Sheinbaum o Marcelo Ebrard: la primera, con una larga tradición en el activismo de izquierda y el segundo cercano a la socialdemocracia. Por desgracia, el mayor peligro para ambos vive en Palacio y habrá de decidir entre ellos: un hombre que, confiando en su elevadísima popularidad —la cual deriva más de sus palabras que de sus actos—, podría exacerbar sus rasgos autoritarios confiando en la invulnerabilidad que le auguran las encuestas. Si, en medio de su propia pugna por la sucesión, la izquierda no logra moderar en estos tres años la deriva personalista y conservadora de su presidente, el país igualitario que éste nos prometió podría quedar aún más lejos.

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