Mártires con la boca destapada
La pandemia ha dejado más de 600.000 muertos en México. Un matadero permitido porque hay iluminados que consideran que taparse la nariz y la bocota con una suave capa de tela equivale a ser esclavizado
Cuando la pandemia de la covid-19 nos dio la primera revolcada, en 2020, y provocó una estela de tragedias, secuelas y afectaciones por medio mundo, algunos preconizaron que, a partir de aquel punto, tendríamos que amoldarnos a una serie de hondas transformaciones en nuestras costumbres, a las que dieron por llamar “nueva normalidad”. Y pronosticaron, por ejemplo, que los cubrebocas se volverían un objeto permanente en nuestras vidas y que deberíamos acostumbraríamos a ellos del mismo modo que nos resignamos a los zapatos. Y atinaron, claro. Si uno quiere subirse a un autobús urbano o taxi, in...
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Cuando la pandemia de la covid-19 nos dio la primera revolcada, en 2020, y provocó una estela de tragedias, secuelas y afectaciones por medio mundo, algunos preconizaron que, a partir de aquel punto, tendríamos que amoldarnos a una serie de hondas transformaciones en nuestras costumbres, a las que dieron por llamar “nueva normalidad”. Y pronosticaron, por ejemplo, que los cubrebocas se volverían un objeto permanente en nuestras vidas y que deberíamos acostumbraríamos a ellos del mismo modo que nos resignamos a los zapatos. Y atinaron, claro. Si uno quiere subirse a un autobús urbano o taxi, ingresar a un negocio, asomarse a una plaza comercial, asistir a una escuela, oficina o templo, debe emplear un cubrebocas, a menos que quiera arriesgarse a que no le permitan la entrada o lo echen, si es que ya logró colarse.
Eso no significa que la batalla esté ganada y los empleemos de buen modo. Hay grandes detractores de los cubrebocas. El subsecretario de Salud, Hugo López-Gatell, sin ir más lejos, los tiene atravesados. Se pasó medio 2020 repitiendo que no eran demasiado útiles y ahora ya los anda tachando de egoístas y aviesos. Políticos como nuestro presidente, Andrés Manuel López Obrador, o como el exmandatario estadounidense Donald Trump, no lo visten más que de modo excepcional y han puesto sus ventajas en duda cada vez que han podido. Y no digamos Jair Bolsonaro, el gobernante brasileño, quien es tan radical en su negacionismo que ni siquiera piensa vacunarse… Pero estos caballeros no están solos. Hemos visto, al norte y sur y oriente y poniente del planeta, surgir protestas y hasta manifestaciones de cientos o miles de espontáneos que detestan las medidas sanitarias y, muy especialmente, que se reúsan al cubrebocas con odio fanático. Gente capaz de decir que llevar encima protecciones faciales resulta contraproducente y es venenoso para el cerebro (por eso las usan los cirujanos, desde luego) o, sencillamente, que ser obligados a usarlas atenta contra sus libertades y sus derechos humanos…
Sin ser tan extremistas, millones de personas más emplean los cubrebocas, sí, pero de modo lánguido e ineficaz, ya sea por negligencia, dejadez o nomás porque están cumpliendo el requisito con el mínimo esfuerzo posible y les da lo mismo si les sirve o no a ellos y sus semejantes. Y cuando su holgazanería se combina con el hartazgo por los protocolos de higiene en que caen, tarde o temprano, los encargados de revisarlos, tenemos el desolador panorama de hoy día: es decir, la multiplicación de rituales vacíos y absurdos que fingen ser medidas de seguridad: termómetros descompuestos o mal usados que marcan temperaturas imposibles o nulas (yo he marcado hasta en negativo al entrar a una tienda y nadie ha volteado a verme), gel de manos rociado a mansalva desde recipientes más bien dudosos, tapetes “sanitizantes” secos o puercos (inútiles, de todos modos) y, lo peor, las pantomimas en torno al cubrebocas.
Veamos: para entrar a un restaurante o cafetería, hay que llevar una protección que tape nariz y boca. Uno puede colocársela justo antes de entrar, si quiere. Y, por usos y costumbres, también puede despojarse de ella apenas se siente a la mesa, sin esperar a que las bebidas o alimentos que va a consumir le sean servidos. Como si el virus estuviera aguardando en los umbrales y, decepcionado al vernos cruzar protegidos, se quedara en su sitio, indiferente al hecho de que nos desprotegemos tres metros después.
¿Así se evita el contagio? No, desde luego. Así solamente se finge cumplir. Como finge el que se saca la nariz al aire apenas puede o el que se coloca la prenda a modo de cubrepapadas, por debajo de la barbilla. Y la pandemia, entretanto, ya ha dejado más de 600.000 muertos en México, si atendemos los cálculos de la sobremortalidad. Un matadero permitido, entre otras muchas razones, porque hay iluminados que consideran que taparse la nariz y la bocota con una suave capa de fibra o tela equivale a ser esclavizado.