Las cuentas pendientes de Anaya

El excandidato presidencial panista anuncia su exilio de México tras ser requerido por la Fiscalía General de la República y acusa a López Obrador de querer encarcelarlo

El excandidato panista a la presidencia Ricardo Anaya, en un acto en 2018.Mario Guzmán (EFE)

Si la Fiscalía General de la República (FGR) fuera autónoma, tendría que afanarse en hacerle llegar a López Obrador el mexicanísimo mensaje de “no me ayudes, compadre”. La andanada que el presidente le dedicó el lunes en su mañanera al excandidato presidencial panista Ricardo Anaya es, de entrada, lo más parecido a un efecto corruptor. A la vulneración, desde el Gobierno, de la presunción de inocencia de un contrincante político.

Si la FGR fuera profesional, ha...

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Si la Fiscalía General de la República (FGR) fuera autónoma, tendría que afanarse en hacerle llegar a López Obrador el mexicanísimo mensaje de “no me ayudes, compadre”. La andanada que el presidente le dedicó el lunes en su mañanera al excandidato presidencial panista Ricardo Anaya es, de entrada, lo más parecido a un efecto corruptor. A la vulneración, desde el Gobierno, de la presunción de inocencia de un contrincante político.

Si la FGR fuera profesional, habría en la sociedad mexicana sorpresa al enterarse de que un político que ha manifestado sonoras críticas al presidente de la República, y ha manifestado su aspiración presidencial, es ahora requerido en una indagatoria por el caso Odebrecht. Pero lo de la fiscalía de Gertz citando a Anaya estaba más cantado que el gusto de Andrés por victimizarse en cada revés.

Si Alejandro Gertz Manero fuera autónomo, sus expedientes no serían gestionados con un cálculo y tino de relojería suiza a favor de los tiempos de López Obrador; y en contra de la lógica, del debido proceso y hasta de la optimización de recursos. El fiscal y el presidente se adivinan agendas y prioridades. Todo contra los acusados del acusado que reposa en su casa, nada contra el crimen organizado o los políticos de este sexenio exhibidos en videos o con documentos del registro público de la propiedad.

Pero aquí está la política mexicana. Centrada en una causa abierta a partir del varias veces cuestionado testimonio de Emilio Lozoya, exdirector de Petróleos Mexicanos (Pemex), y no en las nada leves acometidas de la realidad.

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El ciclón tropical Grace ha dejado el fin de semana una docena de muertos y destrucción en Veracruz, pero al presidente la tormenta que le interesa prioritariamente en el penúltimo lunes de este agosto es una donde con todos los recursos propagandísticos del Estado se llene de lodo a políticos ligados al PAN y también al PRI.

En el ojo de este huracán está Ricardo Anaya, un caso raro de la grilla nacional. Panista sin actividad partidista. Excandidato presidencial que estrelló su meteórica carrera en la pasada elección, y que hoy quiere la revancha (eran los perredistas los que hacían eso de repetir candidatura fracasada). Dueño de una capacidad retórica y analítica notables, pero igualmente poseedor de vulgares escándalos en operaciones inmobiliarias. Exiliado, según dice, que ya había vivido holgadamente en el extranjero. Exhonerado por Peña Nieto, a quien prometió encarcerlar. ¿Aguantará el queretano el vendaval presidencial?

La ofensiva que en su momento desde la presidencia de la República lanzó Vicente Fox en contra de López Obrador fue agradecida en privado por el entonces jefe de Gobierno de la capital mexicana. AMLO supo que inadvertidamente el guanajuatense se convirtió en su publicista más efectivo. ¿Anaya es el nuevo Andrés Manuel? Al presidente le encantaría que Ricardo creyera que sí.

En Palacio Nacional se dedicaron de entrada este lunes 44 minutos al tema Anaya. La retórica presidencial no defraudó al respetable: en todo tiempo el tabasqueño se puso de ejemplo de lo que es un luchador social para mostrar al panista que no ha de temer si su causa es justa. “Incluso no afecta ir a la cárcel si uno es inocente”, coqueteó López Obrador, que nunca ha pisado una prisión.

La comparación es burda. López Obrador salvó la cárcel porque algunos mecanismos del sistema priista y panista tenían frenos que, en los mejores de los casos, al final se activaban para buscar un arreglo, una negociación, minimizar los costos para todos. Pero también porque siempre tuvo tras de sí, no solo causa y decisión, sino seguidores y partido. Eso pesó. Al día de hoy Anaya carece de las dos últimas condiciones. Y sobre las dos primeras, todavía está por verse si aguantan los vientos que ha desatado la Presidencia.

Porque Anaya es un político atípico. Sus discursos en la Cámara de Diputados de la primera parte del peñismo encandilaron a medios y público. Su disciplina se volvió una leyenda. Pero también pronto se supo de su carácter veleidoso, de que dejaba en el camino sin el mínimo asomo de agradecimiento a sus anteriores aliados y patrocinadores. Trituró a Madero y a Calderón, por igual.

Al quedarse con la candidatura presidencial pecó de autosuficiencia. Si solo pudo llegar hasta ahí, solo sería presidente. Invitó a algunos notables a su cuarto de guerra pero creyó que su diagnóstico articulado y moderna propuesta desbarataría el elemental, pero poderoso, discurso anticorrupción que enarbolaba López Obrador. Era el candidato para otro país, o para otro momento. López Obrador le rompió la narrativa al llamarle en un debate presidencial Canallín: la inteligencia no es popular, y si encima se ha pecado de engreimiento y hay sospechas de malos pasos, menos.

Quién iba a meter las manos por Anaya si él había alejado a tantos, y si algunos de sus propios excompañeros fueron los que le denunciaron por el escándalo de un supuesto esquema de lavado de dinero en unas operaciones inmobiliarias en Querétaro, transacciones por 54 millones de pesos para alguien que venía de una familia de clase media, con una educación de excelencia pero empleos que no daban ni para el enganche.

Por esos hechos —es cierto que denuncias como esas no son raras al calor de las campañas, pero en este caso hubo videos donde sus presuntos socios en los ilegales negocios daban minuciosos detalles— enfrentaría persecución en el anterior sexenio, Gobierno que terminaría cerrando la causa dos días antes de que asumiera López Obrador.

Hoy, y a pesar del batidillo que deliberadamente hizo este lunes el presidente en Palacio Nacional, a Anaya se le requiere no por las bodegas de Querétaro implicadas en supuesto lavado de capitales, sino por acusaciones de Lozoya, un protagonista-testigo mimado por la Fiscalía, quien sin embargo lleva meses sin darle al fiscal algo que le ayude a aterrizar la causa en terreno sólido en términos de justicia.

Si Gertz Manero ha decidido que es hora de apretar en el caso Lozoya contra Panistas y priistas, tendrá que hacer un esfuerzo extra por no parecer un mero instrumento de López Obrador para descarrilar a un aspirante a una candidatura presidencial en 2024.

Porque el presidente se colgará de ese expediente para activar la campaña que le urge a fin de explotar al máximo su libreto para desacreditar a todo político que no sea de Morena. Y pocos casos tan emblemáticos del anterior sistema que Anaya.

A López Obrador no le va a importar hacer montajes como el de ayer, donde habló de otra acusación, en términos prácticos hoy archivada, para poder subir al caso a Ernesto Cordero y a Javier Lozano, y a Peña Nieto, y a quien hiciera falta para repetir sus discursos de que todos ellos son iguales: corruptos y ambiciosos, encima descarados en su intento por seguir vigentes, en el caso de Anaya.

En ese contexto ¿será posible juzgar a Anaya, o a otros panistas y priistas que se supone que recibieron millones de Lozoya? La respuesta la tiene Gertz Manero, que no solo peca de frecuente telepatía con López Obrador, sino de que parece más entretenido con expedientes en donde tiene interés personal, de casos que vienen de tiempos en que no era el máximo fiscal.

El juicio contra Anaya, de ocurrir, se llevará a cabo en un ambiente donde el sistema, al contrario de tiempos pasados, apuesta a la crisis, a la ruptura, al no arreglo. Que el choque sea total y que las pérdidas se den, es lo que busca el presidente. Se siente agusto en medio del aguacero.

Anaya, por su parte, hoy supone una incógnita para sus correligionarios, que no sabrán cuánto vale la pena abrazarlo incondicionalmente, a él que no es cabeza de un movimiento, que no dejó buenos recuerdos ni en el PAN ni en sus aliados del PRI, que apostó por sí mismo e hizo perder a todos. Que quién sabe si logre convocar simpatías populares.

La historia dirá si en el tiempo Ricardo Anaya Cortés será considerado como un exiliado o como un prófugo de la justicia. O las dos cosas. Lo primero porque el presidente lo incrimina en su mañanera, cosa nada menor. Lo segundo porque la Fiscalía General de la República, que no ha ganado credibilidad de imparcial, lo quiere procesar.

La cuestión es si el retorno político del excandidato presidencial panista terminará catapultado o reducido a cenizas ahora que López Obrador hace un Fox contra él.

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