Castigos ejemplares

Los escarmientos que sufrió el autor en la secundaria fueron para él ejemplo de estulticia y fracaso pedagógico, de cerrazón obtusa y discriminatoria, de constante hipocresía perversa

Una ilustración de Jorge F. Hernández.

Entre los cuentos que he de reunir bajo el título de Faltas de asistencia, no faltará el relato donde ejerza mi clara venganza por los “castigos ejemplares” que padecí en una secundaria tipo presidio, exclusivamente masculina, católica, apostólica y pretoriana, amén del riguroso uniforme (de gala, deportes y diario) que pudo haber dañado seriamente la sinapsis de no pocas neuronas y quebrantar el último hálito de una libre voluntad si no fuera por la felizmente necia filiación rebelde a la travesura constante y al desmadre ...

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Entre los cuentos que he de reunir bajo el título de Faltas de asistencia, no faltará el relato donde ejerza mi clara venganza por los “castigos ejemplares” que padecí en una secundaria tipo presidio, exclusivamente masculina, católica, apostólica y pretoriana, amén del riguroso uniforme (de gala, deportes y diario) que pudo haber dañado seriamente la sinapsis de no pocas neuronas y quebrantar el último hálito de una libre voluntad si no fuera por la felizmente necia filiación rebelde a la travesura constante y al desmadre irremediable.

Es momento de inculpar públicamente al cerdo Medina, dizque supervisor sagaz que daba latigazos con un grueso cordel del cortinero mayor previamente bañada la punta en cera de Campeche, para que el escarmiento pareciera bíblico y en el mismo infierno espero se pudra la maestra conocida como Pajarita, que me obligó a memorizar no sé cuantos logaritmos que a la fecha me provocan dolorosas migrañas con insomnio. Está el día en que Bretón me obligó a recorrer al Paseo de la Reforma y copiar las placas en bronce al pie de cien estatuas heroicas y para constancia ser fotografiado a lo largo de todo el recorrido que me costó más de siete horas de un sábado y está también la artimaña siniestra con la que Capulina exigió una buena mordida en efectivo y la compra de siete rollos para las viejas máquinas de escribir donde según él merecía yo reprobar su materia de Taquimecanografía Dinámica.

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Recuerdo la feroz penitencia de siete semanas como monaguillo en la misa de maitines a las seis de la mañana por haber jugado una gran cascarita de futbol sala en la capilla y haber roto la lámpara votiva con un gran cabezazo que terminó en gol, rematado nada menos que por el busto policromado de San Juan Bautista de La Salle (que quedó temporalmente decapitado por la hazaña) y luego, el ayuno obligatorio que se me impuso durante unos ejercicios de encierro donde fui falsamente acusado de haber introducido una barajita dizque pornográfica para esos pocos momentos de ocio reflexivo previos a la culpa pública.

De terminar ya ese librito llamado Faltas de asistencia he de agregarle un prologuillo donde explique el trauma que le da título: sucede que no me iba mal en exámenes y entrega de trabajos, pero las calificaciones siempre fueron aminoradas por “faltas de asistencia” ya que los hermanos lasallistas no aquilataban el alto valor que implicaba escaparse por encima de la barda, huir corriendo por la vía pública y aplicar elevados conceptos de trigonometría en el billar con partidas interminables de carambola o la coordinación motriz y mental que se trabaja en el boliche. Además, me viene de herencia pues ese libro de cuentos tendría que honrar las muchas travesuras que convirtieron en leyenda a mi padre –conocido como Gargantilla- no solo en todas las escuelas de Guanajuato de donde salió reprobado, sino en más de un convento y seminario donde –creyéndose flechado con la vocación religiosa—militó con el claro afán de obtener certificado de estudios sin dejar de hacer diabluras todos y cada uno de los días en que se vistió de novicio.

Recuerdo en particular las tres o cuatro veces en que fui condenado a permanecer en el patio de mi escuela secundaria, una vez tocada la campana que dio salida a todos los demás estudiantes y sostener en ambas manos tres o cuatro pesados volúmenes tomados al azar de la biblioteca escolar y, al tiempo en que pasaban los cuartos de hora, soportar el escarnio iracundo del hermano Paco, que pasaba revista a paso de ganso frente a mi martirio como rezando en voz baja una letanía donde afirmaba que los burros sufren con libros más que a fuetazos por supina ignorancia y lo que él definía como “incurable liviandad”… y casi medio siglo después le deseo al mentado hermanito la simbólica respuesta de que cargue sobre su conciencia al menos tres o cuatro libros pesados de mi autoría y confirmarle que todos esos castigos fueron efectivamente ejemplares: ejemplo de su estulticia y fracaso pedagógico, ejemplo de su cerrazón obtusa y discriminatoria, ejemplo de su constante hipocresía perversa con golpes de pecho falsos y ejemplo de que a la larga no me lograron vencer tantas tácticas penitenciarias por el salvoconducto invaluable de mis faltas de asistencia… que se siguen sumando.

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