El sexto informe de López Obrador, desde el Zócalo: “Nunca ha puesto barreras con la gente el señor”
La última jornada festiva del oficialismo antes del relevo constata la enorme popularidad del presidente y la impresionante evolución del ‘merchandising’ alrededor de su figura
Para un presidente cuya última referencia política data de hace 90 años —Lázaro Cárdenas, ni más ni menos—, el presente es puro triunfo: solo es cuestión de tiempo que la historia le ponga en el pedestal que merece. Quién sabe qué tenía en la cabeza Andrés Manuel López Obrador en la mañana de este primero de septiembre, antes de iniciar una de las últimas jornadas festivas de su mandato. ¿Pensaba en la gloria futura, en la popularidad presente? ¿O quizá en La Chingada, su rancho en Chiapas, a donde dice que piensa retirarse a partir del mes que viene? Sea como fuera, su discurso mostró enseguida un recorrido enorme, décadas, siglos, la temporalidad que le gusta, la de los próceres, donde se inscribe.
“Juntos haremos historia”, decía el eslogan de Morena allá en el primer semestre de 2018, cuando todo lo que hoy se conoce aún se ignoraba. No podía equivocarse el partido del mandatario: harían historia, fuera cual fuera. La pelea ahora es definir si es una historia buena o mala, si acaso admite grises, matices. Nadie en el Zócalo dudaba de que ha sido buena. Javier Rojo y Ana Roa, vecinos de Ecatepec, que escuchaban al mandatario junto a la sede de la Suprema Corte de Justicia de la Nación (SCJN), decían que “ha habido un cambio, no radical, pero sí con muchas modificaciones”. Rojo, veterinario de 62 años, señalaba que “lo mejor ha sido que ha disminuido la corrupción. Existe, pero no tanto”.
La sede de la SCJN recordaba a los presentes la potencia y flexibilidad de la capital mexicana, capaz de integrar la fiesta del último informe del presidente saliente, con decenas de miles de personas en el centro, la marcha contra la reforma judicial que impulsa el mandatario, a la misma hora, en el Paseo de la Reforma, no muy lejos de allí, y las normalidades clásicas del domingo: el paseo ciclista, las carpas de barbacoa, las crudas curándose en los mariscos, etcétera. Exuberancia urbana, normalidad cívica, banderas por todos lados, pancartas y tacos de canasta.
Cualquier que se haya asomado al Zócalo no ha podido ignorar la enorme feria de recuerdos construida alrededor del mandatario, cabecita de algodón, en la voz de los marchantes, una industria en crecimiento. La evolución del merchandising obradorista es una cosa de escándalo. Ahora que Oasis ha anunciado nuevas giras, su equipo de promoción debería estudiar el caso del tabasqueño, que aparece ya en medias, llaveros, básculas, monederos, banderas... Y a buen precio, tres pares de calcetines con la cara del presidente salen a 60 pesos, tres dólares.
Lo de este domingo ha sido extraordinario, más si se compara con ocasiones pasadas, la última, por ejemplo, la victoria de Claudia Sheinbaum en las elecciones de junio, celebración algo apagada. Si la memoria del que escribe no es del todo catastrófica, diría que los muñecos parlantes de López Obrador son relativamente novedosos. Y todo un acierto cultural. ¿Quién no ha deseado, con toda su alma de parrandero, cantar a lágrima viva una canción de Juan Gabriel, mientras su amlito le hace coros al ritmo de, “por el bien de todos, primero los pobres”?
El Zócalo se ha llenado, como siempre que aparece el presidente, que goza todavía de unos niveles de popularidad altísimos. En la calle 20 de noviembre, María Lourdes Vargas, de 71 años, gritaba que viva México, junto a su nieta, Daniela, de 28. Las dos habían venido de Tultitlán, en el Estado de México. “Ha sido un hombre muy inteligente”, ha dicho la abuela. “Nunca pone barreras con la gente el señor”, ha añadido, mientras la nieta asentía con la cabeza, muy orgullosa, muy consciente de estar allí.
Porque era orgullo lo que respiraban los presentes, un orgullo de trinchera, de ser de ahí. Pasado el mediodía, con dos horas casi de discurso, el ambiente era alegre y el calor una pequeña incomodidad. No ha sido difícil recordar aquel viaje de López Obrador, hace casi seis años, en su Volkswagen Jetta blanco, por la calzada de Tlalpan. Iba el mandatario al Congreso de la Unión y en esas un ciclista se le acercó y le dijo que en él confiaban. Su mujer, Beatriz Gutiérrez Müller, grabó la escena con el celular. En el parque temático de la celebración política que ha sido el Zócalo este domingo, extrañaba no encontrar playeras con esa escena serigrafiada. Hubiera sido un éxito.
Para los castristas catastrofistas —o anticastristas, para el caso da lo mismo— que aventuraban una arenga de histórica extensión, el evento les habrá parecido breve, conciso, incluso. Poco más de dos horas. Más allá de lo que ha dicho, la gente recordará el lugar, el zócalo, el espacio de encuentro del obradorismo. Otros presidentes cerraron sus mandatos en privado. Enrique Peña Nieto, sin ir más lejos, encerró a los encorbatados en Palacio Nacional. Su antecesor, Felipe Calderón, hizo lo mismo. Pero López Obrador, hombre de extremos, decidió hace tiempo que a comunicar no le ganaba nadie. Y desde luego su despedida no iba a ser diferente.
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