El asesinato de ocho miembros de las autodefensas de Michoacán pone en evidencia el asedio del CJNG
Los pueblos agricultores y mineros entre Michoacán y Colima padecen la violencia del narcotráfico, mientras sus habitantes llevan años pidiendo ayuda y una presencia más fuerte del Estado en la región
El comandante Teto antes vendía recambios para coches. En su pueblo, Coahuayana, lo habitual, sin embargo, es trabajar en la poderosa industria minera o en los campos plataneros: 7.000 hectáreas de plantaciones en las que cada año se cosechan más de 350.000 toneladas de fruta que luego se venden en Estados Unidos y México. Son negocios rentables, tanto, que los grupos criminales de la zona siempre los han acechado. Por eso, hace 10 años el comandante Teto dejó atrás su antigua vida, cuando todavía se llamaba Héctor Zepeda, y se convirtió en el líder de una autodefensa armada, una de tantas en Michoacán, para repeler el acoso de las mafias. Primero fueron los Caballeros Templarios. En los últimos tiempos, el enemigo es el Cártel Jalisco Nueva Generación (CJNG).
El fin de semana, Coahuayana fue noticia por la misma razón por la que Coahuayana es noticia normalmente, más allá de la fértil industria bananera. “Ocho personas murieron la noche de este sábado, al enfrentarse presuntos elementos de seguridad comunal con un grupo de civiles armados en los límites entre Coahuayana y Colima”, comenzaba el artículo de La Jornada. En latitudes como esa, “grupo de civiles armados” suele significar comando del crimen organizado. Esta vez, cómo no, era del CJNG. Los muertos los puso la autodefensa que dirige el comandante Teto.
Se llamaban, los muertos, Mario, Pedro, Ángel, Pedro, David, Francisco, Luis y Uriel. Eran de origen náhuatl. Dice la prensa local que sus cuerpos fueron velados en el pueblo y luego un sacerdote cantó misa en su honor en la iglesia Nuestra Señora de la Asunción. Dice también que el comandante Teto fue y personalmente pidió perdón a sus familiares. Fueron emboscados por el CJNG mientras patrullaban los bosques que rodean Coahuayana, entre unos poblados con el profético nombre de La Presa y Sal Si Puedes; dice la agencia Efe que el CJNG usó contra ellos un “camión monstruo”, uno de esos grandes vehículos blindados a base de capas de acero para que parezcan tanques artesanales. Los ocho fueron enterrados el domingo.
Los de Jalisco asedian la región, con salida también a las playas del Pacífico, sugerentes para el tráfico de droga que llega desde Sudamérica, según la Fiscalía estatal. Mantienen un cerco a base de balas, minas antipersona, drones que pueden comprarse en internet retocados para lanzar explosivos caseros, amenazas, secuestros, desapariciones. Su repertorio habitual, presente en casi todo el país.
Los habitantes de Coahuayana y de los municipios cercanos de Aquila y Ostula, entre las fronteras de Michoacán y Colima, llevan años pidiendo ayuda, una presencia más fuerte del Estado que aleje a los narcos, detenciones, seguridad, algo. De momento, van perdiendo la batalla. Las autodefensas como la de Teto brotan por toda la región desde hace décadas, muere una, nace otra. Es la solución a la desesperada de la gente, tomar viejos fusiles de caza o ametralladoras de quinta mano en el mercado negro e intentar rellenar ellos los vacíos que deja el Gobierno.
En mayo, en una entrevista para este periódico, el comandante Teto se confesaba agotado. “Estoy cansado, pero más decepcionado con el Gobierno. ¡El Gobierno nos sigue mirando con desconfianza! No estamos en contra de ellos, estamos en contra de que apoyen a los otros [el CJNG]”. Cerca de Coahuayana hay bases del Ejército y la Guardia Nacional, que ven cada día cómo el CJNG campa a sus anchas sin más consecuencia que alguna escaramuza o un encontronazo de vez en cuando. A veces, hasta los militares son el objetivo, como este febrero, cuando al menos tres soldados murieron en una emboscada con drones en Tepalcatepec, a unas horas de Coahuayana, una tierra disputada también por el CJNG y grupos locales.
El equilibrio en Coahuayana y sus alrededores es precario, una delgada línea en la que los que siempre salen peor parados son los civiles no armados, los campesinos que cultivan el plátano, los que trabajan en la minería, los que venden recambios de coches. Teto reconoció, en aquella entrevista, que los agricultores se ven obligados a pagar un impuesto revolucionario al cártel, un peso por cada kilo de plátano (que venden por seis pesos) para que los camiones que transportan la fruta puedan atravesar sin sobresaltos las tierras controladas por los criminales.
Las autoridades ya han prometido un refuerzo de la seguridad y patrullas militares, la promesa habitual tras sucesos como este, medidas que por el momento siguen siendo insuficientes para la población local, que no deja de poner a las víctimas. A Coahuayana, además de ser diana del crimen, en los últimos años llegan desplazados de los alrededores, de poblados más pequeños o más aislados, más a merced de los cárteles, que se refugian allí confiando en que la autodefensa los defienda. El comandante Teto y sus hombres lo intentan —el presidente de la asociación de productores locales afirmaba que, desde que ellos vigilan, no han tenido problemas de seguridad en las plantaciones—, pero es casi imposible estar alerta siempre.
Teto es en sí una anomalía, no es habitual que los hombres en su posición conserven tanto tiempo la vida. Como el caso de Hipólito Mora, otro mítico líder de las autodefensas michoacanas, asesinado a balazos el año pasado. O Juan José Farías, del que apenas se sabe ya nada, recluido en Tepalcatepec y de inciertas lealtades. O el de sus ocho hombres, acribillados en un poblado llamado Sal Si Puedes por un tanque artesanal de un cártel que se pasea impune ante los ojos de todos.
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