El Mayo Zambada, el hijo del monte que parecía intocable
El veterano capo detenido en Texas se mantuvo más de 30 años en la cúspide del imperio criminal de Sinaloa sin pisar nunca la cárcel gracias a un perfil bajo, casi fantasmal
Siempre le ha rodeado una niebla espesa, un aire como de fantasma que hacía difícil separar la leyenda de la realidad. Empezó en el narcotráfico a los 16 años, cuando a finales de los sesenta aquello no pasaba del contrabando de marihuana. Pero un par de décadas más tarde ya era uno de los jefes de un imperio criminal. Sus socios y compadres han ido cayendo uno a uno, presos o muertos. Mientras que sobre él crecía el aura de ser casi intocable: nadie puede atrapar a El Mayo. Él mismo se encargó de cimentar su leyenda en una insólita entrevista en 2010 con el decano del periodismo mexicano, Julio Scherer. El Mayo lo invitó a sus dominios. Un chamizo en el corazón de la sierra sinaloense. Allí, el periodista le preguntó cómo había logrado librarse tanto tiempo de la cárcel y de la muerte. Le respondió que él era hijo del monte: “El monte es mi casa, mi familia, mi protección”.
Han pasado 14 años de la entrevista y el mito ha seguido engordando entre la niebla del monte. El Mayo vive bajo tierra. El Mayo es un traidor. El Mayo es el auténtico jefe de Sinaloa. Hasta que este jueves, Ismael Mario El Mayo Zambada García, el veterano capo de 76 años, ha sido detenido en un aeropuerto privado en la ciudad fronteriza de El Paso, Texas.
El perfil casi fantasmal de El Mayo ha contrastado todos estos años con la ruidosa ostentación de otros grandes capos. Mansiones, lujos, mujeres. La vanidad que, por ejemplo, condenó a Joaquín Guzmán Loera, El Chapo, al dejar un rastro visible con su coqueteo por mensajes de celular con la actriz Kate del Castillo, que facilitó su tercera y definitiva captura en 2016. De Zambada siempre se ha dicho que era mucho más austero y disciplinado, que se escondía en la sierra y apenas bajaba a la ciudad.
Ya en 1988, cuando la policía federal mató a tiros en Culiacán a José Inés Calderón Quintero, otro de los pioneros de Sinaloa, El Mayo olió el peligro. Las crónicas de la época dicen que habían estado juntos días antes, pero él decidió tomar una avioneta y refugiarse en su guarida en el monte. Casi 30 años después, durante el operativo que acabó con la segunda captura de El Chapo en 2014, los periódicos mostraban fotos de soldados levantando tapas de alcantarilla bajo el titular de “se busca a El Mayo”. Otra vez, el rumor era que Zambada podía estar escondido en un túnel bajo tierra.
Más allá de la leyenda, la protección del monte también ha sido interpretada en México como una metáfora que apunta a algo mucho menos heroico. El periodismo a ras de suelo en Sinaloa, como el del semanario Río Doce, apunta desde hace tiempo que el viejo Zambada siempre fue también un viejo zorro. Un puente entre Gobierno y el cartel de Sinaloa, una astuta estrategia que le habría permitido sobrevivir en el resbaladizo ecosistema de lealtades y traiciones del mundo del hampa.
El Mayo ya estaba allí a finales de los ochenta, cuando el primer capo moderno, Miguel Ángel Felix Gallardo, apodado el Jefe de Jefes, sentó en la misma mesa al resto de traficantes sinaloenses para repartirse el pastel de manera más ordenada y eficiente, como una empresa. A cada uno de los siete capos les fue asignado un lugar del país, una “plaza”, en la nueva jerga del narco. A Zambada le tocó Sinaloa. Al Chapo, por ejemplo, Tecate, en Baja California. Aquello fue el embrión del cartel de Sinaloa, también llamado la Federación. Todos asociados en torno a Félix Gallardo.
Otras versiones de aquel encuentro fundacional son, de nuevo, más alejadas a la mitología del crimen. Para su libro El cartel de Sinaloa. Una historia del uso político del narco, el periodista Diego Enrique Osorno entrevistó en la cárcel a Gallardo, quien le dijo que quien había convocado la reunión y asignado los lugares de trabajo habría sido Guillermo González Calderoni, jefe de la policía antinarcóticos al inicio del Gobierno del presidente Carlos Salinas de Gortari.
El pacto entre los siete capos no duró mucho, y a principios de los noventa empezó la guerra. El Mayo y El Chapo se aliaron contra la familia de los Arellano Félix, que controlaban la preciada frontera de Tijuana. Les ganaron y de las cenizas de aquella guerra se consolidó una nueva arquitectura criminal basada en tres familias principales asociadas: la de Guzmán, la de Zambada y la de Juan José Esparragoza Moreno, El Azul, un expolicía que trabajaba en los setenta con otro traficante apodado El Diablo, casado con una hermana de El Mayo.
Durante las siguientes décadas, el grupo creció como una multinacional del crimen, con presencia en 17 Estados y 54 países, según documentos de la DEA. Los tres fundadores llegaron a figurar en la lista de millonarios de Forbes. De los tres, El Mayo siempre fue el más reservado. Las tripas de la mafia de Sinaloa quedaron expuestas en el juicio de Nueva York contra El Chapo, donde fue condenado a cadena perpetua. Durante sus audiencias, el que llegó a ser considerado como el capo más poderoso del mundo, insistió en que El Mayo era el auténtico jefe de jefes de Sinaloa. En aquel juicio, uno de sus hijos, Vicente Zambada, Vicentillo, testificó en contra de El Chapo. Desde entonces, también corre otro rumor: El Mayo había traicionado a su compadre.
Con la captura definitiva de El Chapo, el poder se fracturó aún más dentro de Sinaloa. Detenido otro de sus viejos colaboradores, Dámaso López, los últimos años crecieron las diferencias entre la vieja guardia, encarnada por El Mayo, y los hijos de El Chapo. Conocidos como Los Chapitos, la nueva generación de narcojuniors, jóvenes y ostentosos delincuentes hacen gala en redes sociales de una vida de excesos estrafalarios: leopardos, armas y mujeres. Unos códigos muy alejados de los viejos hampones, como El Mayo, heredero del ladrón benefactor que reparte dinero o construye carreteras o iglesias en los pueblos pobres de la región. Esa era otra de sus redes de protección.
Los últimos informes de la DEA apuntaban a que el veterano Zambada estaba mal de salud. A la vez, las autoridades estadounidenses estrechaban cada vez más el cerco. La mayoría de sus socios, incluidos sus hijos y sus hermanos, ya habían sido apresados. El penúltimo zarpazo fue la acusación de un tribunal en Nueva York por tráfico de fentanilo, el actual enemigo número uno de EE UU.
Un corrido en su nombre, escrito en primera persona desde dentro de la cabeza del capo, dice: “La vanidad es el peor enemigo de este trabajo. Paso a paso subí la escalera, muchos años tengo en el poder, aquellos que han querido tumbarme, de aquí arriba los miro caer”.
Con la detención de este jueves cae el mito y el hombre del que Scherer dijo que medía más de 1.80 de altura y tenía “un cuerpo como una fortaleza”. Zambada también dijo en aquella entrevista que tenía una esposa, cinco mujeres, 15 nietos y un bisnieto. “Ellas, las seis, están aquí, en los ranchos, hijas del monte, como yo”.
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