El victorioso ruido de Ciudad de México
Es imposible hacernos distinguir entre la razón y la pesadilla. Nuestro despertador de 24 horas es el estruendo masivo. La capital está más cercana del mundo demencial de David Lynch que del surrealismo de André Breton
La esperanza de la ciudad habitable, fracasó.
¿Cómo se sentiría Philip K. Dick viviendo en la Ciudad de México? Peatones y ciclistas disputándose a gritos y bravatas el reducido espacio libre en andadores llenos de baches, calles controladas por vendedores ambulantes y changarros de lámina que a gritos y licuadoras incansables, ofrecen chácharas y comida; organilleros acosan por una limosna a cambio de una rancia melodía chirriante; farmac...
La esperanza de la ciudad habitable, fracasó.
¿Cómo se sentiría Philip K. Dick viviendo en la Ciudad de México? Peatones y ciclistas disputándose a gritos y bravatas el reducido espacio libre en andadores llenos de baches, calles controladas por vendedores ambulantes y changarros de lámina que a gritos y licuadoras incansables, ofrecen chácharas y comida; organilleros acosan por una limosna a cambio de una rancia melodía chirriante; farmacias de franquicia con enormes bocinas que animan a bailar, el placebo de la salud promovida por la botarga de un anciano gordo y chacotero e incansable, a precios de curandero contra la diabetes y la hipertensión que aqueja a los capitalinos, atrae a miles de clientes mermados por el sistema de salud popular de membrete.
La Interzona, nombró a la Ciudad de México William Burroughs en El almuerzo desnudo, refiriéndose a su ambiente patibulario, corrupto y permisivo. Era un desconocido cuando llegó a la capital mexicana en 1949. De inmediato captó lo que significaba esa sinergia entre ruido y salvajismo: “México es siniestro y sombrío y caótico, con el caos especial de un sueño”, (carta a Jack Kerouac, mayo 1951).
¿Qué podríamos esperar de una urbe fundada en 1521 a sangre, fuego, hierro y calamidades? ¡Ay mis hijos!, el lamento ancestral a todo pulmón que anticipó las desapariciones silenciadas por la indiferencia. La mamás buscadoras son las Lloronas del México de hoy.
Por alguna de las tantas alquimias inexplicables a lo largo de la historia, el ruido de la capital eliminó el milagro mexicano inventado en el sexenio de Miguel Alemán. La modernización de la ciudad trajo consigo la enfermedad de la prisa, de la incivilidad, del agandalle institucional repartido entre los oligarcas extranjeros y del país.
Ira, estrés, insomnio, enfermedades cardiovasculares acaparan los ruidosas estadísticas de salud pública.
Los pájaros se han vuelto en Werther con alas. Mueren agitados por alzar el volumen de su trino para llamar la atención de las hembras. Las motosierras mutilan el nido de amor.
El legado arquitectónico de Luis Barragán, que reflejó su exquisitez personal y religiosidad católica, amante de la quietud, el silencio y los objetos bellos, quedó sepultado entre maquinaria pesada desperdigada como comandos de guerra por toda la ciudad. La construcción de interminables obras públicas colapsadas simbolizan los nuevos altares a lo desigual, lo abusivo y el mal gusto ostentoso.
Es imposible hacernos distinguir entre la razón y la pesadilla. Nuestro despertador de 24 horas es el estruendo masivo. La Ciudad de México está más cercana del mundo demencial de David Lynch que del surrealismo de André Breton.
El silencio es un privilegio que a veces se presenta como consuelo en los cementerios. Accidentes automovilísticos, en el transporte público, explosiones de gas, balaceras y ejecuciones por toda la ciudad. ¿Qué pasa cuando percibimos el silencio? Es una sensación sobrecogedora de vacío.
El ruido impone las reglas de la paranoia y los consecuentes comportamientos sin motivos.
Estoy en mi domicilio.
Bucareli es una de las avenidas más escandalosas de la ciudad. Padece una metástasis de un cáncer mundial. Las áreas con más incidencia de denuncias por ruido y vibraciones se dan en la delegación Cuauhtémoc, en el Centro Histórico, donde vivo.
Como bien señala J.G. Ballard: Un infierno válido es aquel que ofrece una posibilidad de redención, incluso si ésta no se alcanza, las mazmorras de una arquitectura de la gracia cuyas agujas apuntan a una suerte de paraíso.
Bares, restaurantes y piqueras con rockolas y pantallas en alta definición para que el volumen aturda nuestras miradas: si no te checa la cuenta no te duermas en la mesa y no le eches bronca a tu acompañante. Nos gusta andar tumbaos, hoy en día. Las micheladas son producto del ruido musical antrero. Peso Pluma y su pesado sonsonete como su lugar de honor a la cantinela desafinada.
La ciudad nos mimetiza, somos ruido omnipresente. A conveniencia lo amamos cuando somos parte del alarido de las arenas, estadios, conciertos y festivales masivos. Somos parte de la masa en trance que nos vuelve responsables del cambio climático.
El ruido ambiental es uno de los principales elementos de contaminación en las ciudades modernas. De acuerdo con el Instituto del Ruido de Londres, los vehículos con sus mecanismos, motores y el roce de los neumáticos con el pavimento, son los máximos responsables del ruido total en las grandes urbes.
El ruido en la ciudad nos invade como una mala música, diría Germán List Arzubide, un visionario desde la poesía como activismo político. Vivimos en la Estridentópolis, como proponían y visualizaba el movimiento Estridentista hace casi cien años.
La ciudad es abstracta, multiforme y disfuncional. Sonido y ruido como presencias, es la novela total, imposible de escribir. Sonido y ruido, el reto máximo de la gran novela de la ciudad.
Decenas de accidentes automovilísticos cotidianos, muchos mortales a lo largo y ancho de la ciudad, como el del 30 de julio de este año en Calzada Zaragoza. Carambola donde participan un Volkswagen Pointer particular a todo velocidad y causante de la muerte de dos personas. Un Chevrolet Aveo. Muere Ernesto, el taxista y su pasajera Erika. El director anónimo del choque sobrevive de milagro. Entre los integrantes de esta sinfonía infernal hay vehículos de bomberos, patrullas y ambulancias, a todo volumen sus sirenas tocan su último movimiento de la sonata sin epitafio. Así es la tragedia impredecible, en el metro, el zumbido ensordecedor avisa el cierre de puertas hacia la vida. El público conocedor apodado por Enrique Metinides como “Las mirones” se amontonan por decenas en la sala de concierto del infierno callejero atentos de la tragedia, reconocen el alto nivel de los ejecutantes.
Bocineros ciegos en el transporte público cantando a todo pulmón una balada autobiográfica. Cambalache pregonado en altavoz por la chatarra mobiliaria a cambio de lo estorboso al tirar por la casa a cambio de unos pesos. Colchones, estufas refigeradoooreees.
Tamaleros en triciclos a deshoras nocturnas, inquietantes, ofreciendo en altavoz sus ricooos y deliciooosos tamaleees. ¿Una variante como díler de carbohidratos?
Motociclistas en sus raudas máquinas suicidas a todas horas como panal de entregas express, plaga de nuestra adicción a la impaciencia. Si en media hora no llega, no se lo cobramos. No hay tiempo para vivir al paso.
El ruido no tiene mensaje ni tiempo. Los políticos y su lucha por gobernar bajo promesas sin caducidad, son un disco rayado en altavoz.
El ruido niega el diálogo, la reflexión. Por eso vivimos bajo una democracia sin ideas, representada por nuestro peor enemigo.
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