Una española (más) en Holbox
Un proyecto de residencia artística busca dar a conocer la realidad compleja de Holbox fuera del perímetro de la isla
La mayoría de españoles que viajan a México lo hacen para conocer las playas paradisíacas de Cancún y alrededores pertrechados con una piña colada en las hamacas de algún buen resort. Se comerán algún que otro burrito, beberán tequila con sal y se harán fotos frente a un mar turquesa, esquivando con el objetivo las hordas de molestos turistas que les estorban para la foto perfecta, merecedora de muchos likes. La marca blanca que les dejará la pulserita del “todo incluido” será la prueba de cargo de su gran viaje, que exhibirán con orgullo. A ese destino se dirigía la mayoría de los cuat...
La mayoría de españoles que viajan a México lo hacen para conocer las playas paradisíacas de Cancún y alrededores pertrechados con una piña colada en las hamacas de algún buen resort. Se comerán algún que otro burrito, beberán tequila con sal y se harán fotos frente a un mar turquesa, esquivando con el objetivo las hordas de molestos turistas que les estorban para la foto perfecta, merecedora de muchos likes. La marca blanca que les dejará la pulserita del “todo incluido” será la prueba de cargo de su gran viaje, que exhibirán con orgullo. A ese destino se dirigía la mayoría de los cuatrocientos treinta y dos pasajeros que volaron en el mismo avión que yo desde Madrid, muchos de ellos estudiantes en viaje de fin de grado con maletas que sobrepasaban su propio tamaño.
Son muy pocos los que se aventuran hasta la isla de Holbox, desconocida para la mayoría en mi país. Quienes lo hacen buscan una esencia que jamás encontrarán en ese tipo de macrocomplejos turísticos. Pero a fe que algunos llegan. En mi segundo día de estancia paseando por la playa de Punta Cocos vi a una chica leyendo una novela de Carmen Mola. Si hay un thriller criminal made in Spain que ha traspasado fronteras, ese es La novia gitana, traducida a más de veinte idiomas. Pero, carajo, ¿también en Holbox?, me dije. Pues sí, también. Y en su versión original. Lo había traído consigo una de esos escasos españoles. Y lo leía en su tumbona de hotel de lujo, feliz como una perdiz.
Sin embargo, muchos de estos viajeros, ya sean españoles, estadounidenses o del propio México, no pasarán de la línea de playa más que para aventurarse en la animada calle Tiburón Ballena en busca de música en vivo, pasear por el parque central con su colorida Concha Acústica y comer la pizza de langosta en el restaurante Edelyn; como mandan los cánones del buen turista. Se irán sin saber que a cinco minutos de ahí todo tipo de desperdicios se acumula entre los manglares, que el chamaquito que les preparó un coco fresco a pie de tumbona vive en una chabola que se inunda cada vez que llueve, que las tortugas carey ya no se avistan o que antes de que aventureros como ellos arribaran en masa las calles no eran de tierra apisonada, sino de arenas blancas que refulgían con la luna llena. Que el paraíso que ahora creen que es esta isla, era justo el que disfrutaban las y los holboxeños antes de que todos nosotros llegáramos de la mano del sistema capitalista a hacernos fotos para nuestro perfil en la red social. Se irán enamorados de Holbox, sí, pero con ese amor ciego con el que idealizamos sin llegar a conocer a quien tenemos delante de nuestras narices.
Precisamente esa visión es la que pretenden cambiar Marta del Pozo e Iván Pérez-Blanco Avilés, que han puesto en marcha el proyecto de residencia artística y literaria Quantum Prose para dar a conocer la realidad compleja de Holbox fuera del perímetro de la isla. En unas cabañas con vistas al manglar (y a las construcciones de cemento que se levantan de un día para otro), lejos de los hoteles con hamacas en primera línea de playa y sorteando baches y charcos, subida a una bicicleta sin frenos, a una no le quedan más cáscaras que toparse con la evidencia. La de las barracas y la basura, la miseria y la insostenibilidad del modelo de vida del que formamos parte, incluso cuando nos creemos intrépidos ecoturistas porque nos hacemos dos horas de viaje en una furgoneta y no nos ponemos la pulserita.
Y aquí estoy yo. Pedaleando y resbalando en el barro. Chocándome con carritos que llevan a los turistas (todavía no controlo mucho lo de ir sin frenos). Comiendo en “Los Abuelos” el plato del día, escuchando tocar la mandolina a los niños que enseña el viejo don Víctor y viendo la puesta de sol en la isla de la Pasión de la mano del Karateka. Amaneciendo en plena naturaleza, sorprendiéndome con los garrobos que pasean a mi lado mientras escribo estas notas. Rascándome con saña las picaduras de los chaquistes y poniéndome tajadas de aloe sobre los hombros quemados. También empapándome en mitad de la noche dentro de mi bucólica cabañita de madera porque oigan, aquí cuando azota el Norte, llueve sin compasión. Y eso que aún no me pillo por medio la tormenta del Majaché.
Una, en fin, se ve en algunos aprietos, mezcla momentos de euforia con otros de purita desesperación y, en suma, pasa por todas las fases de una relación hasta elegir que sí, que ama la isla a pesar y precisamente por cada una de sus contradicciones y que, justo por ellas, y porque la sabe frágil y vulnerable, querría protegerla con todo su empeño. Que no se va a quedar con la versión idealizada de las fotos de Instagram. Que quiere construir un compromiso real y leal. Y que, si no puede seguir siempre a su lado, al menos aspira a que quien la elija la trate de la mejor forma posible. Desea que Holbox siga siendo un paraíso para todas las especies que lo habitan, y no solo para el consumistas intrepidus. Porque el amor maduro, el amor verdadero, exige compromiso y generosidad. Mucha generosidad. Y yo agradezco a Quantum Prose que nos lo esté sabiendo transmitir.
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