Ángel Ortuño: de la vez que le abrimos un concierto a Babasónicos (y no bebimos champán)
Siempre será el poeta que más admiro de mi generación. No solamente por sus versos: es sobre todo su actitud frente a la poesía, ese oxímoron, el desdén devoto, el profuso desvanecimiento de lo órfico, lo que de él amo y envidio
El primer poema que me impresionó de Ángel Ortuño (está en Aleta dorsal, 2003) se llama Contra Terpsícore. Es una diatriba en prosa a expensas de la chusma que, como yo, ama bailar. La última frase es lapidaria: “Sueño que Gengis Khan se abate sobre ellos como una redentora ola de mutilación”. Ahí está, en plenos poderes, el bárbaro poeta que fue: su dicción educada en los Pixies y Rubén Darío, la rabia atemperada por un humor exquisito, la mirada fija en el interlocutor y en el detalle mimético, como si fuera el niño que apa...
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El primer poema que me impresionó de Ángel Ortuño (está en Aleta dorsal, 2003) se llama Contra Terpsícore. Es una diatriba en prosa a expensas de la chusma que, como yo, ama bailar. La última frase es lapidaria: “Sueño que Gengis Khan se abate sobre ellos como una redentora ola de mutilación”. Ahí está, en plenos poderes, el bárbaro poeta que fue: su dicción educada en los Pixies y Rubén Darío, la rabia atemperada por un humor exquisito, la mirada fija en el interlocutor y en el detalle mimético, como si fuera el niño que aparece en esas camisetas que venden en cualquier feria de pueblo: “Estoy pensando cómo partirte la madre”.
Las camisetas estampadas fueron rasgo primordial de su atuendo, la contraparte concretista de su pasión epigramática. La más popular de ellas dice CA/NA/LLA con letras que abarcan todo el torso. La que mejor recuerdo de antes (sin contar las de Motörhead, o la de American Horror Story, o la de Catzilla destruyendo la ciudad) era un Diablo rojísimo acompañado de la consabida inscripción: “God is busy. Can I help you?”
Ángel jamás se dio aires de ángel. Por el contrario, procuraba —en su voz y su look, en sus tatuajes, y por supuesto en sus poemas—, subrayar lo incorrecto, resaltar los visos de crueldad antisistema, la condición abyecta del inadaptado: una gana estoica de prenderle fuego a todo y al final no hacerlo porque no vale la pena. Esa actitud, exhibida por un hombre genuinamente dulce, divertido y atento, inteligente y lúcido, me parece esencial en esta época plagada de buenismo superficial, desabrido y obtuso. Es el gesto suyo que más extrañaré.
En 2018, cuando me obsequió su libro Tu conducta infantil ya comienza a cansarnos, dijo, excusándose del título: “Es una frase que me espetaron el otro día en el trabajo, pero tiene tan buen ritmo que no podía desperdiciarla”. Como sucede en México, la vocación de Ángel Ortuño de no tomarse nada en serio provocó no pocas veces que despistados y envidiosos pasaran por alto al excepcional poeta que fue. Peor para ellos. Como Gerardo Deniz, con cuya genealogía intelectual está emparentado, Ángel poseyó una oreja aguda para la disposición acentual y una inusitada naturalidad para los encabalgamientos. Era un virtuoso de los remates memorables y extraños: “Si usted viera pasar envuelta en llamas una camioneta / ¿pensaría que la gente que aúlla abordo ha hecho algo / malo?”; “tienen un ano contra natura, es decir un catéter / artificial a un costado del abdomen”; “las ondas cerebrales de un cadáver / no son una explicación racional”; “Lucifer llegará como la profecía del sonámbulo: // es la silla / que sale de sí misma un centenar de veces / cuando se queda quieta”. Fue un pertinaz degustador de la retórica y se sabía de corazón su Modernismo y sus Siglos de Oro, aunque no siempre hablaba de eso (una vez nos quedamos horas bordando el tema en la banqueta y casi pierdo el autobús): solo si preguntabas. Prefería conversar de rock pesado, soltar dos o tres laconismos anti-laborales, o lanzar elogios ligeramente desmedidos a sus interlocutores.
Jamás dudé en llamarlo, en privado y en público, “Mi poeta mexicano favorito”. Siempre será el que más admiro de mi generación. No solamente por sus versos: es sobre todo su actitud frente a la poesía, ese oxímoron, el desdén devoto, el profuso desvanecimiento de lo órfico, lo que de él amo y envidio.
En mayo de 2017 hicimos juntos, en compañía de Ismael Velázquez Juárez, Eduardo Padilla y DJ Bolo, una memorable lectura de poemas en Guadalajara. Encandilados, decidimos repetirla en Saltillo el siguiente verano. Ese día tocaba Babasónicos en la plaza de armas, a dos calles escasas del centro cultural donde leímos, y por alguna Providencia (encarnada a la distancia en el poeta Fabián Casas), esa noche terminamos todos juntos —banda de rock argentina y poetas mexicanos más un séquito de fans— fiesteando en mi departamento. Mientras la mayoría rondábamos en plan grupi a los integrantes de Babasónicos, Ismael y Ángel y Eduardo se concentraron en dos tareas más edificantes: monopolizar la playlist y confiscar todo el champán disponible (Adrián Dargelos había traído una caja). En algún momento, atisbé en la penumbra el perfil de Ángel Ortuño. Bebía su champán a solas en un vaso desechable, en un rincón, distante y sonriente como un loco, con la mirada absorta y un poco extraviada que muchos de sus amigos llegamos a verle —tanto en sus períodos de sobriedad como en los de euforia— en las reuniones. Parecía el único rockstar verdadero en kilómetros a la redonda.
Casi nunca discutimos, salvo un par de veces en Facebook, donde se había convertido últimamente en un fenómeno. Una de esas discusiones sucedió hace pocos días: fue un breve intercambio acerca de la idea de si existe o no competitividad en eso que los sociólogos llaman “el campo literario”. Yo le decía que sí: está en las neuronas espejo, es una cuestión de poética cognitiva. Ángel respondió (lo estoy citando de memoria): “La poética cognitiva trata de metáforas conceptuales. La competencia no es mi metáfora conceptual.” ¿Cómo le haces la guerra a un monje punk?
Me entristece muchísimo la muerte de Ángel Ortuño (1969-2021), amigo e interlocutor, maestro de la sátira, la levedad y el absurdo. Lamento que lo hayamos perdido en uno de los momentos más fértiles de su proceso creativo, cuando más conectado estaba con la escritura de los jóvenes, cuando —guiado por el profundo amor a sus hijas— se mostraba tan comprometido con la realidad social del país. Mi abrazo y mis condolencias a Flor, Lucía y Ximena; sus amores. Todo mi cariño y mi solidaridad para Toño, su hermano. Celebro, como lector, haber compartido una lengua y un país con un poeta de semejante alcance. Su legado está apenas por nacer.
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