Ida y vuelta por los confines de Iztapalapa en el teleférico más largo de América Latina
La línea de 10,6 kilómetros recién inaugurada en Ciudad de México tiene capacidad para trasladar 90.000 pasajeros diarios en una de las zonas más humildes de la capital
El futuro ha llegado a Iztapalapa, piensa María del Carmen Montero. El cablebús recién inaugurado le recuerda a Los Supersónicos, esa serie de dibujos animados que solía ver con su hija. Los personajes vivían en casas suspendidas en el aire y viajaban en cápsulas voladoras. Ahora ella acaba de subir por primera vez a una cabina. “Cosas del futuro”, dice incrédula. “¿Cómo íbamos a imaginar que tendríamos algo así?”. Saca el celular para inmortalizar el momento y ya no lo guardará: en la bruma se levantan los volcanes de la Sierra de Santa Catarina y, a sus pies, miles de casas abigarrada...
El futuro ha llegado a Iztapalapa, piensa María del Carmen Montero. El cablebús recién inaugurado le recuerda a Los Supersónicos, esa serie de dibujos animados que solía ver con su hija. Los personajes vivían en casas suspendidas en el aire y viajaban en cápsulas voladoras. Ahora ella acaba de subir por primera vez a una cabina. “Cosas del futuro”, dice incrédula. “¿Cómo íbamos a imaginar que tendríamos algo así?”. Saca el celular para inmortalizar el momento y ya no lo guardará: en la bruma se levantan los volcanes de la Sierra de Santa Catarina y, a sus pies, miles de casas abigarradas y en pendiente que son su colonia.
Es todavía temprano y el frío pega más en las alturas. Montero, con chamarra, polar y bufanda, vuelve de su turno de noche como guardia de seguridad en una oficina gubernamental. Camión, metro, microbús y otro microbús: dos horas y media de trayecto diario para llegar al trabajo. Ahora, al menos, se ahorrará el temido microbús. “La combi es una trampa. No sabes con quién estés viajando”, asegura esta mujer de 55 años, y se pone a enumerar asaltos vividos o escuchados.
Por siete pesos, la Línea 2 del cablebús quiere ser una solución al aislamiento. Los tiempos de traslado se han recortado a la mitad, de una hora y cuarto a 36 minutos, afirma el Gobierno de Ciudad de México. Tiene siete estaciones y capacidad para transportar a 90.000 pasajeros al día. Las cabinas sobrevuelan puntos rojos de pobreza y densidad. La mayor alcaldía de la capital, Iztapalapa acoge a 1,8 millones de personas y un 35% son pobres. Su extremo este, el que atraviesa el cablebús, es el más recóndito. En esta parte de la ciudad todavía canta el gallo.
La hija de Montero le ha dicho que no se suba, pero a ella las alturas no le dan miedo: “Siempre he querido viajar a la luna”. Intenta reconocer los lugares que sobrevuela, una coronilla de azoteas con ropa tendida y tinacos de agua. “Fíjese que cuando he volado en avión he intentado ubicar mi casa”, dice. Pero con tanto ‘selfie’ y la falta de costumbre, de repente teme haberse pasado de estación. Sale corriendo en la próxima parada. Con suerte, todavía va a poder llegar a tiempo a ver un programa mientras desayuna.
Ciudad de México llega tarde a la moda del teleférico. La Paz, en Bolivia, y Medellín, en Colombia, empezaron a conquistar sus alturas hace más de una década y cuentan ya con una red de varias líneas. Pese al retraso, la capital mexicana acaba de incursionar a lo grande. Los 10,6 kilómetros convierten a la Línea 2 en la más larga de Latinoamérica, según el Gobierno local. A ella se suma otra de 9,2 kilómetros en el norte de la ciudad, también área de pendientes, que fue inaugurada hace un mes. Un total de 6.000 millones de pesos invertidos, unos 300 millones de dólares.
El cablebús es bienvenido, pero insuficiente para atender la demanda, dice Bernardo Baranda, director del Instituto de Políticas para el Transporte y el Desarrollo. “No son sistemas de tanta capacidad, comparado con el metro. Hay que asegurar la integración; tener cuidado que no sea una moda nada más, que no se invierta solo en un sistema, sino en todos”, explica. “La mayoría de los viajes se siguen haciendo en autobuses que muchas veces no están en buenas condiciones”.
Puestos de comida donde antes había un hoyo
En Torres de Buenavista, la estación donde se ha bajado Montero, se ven brotes de cambio o de desesperación, según se mire. Fachadas recién pintadas de colores llamativos, un frontón para los niños, y nuevo pavimento. Las autoridades quieren que las estaciones abran oportunidades en estas colonias olvidadas. Con el escozor económico que ha dejado la pandemia, sus habitantes no necesitan que les apremien: varios puestos de comida buscan captar la atención del viajero en lo que antes era un tiradero de cascajos. Hay 1.475 nuevos negocios gracias a la obra, según el Gobierno.
Rodrigo Carbellido lleva año y medio instalado frente a la estación. La empresa empacadora para la que trabajaba cerró por la pandemia y decidió ponerse a vender jugos de fruta a los albañiles. Ahora se ha pasado a los tamales porque el precio de la naranja se ha triplicado por la inflación. “Está tranquilo; los albañiles comían más. Todavía la gente no sabe que está abierto o les da miedo”, dice este vecino de 58 años, bajo una sombrilla. Aunque sus tamales no se venden tanto como quisiera, se va a quedar allí a falta de alternativas.
De vuelta en la cabina, el cablebús se adentra en territorio más escarpado. Las viviendas escalan los cerros de la Sierra de Santa Catarina, un área ecológica protegida, y se atreven incluso con las laderas del extinto volcán Tetlalmanche, de 2.820 metros. No es de extrañar que todavía un 13% de las construcciones de la alcaldía carezca de agua entubada, frente a un promedio del 9% en la ciudad.
Julia Segovia, curandera tradicional de 77 años, y Adolfo Roldán, un discípulo, se dirigen a un temazcal, un baño de vapor prehispánico. Contemplan las extensiones de cemento y la conversación se torna filosófica. “El daño del hombre, que no ha sabido amar a la madre tierra”, reflexiona Segovia, vestida con bordados tradicionales. “Qué maravilla de tecnología, pero también permite ver las fallas. No veo áreas verdes, las construcciones son malas…”, concuerda Roldán. “Que sigamos creciendo y creciendo sin parar tiene sus consecuencias”. Ambos se bajan frente a un terreno con nopales y agave.
Las cabinas se llenan de curiosos y de trabajadores con los zapatos recién abrillantados. “A ver si me conviene”, dice indeciso Daniel Méndez, mesero en Interlomas, un barrio rico a tres horas de su casa. Quizás consiga ahorrar media hora. Ajenas a estos cálculos, Patricia López, de 47 años, y su sobrina Camila no pierden detalle de la Iztapalapa de las azoteas, de pronto a la vista de todo el mundo: “¡Cuántos colores!, si tuviéramos una casa así también la pintaría, ¿y el cable ese qué es?, ¡mira, un puerquito rosa en la azotea!, ¿me compras uno porfa?”. “Lleva toda la semana queriendo subir de turista”, explica Patricia.
Suscríbase aquí a la newsletter de EL PAÍS México y reciba todas las claves informativas de la actualidad de este país