Ir al contenido

Seis años después. Lo explicable y lo inexplicable

Si bien las demandas de fondo se mantienen, la articulación de una fuerza social y política capaz de conducir la salida de esta crisis es una tarea todavía en proceso e inconclusa

Me acuerdo y todavía me sorprendo. ¿Cómo ocurre que cientos de miles de personas interrumpan de manera tan extrema el normal funcionamiento de un país? ¿Cómo ocurre que unas consignas -“Chile despertó” o “No son 30 pesos, son 30 años”-, se formulen? ¿Las inventa una persona o es la multitud la que las produce? ¿Y cómo se propagan hasta recorrer el país de punta a cabo en pocas horas? Yo no sé y todavía me sorprendo.

El estallido social de 2019 fue sorprendente. No en el sentido del “no lo vimos venir” de las elites dirigentes impactadas con el Chile rabioso que se les aparecía (síntomas claros de malestar social y diagnósticos acumulados teníamos de sobra). Pero sí lo fue en el sentido de no haber vivido un fenómeno similar. Para abusar de las metáforas telúricas: una cosa es saber de la acumulación de energía en las placas tectónicas y, otra muy distinta, vivir un terremoto.

El filósofo Jacques Rancière, reflexionando sobre el movimiento de los chalecos amarillos, describió muy bien la naturaleza paradójica de este tipo de estallidos. Las razones, decía Rancière, “rara vez faltan”. Para el caso francés: “La vida en las zonas periféricas del país, abandonadas por los transportes, los servicios públicos y los comercios de proximidad; la fatiga acumulada por los largos trayectos cotidianos, la precariedad del empleo, los salarios insuficientes o las pensiones indecentes, la existencia a crédito, la dificultad para llegar a fin de mes, etc.” Nada muy distinto a lo que podría decirse de Chile. Lo paradójico, y el núcleo su argumento, es que “los motivos de sufrimiento que se enumeran para explicar la revuelta son exactamente análogos a aquellos por los que explicaríamos su ausencia: unos individuos sometidos a semejantes condiciones de existencia normalmente no tienen el tiempo ni la energía para rebelarse”.

En Chile, en 2006, 2011, 2016, 2018 y de manera apabullante en 2019, se produjo lo anormal: los que normalmente no se rebelaban se rebelaron y con su rebelión produjeron una interrupción radical de la normalidad y la apertura de posibilidades antes clausuradas, como cambiar la Constitución o subir las pensiones, cuestiones no menores y que se abrieron, no debemos olvidarlo, sólo producto del impacto que la movilización popular produjo en las elites empresariales y políticas.

Para no dejar pasar la oportunidad de autocrítica, una breve digresión. Esa apertura de posibilidades inéditas nos encontró, me refiero a las izquierdas y al progresismo en general, insuficientemente capacitados para conducir el proceso en curso. La movilización que no provocamos -aunque la derecha alucine lo contrario- hizo lo suyo, pero nosotros quedamos cortos. Nos faltó sabiduría, escucha, humildad, inteligencia, sensibilidad al Chile realmente existente, estrategia y proyecto.

Sin embargo, esos déficits no anulan, como muchos intentan hacer creer, la vigencia de los diagnósticos acerca de los problemas de la sociedad chilena que, durante toda la transición y hasta el día mismo del estallido, tanto las ciencias sociales institucionales como la intelectualidad de la izquierda emergente fuimos construyendo: las razones, lo explicable, que no es todo pero es mucho. Renunciar a ese saber construido, que es lo que busca la derecha secundada con entusiasmo por algunos columnistas del progresismo, no tiene sentido político ni intelectual.

La derecha chocó de cabeza contra el estallido. Los vaivenes de las alocuciones de Sebastián Piñera entre la noche del 18 de octubre y los días que siguieron dan cuenta de la desorientación mental y política que imperaba. Oímos hablar de enemigos poderosos, K-poppers, instigadores venezolanos, alienígenas y otras hipótesis dignas de ser archivadas en la estantería de la ciencia ficción de baja calidad. Pero al margen de esos relatos prescindibles, el estallido provocó una breve pero contundente apertura narrativa.

Durante unos meses, en matinales y noticieros, en el Festival del Huaso y en el de Viña, en las sobremesas familiares y en los grupos de WhatsApp, se habló de desigualdad, precariedad laboral, clasismo, maltrato, ninguneo, falta de oportunidades, pensiones, salud mental, violencia de género, discriminación a los pueblos indígenas, abusos empresariales y estatales, corrupción en Carabineros y Fuerzas Armadas, derechos humanos y de prácticamente todo lo que atañe a nuestra vida en común. Lo explicable circuló con protagonismo.

El Gobierno tuvo que reconocer las justas reivindicaciones del pueblo chileno y hasta los empresarios hicieron lo propio. “Ayudemos a pagar la cuenta”, carta publicada por Andrónico Luksic el 26 de octubre es, en este sentido, una pieza de antología. También las elites políticas de “los años” se allanaron a reconocer que, a pesar de la exitosa reducción de la pobreza, la desigualdad era un mal social que no pudieron o no quisieron enfrentar. A los autoflagelantes, que no habían logrado imponerse veinte años atrás, la historia les daba, con desfase y con violencia, la razón.

La derrota del 4 de septiembre puso punto final a la momentánea ventaja discursiva de los análisis críticos, y la reacción en el plano narrativo fue incruenta. Se impuso la mirada policial, se responsabilizó a la izquierda del vandalismo, se ridiculizó la lucha feminista, indígena y ambientalista. No es una queja. La derecha aprovechó su oportunidad y desde la izquierda no tuvimos fuerza para sostener nuestras posiciones y para contraponer nuestra lectura propia de la derrota sufrida. Ahí, una más de nuestras debilidades.

Seis años después del estallido, el escenario nacional ha cambiado mucho. Si bien las demandas de fondo se mantienen, la articulación de una fuerza social y política capaz de conducir la salida de esta crisis es una tarea todavía en proceso e inconclusa. Y sin una fuerza de esa magnitud no hay cómo caminar hacia un destino colectivo cuya meta sea la justicia social y la democracia.

En la construcción de esa fuerza, que no es nada fácil, debiéramos tener puesta todas nuestras capacidades intelectuales y creativas. Por eso resulta tan irritante que una parte no menor del columnismo progresista se pliegue al guion que la derecha escribió para esta fecha. Que la derecha haga su trabajo es explicable, pero no lo es el que intelectuales progresistas abandonen su responsabilidad.

Más información

Archivado En