La crisis del presidencialismo chileno

Si ya una acusación constitucional es una herramienta de alto calibre en un régimen presidencial, su naturaleza se distorsiona cuando lo que se pretende con ella es derribar a un ministro a sabiendas que no pasará la valla de la cámara acusadora

Carlos Montes y Gabriel Boric, durante una reunión en La Moneda, en una imagen de archivo.

Desde muchos puntos de vista, Chile ha dejado de ser el mejor alumno de la clase del barrio o, si se quiere, un modelo a seguir en diversas asignaturas. Desde hace años que se viene gestando el fin de la excepción chilena en el continente. Sin embargo, hay una asignatura en la que últimamente este país del extremo sur global se ha negativamente destacado: su mediocridad política y la creciente incapacidad de suministrar gobernabilidad a los presidentes, sean estos de izquierda o de derecha.

Si bien Chile se transformó, a lo largo de su larga transición a la democracia iniciada en 1990, ...

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Desde muchos puntos de vista, Chile ha dejado de ser el mejor alumno de la clase del barrio o, si se quiere, un modelo a seguir en diversas asignaturas. Desde hace años que se viene gestando el fin de la excepción chilena en el continente. Sin embargo, hay una asignatura en la que últimamente este país del extremo sur global se ha negativamente destacado: su mediocridad política y la creciente incapacidad de suministrar gobernabilidad a los presidentes, sean estos de izquierda o de derecha.

Si bien Chile se transformó, a lo largo de su larga transición a la democracia iniciada en 1990, en un modelo de estabilidad política, esta se pagó al precio fuerte de una Constitución impuesta por la dictadura y de un sistema electoral binominal que redujo durante 25 años la pluralidad política en el Congreso a una expresión artificial. Es por estas dos buenas razones que Chile ensayó una vía larga de reformas a la Constitución de 1980 y la definitiva sustitución de su sistema electoral por otro, de representación proporcional con magnitudes distritales moderadas e indiferentes por el valor del voto, en 2015. En la dimensión constitucional, a lo más que se pudo llegar es a la eliminación de sus aspectos más grotescos en 2005 sin llegar a ser una Constitución carente de sesgos ideológicos (lo que se consolidó con el fracaso de dos procesos de cambio constitucional entre 2020 y 2023). En la dimensión electoral, el país efectivamente transitó hacia un esquema de mayor representatividad de la sociedad en el Congreso a partir de 2015, pero con un costo que recién hoy estamos aquilatando.

Chile se encuentra organizado por un presidencialismo reforzado, el que se aviene mal con un sistema de representación excesivamente inclusivo (al punto que varios diputados fueron elegidos con menos del 2% de los votos). En efecto, tras ocho años de ejercicio del nuevo sistema electoral y dos Congresos elegidos bajo estas nuevas reglas, Chile adolece del mal de la fragmentación en la Cámara de Diputados (con 21 partidos representados en la actualidad), un creciente transfuguismo entre partidos, así como un creciente funcionamiento con prácticas parlamentarias que nada tienen que ver con la racionalidad del presidencialismo. Es cierto que la fragmentación observada no es el resultado exclusivo del nuevo sistema electoral: es durante el imperio del sistema binominal que comienzan a gestarse nuevos partidos, a partir de una crítica justificada al efecto de cierre del acceso a la representación legislativa como resultado del juego oligopólico por la derecha y la Concertación. Pero al mismo tiempo, sin la sustitución del binominal por un nuevo sistema, la eclosión de nuevos partidos no habría alcanzado las magnitudes de hoy: en tal sentido, hay un verdadero efecto no deseado que fue generado por el nuevo sistema electoral, con total independencia de su necesidad para superar la escasa representatividad del binominal.

Sin embargo, es conveniente detenerse en un efecto casi mecánico que ha resultado de la fragmentación del Congreso, especialmente en la cámara baja (y en mucho menor medida en el Senado, cuya población es tres veces menor y con territorios electorales mucho más extensos). A lo menos desde el 2018, año en el cual se inicia la fragmentación, se ha podido constatar un espectacular aumento de las acusaciones constitucionales en contra de ministros e, incluso, de un presidente de la República, cuyo ritmo de crucero se ha mantenido hasta el día de hoy. Si bajo el segundo gobierno de Sebastián Piñera (2018-2022) se produjeron graves violaciones a los derechos humanos en el contexto del estallido social y una decena de acusaciones constitucionales presentadas por las izquierdas (tan solo un puñado de ellas tuvieron que ver con el estallido), en lo que va del mandato del presidente Gabriel Boric (2022-2026) ya van cinco acusaciones constitucionales por parte de la derecha. Todo un récord, y nada de admirable. Si ya una acusación constitucional es una herramienta de alto calibre en un régimen presidencial, su naturaleza se distorsiona cuando lo que se pretende con ella es derribar a un ministro a sabiendas que no pasará la valla de la cámara acusadora, a partir del supuesto que con el ministro acusado se encuentra planteada una cuestión de confianza con la cámara de diputados. Un diputado tránsfuga, Víctor Pino (elegido por el Partido de la Gente y hoy adscrito al Comité Social Cristiano e Independientes), lo expresó con total desparpajo a propósito de la acusación al ministro de vivienda Carlos Montes (PS): “las personalidades acusadas en la mayoría de los casos, han dejado los cargos que ostentaban (…). Esa ha sido la tónica de este y los últimos 4 gobiernos. Si lo vemos estadísticamente hay un 80% de probabilidades de que pueda ocurrir. Es factible que el ministro Montes ya no esté en el gabinete”. En tal sentido, la racionalidad de las acusaciones constitucionales mucho se parece a la lógica inherente de las mociones de censura en un régimen parlamentario: si un ministro no dispone de la confianza de la cámara baja, esta puede perfectamente presentar una moción de censura y derribar no solo al ministro, sino al gobierno completo. En la crisis del presidencialismo chileno, se espera que la sola acusación constitucional a un ministro derive en su remoción o renuncia. Mal.

¿Cómo no ver que prácticas nefastas de este tipo son la expresión de una crisis del presidencialismo? ¿Cómo no persuadirse que, con la reforma del 2015 (a todas luces bien intencionada, pero equivocada en sus efectos), es la capacidad de gobernar lo que ha sido puesto en entredicho? ¿Cómo no entender que Chile se está mimetizando con las malas prácticas del presidencialismo sudamericano? Razones para introducir reformas sobran, la voluntad para hacerlo escasea.

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