Gobernar contra las palabras
El largo inventario de contradicciones e inconsistencias entre las palabras y las decisiones de Gobierno ha alcanzado niveles paroxísticos en Chile, dada la virulencia de las críticas que fueron emitidas hasta hace apenas un par de años
Tras casi dos años de Gobierno, son evidentes las dificultades que el presidente Gabriel Boric ha debido enfrentar. Los obstáculos han sido enormes: obstruccionismo parlamentario de la derecha en una actitud abiertamente revanchista en contra del Frente Amplio por haber incurrido en el mismo pecado cuando era oposición al anterior Gobierno de Sebastián Piñera(2018-2022); espiral inflacionaria (en vías de ser contenida); una crisis en segur...
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Tras casi dos años de Gobierno, son evidentes las dificultades que el presidente Gabriel Boric ha debido enfrentar. Los obstáculos han sido enormes: obstruccionismo parlamentario de la derecha en una actitud abiertamente revanchista en contra del Frente Amplio por haber incurrido en el mismo pecado cuando era oposición al anterior Gobierno de Sebastián Piñera(2018-2022); espiral inflacionaria (en vías de ser contenida); una crisis en seguridad pública que no cede en intensidad, tanto en número de asesinatos como en percepción de inseguridad; el conflicto en La Araucanía que ha logrado ser contenido mediante la presencia en terreno de unidades del Ejército; fallas garrafales de gestión gubernamental; inexperiencia del primer Gabinete que se tradujo en una verdadera debacle en nueve meses y en el ingreso hegemónico del Socialismo Democrático, y un largo etcétera.
Sumemos a este inventario de problemas el definitivo fracaso del proceso de cambio constitucional, especialmente el primer intento (2021-2022) que fue hegemonizado por la izquierda más ultra, lo que llevó al Gobierno a través de un ministro cercano al presidente (Giorgio Jackson) a supeditar –en un arranque de irresponsabilidad– el éxito de las reformas del Gobierno al triunfo del voto apruebo en el plebiscito del 4 de septiembre de 2022 (el 62% de los chilenos lo rechazó). Buena parte de la explicación de estos problemas se debe al carácter experimental de este Gobierno, en un doble sentido de la palabra: en primer lugar, por cobijar en su seno a dos coaliciones (toda una rareza, y no solo en un régimen presidencial) y, en segundo lugar, por haber conquistado la hegemonía electoral en buena lid por la nueva izquierda frenteamplista en alianza con el Partido Comunista (Apruebo Dignidad), al derrotar tanto en votos como en escaños a la centroizquierda en las elecciones parlamentarias de noviembre de 2021.
Sin embargo, hay un aspecto contra el cual la nueva izquierda en el Gobierno ha tropezado una y otra vez, desde el presidente Boric hasta varios de sus ministros y subsecretarios: las palabras y las conductas que fueron proferidas cuando eran oposición al segundo Gobierno de Piñera. Periódicamente, las derechas recuerdan esas palabras para evidenciar la magnitud de las contradicciones que experimenta el Gobierno.
Ese es el caso, evidente, en materia de legislación sobre seguridad pública. Durante el Gobierno de Piñera, la oposición de izquierdas (especialmente frenteamplista, que terminó por arrastrar a los socialistas cuyo complejo por no parecer lo suficientemente de izquierda grafica un inconsciente inexplicablemente culposo) le negó a la Administración de derecha cualquier tipo de legislación que se tradujese en un aumento de la represión y las penas (en clave de izquierdas: en una disminución de los derechos de las personas). Si bien la ministra del interior Carolina Tohá (del Socialismo Democrático) ha tenido un relativo éxito en legislar sobre las mismas materias en las que fracasó el Gobierno de Piñera, eso se ha pagado al costo de tragarse las palabras cuando se era oposición y de aceptar que los socios más de izquierda voten en contra de no pocas de estas leyes.
¿Cómo no recordar las críticas feroces a la policía por haber cometido violaciones a los derechos humanos durante el estallido social? Lo mismo se puede decir de la advertencia del diputado Boric cuando era candidato presidencial: “Señor Piñera, está avisado, se le va a perseguir por las graves violaciones a los DD.HH. cometidas bajo su mandato”. Lo irónico es que, en la actual crisis de seguridad, el propio general director de Carabineros ha expresado su gratitud al presidente por haber rápidamente solucionado varios problemas logísticos heredados de la anterior Administración.
Pero el ejemplo más espectacular de contradicción entre las palabras y los actos es el reciente acuerdo alcanzado entre el Estado de Chile a través de CODELCO y la empresa minera Soquimich (SQM) en materia de litio. Durante años todas las izquierdas deploraron el neoliberalismo, mostrando escozor ante cualquier tipo de política pública que involucrase a agentes empresariales identificados con el modelo de desarrollo chileno. Pues bien, SQM (una empresa líder a nivel mundial) es uno de esos agentes, cuya fama en Chile se origina en el rol que cumplió uno de sus principales accionistas, Julio Ponce Lerou, quien fue yerno del dictador Augusto Pinochet. Una vez más hubo que tragarse las palabras, sin siquiera expresar algún tipo de justificación por la crítica histórica mordaz a SQM (por lo demás justificada, debido al rol corruptor que esta empresa jugó a través de la entrega de dinero para campañas electorales). Pero al mismo tiempo, la inconsistencia es patente entre la crítica histórica y la necesidad de pragmatismo en el presente: Chile tiene una oportunidad fantástica para explotar el abundante litio que sus salares contienen, y el acuerdo alcanzado con esta empresa (cuyas capacidades técnicas son reconocidas) es una decisión eminentemente racional.
Este largo inventario de contradicciones e inconsistencias entre las palabras y las decisiones de Gobierno ha alcanzado niveles paroxísticos en Chile, dada la virulencia de las críticas que fueron emitidas hasta hace apenas un par de años. Para ser justos, el problema lo enfrentan todos los gobiernos democráticos, aunque unos más que otros.
¿Qué significa gobernar? Pues bien, la unidad esencial de análisis es el lenguaje, dado que es través de él que el ejercicio del poder político y sus contra-poderes se comunican. Cuando el vínculo entre las palabras y la política real es inconsistente, ¿cómo sorprenderse que los chilenos queden desconcertados, moviéndose entre la desconfianza, la desafección y el descontento? Sin duda, estas tres D expresan el gran mal que aqueja a las democracias representativas, el malestar en la representación: recetas y balas de plata para enfrentar estas inconsistencias no existen. Solo se puede apelar a la conciencia reflexiva de los actores políticos cuando hablan como si no existiese un mañana, en la creencia de que las palabras se las lleva el viento, o que los pueblos tienen la memoria corta. Algo de verdad hay en esto, pero al mismo tiempo es importante no perder de vista que quienes habitan el pueblo tienen algo de memoria y, sobre todo, no son tontos.