Delincuencia en Chile: libertad, seguridad e iliberalismo
Lo que refleja esta crisis de seguridad es un avance de agendas en las que muchos chilenos se reconocen, mostrándose disponibles para transar, intuitivamente, libertad por seguridad
La crisis de seguridad que se instaló en Chile desde hace algunos años está produciendo importantes efectos políticos, sociales y tal vez electorales (el 7 de mayo próximo se elegirán a 50 consejeros constitucionales para redactar una nueva Constitución, a partir de un borrador elaborado por un comité de expertos). No sabemos muy bien cuándo comenzó esta crisis: ¿con el estallido social de 2019? ¿con la irrupción de la inmigración ilegal en 2016-2...
La crisis de seguridad que se instaló en Chile desde hace algunos años está produciendo importantes efectos políticos, sociales y tal vez electorales (el 7 de mayo próximo se elegirán a 50 consejeros constitucionales para redactar una nueva Constitución, a partir de un borrador elaborado por un comité de expertos). No sabemos muy bien cuándo comenzó esta crisis: ¿con el estallido social de 2019? ¿con la irrupción de la inmigración ilegal en 2016-2017 como problema público? ¿o tal vez se trata de una crisis que se incubó por años y por múltiples razones?
Sea cual sea la explicación, la muerte de tres carabineros en poco menos de un mes está causando estragos, al transformarse en una eventual condición de posibilidad para una solución autoritaria, evidentemente no golpista, pero sí iliberal. Ya se observan candidatos interesados en imitar liderazgos de tipo Rodrigo Duterte (en Filipinas) y, sobre todo, Nayib Bukele (en El Salvador), este rock star del populismo punitivo en América Latina con amplia aceptación en su país. Por el momento, alcaldes de derechas ya comienzan a rozar ese sentimiento atávico de seguridad proponiendo fórmulas que hasta hace poco eran inimaginables (por ejemplo, un posible estado de excepción en la Región Metropolitana).
Sin embargo, hay algo más profundo en esta crisis: un efecto revelador de un creciente hastío en la población ante formas violentas de delincuencia, entroncado con un apego mayoritario (según las encuestas) a endurecimientos de la ley penal (especialmente la ley de legítima defensa privilegiada de las policías), lo que se ha traducido en incipientes movilizaciones ciudadanas a favor de carabineros y hasta en caceroleos en sectores medios y altos de la capital. Esto no es todo. La muerte de estos tres carabineros ha puesto en evidencia la debacle de la idea general de seguridad del Gobierno del presidente Gabriel Boric (desde la seguridad pública hasta la seguridad social, una definición atractiva, con capacidad para hacer sentido en las clases medias más educadas, pero excesivamente abstracta para los sectores populares).
Si bien hasta ahora las políticas de seguridad social en materia de pensiones y salud cohesionan a las dos coaliciones de izquierdas que sirven de base de sustentación del Gobierno, en materia de seguridad pública la división ha sido evidente. Al momento de votar una de las leyes de la agenda de seguridad pública (la ley Naín-Retamal), ningún diputado de la coalición de Apruebo Dignidad (la coalición de origen del presidente Boric) votó favorablemente (ni siquiera su propio partido, Convergencia Social), refugiándose en la abstención, el rechazo o en la ausencia en sala. Muy distinta fue la conducta de la segunda coalición de izquierdas, el Socialismo Democrático (conformada por socialistas, liberales, radicales y el PPD), cuyos diputados votaron casi unánimemente el proyecto del Gobierno.
La dimensión emocional de la crisis y sus posibles consecuencias electorales llevaron a que el presidente Boric, consciente de las imperfecciones de la ley Naín-Retamal, de las posibles vulneraciones a los derechos humanos que ésta puede inducir y de las opiniones incendiarias que el jefe de Estado y Apruebo Dignidad emitieron en contra de carabineros hace un puñado de años, cerrara los ojos y la promulgara sin dilaciones ni consulta al Frente Amplio y al Partido Comunista (los dos pilares del bloque Apruebo Dignidad).
Se trata de una crisis muy seria, ya que pone en evidencia las diferencias cada vez más profundas entre las dos coaliciones que apoyan al Gobierno (un fenómeno bi-coalicional que ya es una rareza en el presidencialismo chileno), así como un desplome casi cultural de la promesa de transformación de la política de izquierdas, una gran hostilidad popular hacia la opinión de expertos, organizaciones de derechos humanos y hasta de los organismos de la ONU. Pero sobre todo, lo que refleja esta crisis de seguridad es un avance de agendas en las que muchos chilenos se reconocen, mostrándose disponibles para transar, intuitivamente, libertad por seguridad.
Para las izquierdas, especialmente para la nueva izquierda del Frente Amplio y el Partido Comunista, es muy difícil lidiar con este sentido común que los franceses llaman sécuritaire: a un mes de elegir a consejeros constitucionales para redactar una nueva Constitución, la lucha por los derechos humanos arriesga un fuerte retroceso a cambio de garantías (al precio fuerte) por un sentimiento de seguridad hoy extraviado.
Como siempre, las ironías de la historia juegan un rol. Este año, se conmemoran 50 años del golpe de Estado del 11 de septiembre de 1973: de no mediar cambios sustantivos en la coyuntura del país, el riesgo de que choquen en el perímetro de esa fecha la memoria de la tragedia y la experiencia actual de la inseguridad es considerable. Sería una tragedia dentro de lo que fue nuestra última tragedia, para parafrasear el título del libro de Henry Rousso. Otra ironía es constatar cómo el Frente Amplio, al retirar el apoyo al presidente Boric en materias esenciales, se comporta del mismo modo en que se comportó el Partido Socialista con el presidente Allende (lo que a su vez explica la enorme lealtad socialista con el presidente Boric 50 años después, casi a modo de redención). Por cierto, nada de esto es deliberado: en un año conmemorativo, opera un inconsciente de la historia, pasando por encima de generaciones distintas.