El incierto futuro de la casa colonial del libertador de Chile que ha resistido 14 terremotos
El monumento histórico del siglo XVIII, donde vivió Bernardo O’Higgins, es una de las 10 construcciones más antiguas de Santiago de Chile. EL PAÍS recorre el inmueble cuyo coste de reparación asciende a 1,2 millones de dólares
La casona colonial de María del Rosario Puga y Vidaurre, amante del artífice de la independencia chilena, Bernardo O’Higgins, que vivió en el inmueble junto a la mujer, es una de las 10 edificaciones más antiguas de Santiago de Chile. Entre sus muros de adobe, levantados por el 1750, nació el hijo de ambos, Demetrio, en 1823. Ubicada en el centro de la capital, a cuatro calles del Palacio de La Moneda, se aprecia su impecable fachada ...
La casona colonial de María del Rosario Puga y Vidaurre, amante del artífice de la independencia chilena, Bernardo O’Higgins, que vivió en el inmueble junto a la mujer, es una de las 10 edificaciones más antiguas de Santiago de Chile. Entre sus muros de adobe, levantados por el 1750, nació el hijo de ambos, Demetrio, en 1823. Ubicada en el centro de la capital, a cuatro calles del Palacio de La Moneda, se aprecia su impecable fachada blanca gracias al reciente trabajo del Grupo Praedio, una empresa dedicada a la restauración patrimonial que también se hizo cargo de arreglar parte de la techumbre. Una vez que se traspasa el umbral de la puerta principal, sin embargo, la construcción de 800 metros cuadrados, que ha sobrevivido 14 terremotos, luce las paredes derruidas, los tablones de madera gastados y secuelas de derrumbes.
Reparar el monumento histórico, propiedad del Instituto de Caridad Hermandad de Dolores, tiene un coste de 1,2 millones de dólares. Lo que vale la casona en sí, no tiene precio, plantea el médico Rodrigo Alonso, presidente de la bicentenaria corporación sin fines de lucro, dedicada a la atención de enfermos: “Tiene una historia que no puede contar nadie”. Las crónicas relatan que personalidades políticas y de la sociedad de aquel tiempo se reunían en la casona, como el general José de San Martín. En aquella época, O’Higgins y las fuerzas patriotas dedicaban sus esfuerzos en combatir a los realistas y conseguir en 1818 proclamar la independencia de Chile. Santiago era una ciudad pequeña, de menos de 100.000 habitantes, donde la clase alta vivía en construcciones de adobe y los pobres en ranchos de ramas.
Cuatro sexagenarios circulan animosos la mañana de este jueves por los pasillos de la casona viendo escenas y objetos que solo viven en su memoria. Estudiaron la primaria en el recinto cuando era la Escuela Pública número 23. Se graduaron 50 años atrás, en 1973, el año del golpe de Estado de Pinochet contra Salvador Allende. “¡Ahí estaba la campana!”, grita una, señalando una esquina vacía. “Esta era la cocina. Me acuerdo de las enormes ollas con leche sobre los fogones”, dice otra, asomando la cabeza a una sala oscura cubierta de polvo. Las tabletas de las habitaciones rechinan con las pisadas y la poca luz que entra deja entrever agujeros en los techos o rayados en las paredes. Hay espacios, incluso, donde el derribo de las vigas impide el paso. En el tercer patio, el último, quedan los restos de los baños que alguna vez fueron usados por alumnos como los que hoy, ya adultos, recorren el lugar.
El evidente abandono de la casa es secundario frente a los recuerdos de una época feliz del grupo. “Escuchábamos la historia de Bernardo O’Higgins mientras estudiábamos en una casa donde residió… Nos sentíamos importantes”, afirma Ruth Jiménez, 62 años. Su excompañero de clase, Eduardo Cárdenas, de 63, quiere organizar un reencuentro de la generación en el recinto ubicado en la calle Santiago Domingo 624.
Jorge Domínguez, jefe de proyecto de restauración de Grupo Praedio, y María Jesús Guridi, directora ejecutiva de la empresa, los guían durante el recorrido y les advierten de las zonas de riegos. Comentan que durante las obras varios exalumnos pedían echar un vistazo, al igual que turistas y curiosos transeúntes. Durante tres décadas fue la escuela número 23, después pasó a otro colegio y luego a oficinas. El último arrendatario fue una escuela de teatro, al que los propietarios echaron en 2018 con la idea de rescatar la arquitectura patrimonial, seriamente afectada por falta de manutención.
La casona pertenece al Instituto de Caridad Hermandad de Dolores desde 1917. Alonso, presidente de la corporación, asegura que en el primer documento donde se da cuenta de la propiedad del inmueble aparece María del Rosario Puga y Vidaurre, donde vivió desde 1818 hasta su muerte, en 1858. Ella se la vendió a Manuel Tagle Gamboa, casado con Carlota Correa de Saa, quien se la dejó a dos de sus hijas, Sinforosa y Celinda. Ambas le cedieron la propiedad al instituto que había sido cofundado en 1815 por su tío abuelo, Carlos Correa de Saa.
Qué hacer ahora con ella es la pregunta del millón, afirma Alonso. “Hemos pensado en todo”, asegura, pero la idea madre es arreglar la casona y luego asociarse con una empresa para convertirla en un espacio de oficinas de corporaciones y fundaciones del corte de la que preside. En dos ocasiones han postulado este proyecto al Fondo del Patrimonio Cultural y no se lo han ganado. Descarta la idea de un museo porque cree que no habrá público interesado y los costes de manutención serían muy altos. “Necesitamos algo que nos aporte (dinero) al instituto, porque su principal objetivo es la atención de enfermos”, explica.
El Instituto de Caridad Hermandad de Dolores cuenta con seis consultorios en municipios vulnerables donde atienden gratuitamente a los pacientes. El dinero proviene de un patrimonio accionario e inmobiliario. Para arreglar la techumbre y la fachada se dejaron casi 250.000 dólares.
Los de Grupo Praedio creen que de las 10 casonas coloniales aún en pie en Santiago, donde vivió O’Higgins es la que se encuentra en peores condiciones. “Si uno empieza a revisar estas 10 casas, es poco lo original que queda en varias de ellas”, apunta Guridi, de profesión historiadora. No es el caso del inmueble de la calle Santo Domingo, donde calcula que un 90% de la edificación es del siglo XVIII. Las rejas de las ventanas, las baldosas hidráulicas y las molduras de madera talladas, plegadas a los aleros, son de la época del afrancesamiento. “Es un registro histórico. Esta arquitectura nos muestra la época colonial y vestigios del siglo XIX”, afirma.
Domínguez pone el ojo en el desafío que supone hoy en día restaurar esta casona, porque los materiales actuales no son compatibles con la edificación. Por ejemplo, en la década de los ochenta y noventa del siglo pasado se puso de moda tapar las murallas de adobe con una malla metálica que se cubrían con estuco. “Funciona muy bien, pero oculta un daño muy grave”, plantea. El adobe necesita traspasar al exterior la humedad que tiene internamente y viceversa. Con los estucos por ambas caras bloquean el traspaso y el material pierde su consistencia, un factor de alto riesgo en una zona sísmica como es el país sudamericano.
Los fallos que puede tener la casona son invisibles a los ojos de quienes estudiaron ahí. El grupo de exalumnos, ajenos a las preocupaciones de la restauración y desbordados de la emoción, envía fotografías al grupo de Whatsapp del curso de los distintos rincones de su antigua escuela primaria. “Queremos poner una placa. Hacerle un homenaje a este lugar”, afirma Eduardo Cárdenas. Lo que los antiguos compañeros quieren, en definitiva, es tratar el inmueble como lo que es, aunque no lo parezca: un monumento histórico.