Un fracaso narrativo
¿En qué medida la visión de una pareja que vive en la calle puede inspirar un cuento?
Me gusta caminar la ciudad, esta parte que se llama el Bajo, próxima al río, cercana tanto a la arbolada Plaza San Martín, la plaza de Borges, su barranca hacia la avenida del Libertador donde se encuentra la placa que homenajea, con la inscripción de sus nombres, a algunos de los soldados muertos en la Guerra de Malvinas, y, cruzándola Avenida del Libertador, la Torre de los Ingleses que reproduce el Big Ben frente a l...
Me gusta caminar la ciudad, esta parte que se llama el Bajo, próxima al río, cercana tanto a la arbolada Plaza San Martín, la plaza de Borges, su barranca hacia la avenida del Libertador donde se encuentra la placa que homenajea, con la inscripción de sus nombres, a algunos de los soldados muertos en la Guerra de Malvinas, y, cruzándola Avenida del Libertador, la Torre de los Ingleses que reproduce el Big Ben frente a la estación Retiro, las estaciones del ferrocarril y más allá, la de micros, un territorio transitado por una marginalia transhumante. Ahí nomás, el acceso a la 31, la villa miseria, un auténtico laberinto, la indigencia que se extiende día a día y bordea casi al aeropuerto Jorge Newbery. Están cerca además el puerto, las amarras de yachts al pie de los elegantes docks de Puerto Madero, restaurados en los 90. Restaurantes finos, terrazas, pisos de lujo. Detrás, el paseo de la Costanera Sur, la alameda del Boulevard de los Italianos y, lateral, la reserva ecológica, el terreno ganado al río, los puestos de choripanes. Volviendo, elevadísimos, los rascacielos de la City, el emplazamiento de oficinas modernas desde donde las finanzas controlan el destino del país y lo evisceran. De lunes a viernes en la zona hay un movimiento fuerte de gente apurada entre la que circulan, agazapados y alertas, los pungas que pueden manotearle una cartera al turista distraído o el celular a quien habla sin atender a su alrededor. Por las noches, aunque el movimiento se apaga, permanecen encendidos algunos restaurantes y unos bares de onda. Como toda zona próxima a dos terminales y un puerto, la diversidad en tránsito es tan vasta como atractiva. Me gusta observar estos seres que no advierten qué imagino a partir de ellos. En cada paso, en cada rostro, me digo, hay una historia que espera ser narrada. Caminar es una estrategia de la escritura.
Detrás del edificio en que vivo, en contrafrente, acá en el Bajo, está el pasaje Tres Sargentos, un pasaje en el que, cerca de la esquina de Reconquista, se encuentran un kiosco y tres bares de moda con una clientela after hour, moderna. Son casi todos empleados de los rascacielos de Catalinas donde están las oficinas de los monopolios. También hay en el pasaje otro bar, uno clásico, el Bar Baro, que en su época dorada reunía artistas visuales, escritores, intelectuales, una fauna progre en extinción. Si se retrocede hacia las otras esquinas del pasaje se encuentra un hotel alojamiento casi secreto al que entran los amantes clandestinos y las putas del barrio llevan sus clientes. En la vereda opuesta, un consejo de inversiones con una galería de arte en la planta baja. Entre ambos, entre el hotel y el consejo, se juntan por las noches bandas de pibas y pibes de la calle harapientos, drogados, borrachos, gritones, y se burlan unos de otros, se camorrean, cantan, bailan, aúllan, tropiezan y vuelven a chicanearse y mientras pasan las horas empiezan a tambalearse y la gresca se torna inminente, estallan los insultos, los golpes, un llanto imparable hasta que, tarde, en la madrugada, cuando la rosca termina, llega un auto patrulla, los uniformados sacuden algunos, cargan otros, y en la madrugada, ahora silenciosa, se oye apenas una música que decae. Cuando en las mañanas paso por el pasaje puede que la banda se haya disuelto, aunque siempre queda alguien tirado bajo una sábana roñosa. Sobre el empedrado, siempre, vidrios rotos y manchas de sangre.
Desde el gobierno mafioso del macrismo hasta este populismo tibio la miseria en las calles, en la intemperie, abrigada por cartones o lonas, no sólo aumentó. Se ha vuelto tan habitual que termina invisibilizada. Aquellos que quieren pasar de largo y evitarla a veces no pueden eludir pasarle cerca a los esperpentos sin que les pidan una moneda para comer, un cigarrillo. Sus voces, un fraseo lastimoso, gutural ininteligible. En el verano, en las noches de calor sofocante, los cuerpos se arraciman desnudos durmiendo entreverados en colchones mugrientos. Hay que ver esos cuerpos hediondos vencidos por la intemperie y el hambre, las miradas perdidas y las bocas desdentadas mendicantes. Cada tanto rueda una botella, una lata de cerveza.
La mañana del domingo 1 de mayo, fue un día soleado y frío. Al pasar por la entrada de un edificio, en el umbral de mármol, vi una pareja en “situación de calle”, eufemismo con el que se denomina, con culpa y vergüenza, a aquellos que perdieron todo, hasta la poca dignidad que podía quedarles, porque si de algo carece la miseria es dignidad. Eran una mujer joven, veintipico, no más, y un hombre un tanto mayor. Lo que llamó mi atención no fue el carrito de supermercado con sus pertenencias. Pero sí la bandera nacional, nueva, flamante, de una tela plástica y brillante, izada en un palo de escoba enclavado entre sus bártulos. La bandera flameaba en el viento de invierno. Al pasar junto a ellos escuché que la chica le decía a su compañero de desgracia: Si querés te vendo a mi hermanita. Mi viejo, que es ex combatiente, también la vendería.
Esa mañana, después de la pareja, me quedé pensando en qué medida esa visión disparaba un cuento. Los ingredientes no eran livianos. En el día de los trabajadores – y no del trabajo, como suele decirse – esos dos representaban una ironía cruel contra la fecha de celebración en un país que ha superado el 40 % de pobreza y con una línea de hambre que alarma. “1 de mayo” podía ser un buen título. Intenté varias veces darle a la escena forma de ficción. Tal vez, me reproché, debí haberme detenido a conversar con la pareja, averiguar cómo habían conseguido el carrito, qué cargaban en él, investigar sus pertenencias porque, probablemente, sus cosas dirían más de ellos que ellos con su lenguaje.Una estructura de sentimientos contradictorios y cuestionadores me interpelaba: cuál es el valor y el precio que se le asigna a una vida en la sociedad capitalista donde la posibilidad de un trabajo digno se ha extraviado. También importaba la bandera, me dije, la enseña patria, como se le dice en los discursos chauvinistas. Qué enseña la enseña y qué quiere decir patria. Un mes atrás los discursos nacionalistas recordaban la Guerra de Malvinas, el intento de recuperación de las islas en el Atlántico Sur y los soldados víctimas considerados héroes como si hubiera sido suya la decisión de la incursión bélica, táctica de distracción de una dictadura cívico militar eclesiástica acorralada por la economía y los reclamos sindicales y de las organizaciones de derechos humanos. Cómo esos dos parias, me pregunté, podían tener un sentimiento patrio y qué les significaba la bandera sujeta a un palo de escoba sobre el carrito de supermercado con sus pocas pertenencias. Por qué levantaban la bandera de esta tierra que los ultrajaba, una tierra en que vender a tu hermana puede responder a una lógica de la desesperación. Obvio, la piba había dicho que su padre había sido soldado, y ése detalle era una punta para tener en cuenta. Pensé en la teoría del iceberg, pero no me alcanzaba.
La escena interpelaba no sólo en mis preocupaciones de escritor de clase media. Ninguna novedad: desde hace rato, desde la crisis de los socialismos reales y la revolución de las comunicaciones, pareciera que las palabras que circulan en los medios y las redes ya no dicen lo que dicen. La puteada y el me gusta resumen la ideología de los usuarios. En este contexto, la búsqueda de la palabra justa flaubertiana se convirtió en una trampa cuando no una estratagema para que la escritura traicione el sentido que le concede quien escribe. Entonces me pregunto si no tiene razón Wittgenstein cuando propone que de aquello que no se puede hablar hay que callar. Pero cómo callar ante esa escena de los dos humillados y ofendidos que intento narrar. Si quiero escribir un cuento, hacer literatura con ellos, cómo hago para que esa literatura no sea sólo literatura y que describirla no sea un clishé del realismo que alguna vez se pensó como denunciante y totalizador. En su ensayo “El sitio de la mirada” el escritor Eduardo Grüner se interroga si el arte más radical de nuestro tiempo no será aquel que menos refleje la realidad y por esto mismo sea el más insobornablemente político. En esta dirección, se me ocurre, tal vez, antes que Chéjov, Kafka.
No logré escribir ese cuento, no lo logro, y creo que no lo lograré Dudo, vacilo. Me repito la propuesta de Beckett: “Fracasa de nuevo, fracasa mejor”. En eso estoy. Pruebo otra vez.
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