Los sicarios aterrorizan a choferes, comerciantes y artistas en Perú
Casi 70 conductores de autobús mueren asesinados desde enero por no pagar cuotas a las mafias
Ernesto tiene 43 años y trabaja más de 16 horas diarias como conductor de un bus en Lima. Siempre ha disfrutado su trabajo, tiene paciencia con los pasajeros y le gusta manejar. Ahora ya no. Sabe que cada jornada se expone a la muerte. ...
Ernesto tiene 43 años y trabaja más de 16 horas diarias como conductor de un bus en Lima. Siempre ha disfrutado su trabajo, tiene paciencia con los pasajeros y le gusta manejar. Ahora ya no. Sabe que cada jornada se expone a la muerte. Casi 70 choferes de transporte público han sido asesinados este año en Perú a manos de sicarios por no pagar extorsiones, según datos de la Policía.
“Antes te robaban, te quitaban el celular o la producción del día. Ahora es como una ruleta rusa: imagínate que yo salgo ahorita y me toca, me disparan y se acaba todo”, dice Ernesto, nombre ficticio. “La gente está atemorizada”, agrega. En el país, las extorsiones han aumentado entre 2018 y 2025 en más de 600%, según cifras oficiales. De enero a septiembre de este año, hay 20.705 registradas.
San Juan de Lurigancho es uno de los distritos más vulnerables. Pero a Ernesto no le queda otra que transitarlo, porque su ruta sale de ahí y recorre toda la zona. A veces quisiera trabajar menos, para exponerse menos; con tres o cuatro días a la semana le alcanzaría para cubrir los gastos de su familia. Sin embargo, hace un año compró el bus que maneja y ahora tiene que pagarlo. Sus hijos y su esposa le piden que no salga a trabajar.
Ernesto recuerda lo que su compañero le contó hace pocos días. “Subieron al bus a dejarle la nota, se subieron como pasajeros normales. Luego le apuntaron en la cabeza y lo amenazaron”. Se lo contó llorando, de impotencia, y hace ya varios días que su amigo no sale.
Los conductores son solo un eslabón de la cadena de extorsión que hay en el sector transporte. Son quienes reciben las amenazas y el balazo final de los sicarios; pero no siempre son ellos los extorsionados. Frecuentemente, a quienes están dirigidas las extorsiones es a los dueños de las empresas.
Julio César Raurau, delegado de la agrupación Transporte Unido del cono Este-San Juan de Lurigancho, explica que las extorsiones comenzaron 2024: “Dejaban las balas, la granada, pero no mataban a los conductores”. Y dice que todas las empresas de transporte deben trabajar bajo extorsión: “El que no tenga alguna experiencia así, sería un milagro”.
Los extorsionadores envían un mensaje al WhatsApp de la empresa pidiendo dinero. “Usan el arma, hablan vulgaridades para amedrentar y crean terror”, cuenta Raurau. Luego dan 24 horas para pagar: “Uno va contando las horas, piensas si será cierto o no”. Si los empresarios no contestan, entonces los delincuentes se suben al bus a amenazar al conductor para que su jefe pague. Si continúan sin hacer caso, disparan al conductor a los pocos días.
La única forma que han encontrado las empresas de transporte para resguardar la seguridad de sus conductores ha sido someterse ante la extorsión. “Llega un grupo, después llega otro y después otro. Uno tiene el temor de que maten a un conductor y cede”. Están poniendo el pecho por nosotros en un campo de batalla”, dice Raurau.
El transporte urbano en Perú depende de diversas empresas privadas y no está integrado. La mayoría del dinero se mueve en efectivo. Martín Ojeda, director de la Cámara Internacional de la Industria de Transporte, explica que eso lo hace especialmente vulnerable: “La liquidez está entre los propietarios y el extorsionador quiere apoderarse de esto”.
Raurau explica que en San Juan de Lurigancho los extorsionadores pueden pedir a una empresa un primer pago de hasta 50.000 soles (14.800 dólares) y luego 20.000 soles mensuales (5.900 dólares). En otros casos, donde el cobro es a los conductores, piden alrededor de 10 soles (tres dólares) diarios.
El Gobierno, hasta el momento, ha sido incapaz de detener la extorsión y el sicariato. Pese al estado de emergencia vigente, dos conductores han sido asesinados en la última semana. El gremio ha llamado a otro paro nacional este 4 de noviembre. Ricardo Valdés, director ejecutivo de la organización CHS Alternativo, quienes investigan el tema, explica que el Estado no tiene capacidad técnica por falta de inversión y capacitación.
Antes, al terminar la jornada, algunos conductores se sentaban a tomar unas cervezas en alguna bodega cercana. Ya no lo hacen, temen haber sido seguidos por los sicarios. Sin embargo, ahí el temor no es solo de los transportistas, los bodegueros también son víctimas. Desde 2021, un promedio de 2.000 bodegas al año han cerrado por la extorsión, indica Andrés Choy, presidente de la Asociación de Bodegueros del Perú.
Una encuesta de Ipsos y CHS Alternativo, menciona que la mitad de la población de Lima conoce al menos un negocio de su barrio que haya cerrado por la inseguridad y la extorsión. Los sectores más afectados son el C y D: “Sectores de emprendedores, de clase emergente, de estudiantes que han dejado la universidad y quieren montar un negocio. Se exponen a través de las redes sociales para poder comercializar y la información es captada por los extorsionadores”, explica Valdés.
Los bodegueros —cerca de 535.000 en el Perú— reciben extorsiones desde 2021. “Abrir la bodega todos los días es un martirio”, dice Choy. “Es un terror, pero no les queda otra porque si no venden, no comen”. En un inicio, los delincuentes pedían cerca de 20.000 soles. “Ni vendiendo todo su negocio eran capaces de pagarlo”, explica. Pero los mismos extorsionadores se dieron cuenta y decidieron replantear su mecanismo para ser más eficientes. Ahora piden montos muchos más pequeños diarios, semanales o mensuales.
“Ya no quieren arreglar su bodega, porque creen que el delincuente lo va a ver y les va a cobrar más caro”, dice Choy.
Artistas en la mira
Hace dos semanas, una de las orquestas de cumbia más famosas del país, Armonía10, cantó sobre el escenario con chalecos antibalas. Semanas atrás, otra orquesta famosa, Agua Marina, había sido víctima de un atentado en pleno concierto. Pero Armonía10 traía otro enorme peso encima: en marzo pasado, uno de sus cantantes, Paul Flores, fue asesinado mientras se trasladaba de un concierto a otro. “Yo nunca había escuchado el sonido de una bala”, cuenta Carlos, de 36 años, quien estuvo ahí: “Ahora ya lo sé”.
Los atentados a estas orquestas se suman a una lista de otros artistas asesinados en residencias privadas, en la vía pública o buses. Carlos, nombre ficticio, trabaja desde los 17 años en el mundo del entretenimiento. “Nos hemos acostumbrado a vivir con miedo”, dice, “trabajamos en una industria que intenta llevar alegría y para hacerlo tenemos que convivir con el riesgo”.
Tras la muerte de Paul, la orquesta implementó protocolos. “Los chalecos antibalas eran parte del requisito que los músicos y cantantes pedían para subirse al bus”, cuenta Carlos. “No los usábamos en el escenario porque nunca pensamos que era un riesgo. Hasta que pasó lo de Agua Marina”
Otras orquestas grandes también lo han hecho. La mayoría ha sido capacitada por expertos para saber cómo reaccionar, por ejemplo, ante una ráfaga de disparos. Sin embargo, para los grupos más pequeños o artistas independientes esto es casi imposible. Algunos, como Carlos, han dado un paso al costado, pero otros siguen con su trabajo porque son el sostén económico de sus familias.
Como ocurre en el transporte, los cantantes no siempre son las víctimas directas de la extorsión. A veces los delincuentes contactan a los músicos, pero con frecuencia las amenazas se dirigen a los promotores o dueños de los locales donde tocan. Ahora, cuando trabajan y negocian con los promotores ya no solo le preguntan por requerimientos técnicos: “Les preguntamos si ya pagó el cupo”, dice Carlos. Y agrega: “Si nosotros tocamos en un evento en donde el promotor no ha pagado, sabemos que el ataque va a ser contra nosotros”.
Los trabajadores, de cualquier gremio, se sienten desprotegidos. Tampoco creen en las denuncias ante la policía. “Lo que hacemos es encomendarnos a Dios y decir: que sea lo que tenga que ser”, dice Carlos. “Mi madre decía que cuando me iba a trabajar era como si fuese un militar que se estaba yendo a la guerra”.