El perfecto desconocido
Fujimori inventó la dictadura del siglo XXI. Se acabaron los cuartelazos, la nueva fórmula era civil y electoral: aprobar la reelección, controlar las decisiones judiciales y manejar los medios. Hoy en día, gobernantes tan diversos como Bukele, Maduro o Putin emplean estrategias similares
En 1990, durante la campaña electoral del Perú, algunos autobuses comenzaron a lucir pegatinas de un candidato nuevo, un completo desconocido de origen japonés sin experiencia política y sin más discurso que una vaga promesa: “Honradez, tecnología y trabajo”.
Por entonces, yo era un adolescente y miraba la publicidad del desconocido con lástima:
-Pobre ...
En 1990, durante la campaña electoral del Perú, algunos autobuses comenzaron a lucir pegatinas de un candidato nuevo, un completo desconocido de origen japonés sin experiencia política y sin más discurso que una vaga promesa: “Honradez, tecnología y trabajo”.
Por entonces, yo era un adolescente y miraba la publicidad del desconocido con lástima:
-Pobre Fujimori -pensaba-. No tiene la menor oportunidad.
El Perú tampoco parecía tenerla. La guerra entre el terrorismo marxista y el Estado había costado ya setenta mil muertos y desaparecidos. Los apagones, bombas y toques de queda se habían vuelto cotidianos. La inflación pasaba del 7000% anual. Mis padres cobraban sus sueldos en gruesos fajos de billetes que desaparecían en dos compras del mercado. Y eso, cuando había productos.
Ya nadie creía en el sistema político. Ni en unos ni en otros. En esas elecciones, participó el peruano más ilustre del mundo, el escritor Mario Vargas Llosa… Pero ganó Fujimori.
O quizá habría que decir que perdieron todos los demás. Los votantes prefirieron al completo desconocido antes que a cualquiera de los conocidos.
A falta de partido, ideología o experiencia de gobierno, Fujimori asumió el programa de la derecha: privatización, reducción del Estado y mano dura. Para la gestión política, encargó la jefatura de Inteligencia a un abogado de narcotraficantes: Vladimiro Montesinos.
Y al principio, funcionó.
En el primer año, se estabilizó la economía. La inflación se contuvo. Los acusados de terrorismo fueron procesados por jueces militares sin rostro, que no tenían miedo -más bien muchas ganas- de emitir condenas, justas o no. Con esas medidas, el nuevo presidente se volvió inmensamente popular. En abril de 1992, disolvió el poder legislativo y el judicial con un apoyo bastante sólido de la población. Casi como premio, cinco meses después, la policía capturó al líder terrorista Abimael Guzmán. Y su organización, Sendero Luminoso, se desmoronó.
En alas de ese éxito fulgurante, Fujimori inventó la dictadura del siglo XXI. Se acabaron los cuartelazos y gobiernos militares. La nueva fórmula era civil y electoral: reformar la Constitución para aprobar la reelección, controlar las decisiones judiciales y manejar los medios de comunicación. Hoy en día, gobernantes tan diversos como Bukele, Maduro o Putin emplean estrategias similares.
En diez años, sin embargo, el régimen de Fujimori ya se caía de podrido: la economía entró en recesión. La segunda reelección requirió un fraude evidente. Estados Unidos descubrió que el asesor Montesinos vendía armas a la guerrilla colombiana. Y se filtró a la prensa un vídeo en el que Montesinos sobornaba con quince mil dólares a un congresista opositor.
Fujimori comprendió que no podría resistir. Anunció un viaje de Estado a Japón. Y desde ahí, mandó su renuncia a la presidencia. Por fax.
Podría haber acabado así la aventura política más delirante de nuestra historia republicana: de ingeniero anónimo a presidente, de ahí a ídolo de masas, después a dictador y finalmente a prófugo. Una historia que en una novela sería inverosímil, pero que fue real y determinó el destino de un país.
Sin embargo, Fujimori quería más. Quizá sobreestimaba su popularidad. Quizá necesitaba dinero. En todo caso, midió mal los riesgos. En 2005, viajó a Chile para influir desde ahí en una nueva campaña electoral peruana. En ese país, fue arrestado y extraditado para ser juzgado por corrupción y crímenes de lesa humanidad.
Su condena a 25 años de prisión fue el emblema de una sociedad que creía en los derechos humanos, la memoria histórica y la separación de poderes. El Perú aspiraba a construir una democracia seria, con instituciones en vez de caudillos, y enviaba a Fujimori al basurero de la historia.
Y sin embargo, ese país no duraría mucho más que el del propio Fujimori. En la última década, conforme el Perú fue cayendo en un abismo de inseguridad criminal, ausencia de servicios públicos y corrupción, el antes acabado ex presidente recuperó su aura. Comenzó a entrar y salir de la cárcel, empujado por la presión política. El debate sobre él ha ocupado muchos miles de páginas más que la discusión para reducir la anemia -que afecta ya casi a la mitad de los niños- o el dengue.
Sus defensores sostienen que todos los presidentes han sido procesados por corrupción, pero Fujimori al menos resolvió problemas reales. En cambio, después de veinte años de perfecta democracia, cuando llegó una pandemia, no había hospitales. No había ni siquiera oxígeno. “El Perú no es Suecia”, me dijo uno, “no seamos ilusos. Sólo alguien como Fujimori -y con sus métodos- puede salvar al país del chavismo o el desastre”.
Es un argumento triste, basado en la resignación. Pero se extiende a la par que el desencanto.
Hace dos meses, en su último acto político, un Fujimori moribundo, postrado en una silla de ruedas con una máquina de oxígeno, aceptó ser candidato a presidente en las elecciones de 2026.
Es el mejor retrato del fracaso de una democracia.