La vaina está buena en Venezuela
Una elección competitiva el 28 de julio es el primer paso para ponerle punto final el trancón catastrófico que ha caracterizado a la disfuncional política venezolana en la última década. Pero, más que eso, sería la piedra fundacional de un nuevo contrato social
Cuando se escucha la palabra Venezuela en estos días el comentario general se resume más o menos así: “La vaina se está poniendo interesante”. La vaina es la situación política y lo interesante son los giros que ha ido dando luego de un largo periodo de estancamiento.
Sin ir más lejos, la semana pasada, cuando todos daban por hecho que el gobierno había logrado dividir a la oposición, la Plataforma Unitaria, María Corina Machado y ...
Cuando se escucha la palabra Venezuela en estos días el comentario general se resume más o menos así: “La vaina se está poniendo interesante”. La vaina es la situación política y lo interesante son los giros que ha ido dando luego de un largo periodo de estancamiento.
Sin ir más lejos, la semana pasada, cuando todos daban por hecho que el gobierno había logrado dividir a la oposición, la Plataforma Unitaria, María Corina Machado y Manuel Rosales, los factores opositores más importantes, lograron ponerse de acuerdo en torno a la candidatura de Edmundo González Urrutia, un diplomático discreto y poco conocido, pero con una hoja de vida profesional intachable. Más recientemente aún, el 23 de abril, hubo otra sorpresa cuando el Consejo Nacional Electoral decidió destrabar el retiro de la candidatura de Rosales para endosar con la tarjeta de su partido, Un Nuevo Tiempo (UNT), la opción de González Urrutia, lo cual viralizó el slogan instantáneo: “Todo el mundo con Edmundo”.
Moviéndonos al bando opuesto, el Gobierno chavista también ha dado giros imprevisibles. Uno, no menor, ha sido el compromiso del autócrata Nicolás Maduro, tras reunirse con el Fiscal de la Corte Penal Internacional, Karim Khan, de abrir la puerta al regreso de los oficiales del Alto Comisionado de Derechos Humanos de la ONU. ¿Será que Maduro ha comenzado a pasearse por la idea de una vida después del poder, un mañana poschavista en que deba responder por sus atrocidades? (Si fuera así, tendría todo el sentido del mundo tratar de atenuarlas lo más posible desde ahora).
A esto hay que sumar dos giros más que refuerzan la idea de un cambio en Venezuela: el espaldarazo del presidente brasileño Lula da Silva a la candidatura unitaria de la oposición, a la que calificó de extraordinaria: “Habrá elecciones”, señaló Lula. Para explicar el significado de su afirmación, agregó: “Es decir, el que ganó toma el poder y gobierna, y el que perdió se prepara para otras elecciones como yo me preparé después de tres derrotas en Brasil”. El otro hito fundamental es la propuesta del presidente colombiano, Gustavo Petro, de realizar, junto con las elecciones presidenciales venezolanas, un plebiscito para ofrecer garantías de sobrevivencia política al perdedor. En otras palabras, ¿dan Lula y Petro, ambos cercanos al chavismo y Maduro, ya por sentado que el 28 de julio habrá elecciones presidenciales competitivas en Venezuela?
Desde la retaguardia, Estados Unidos, cuestionado por sus negociaciones meramente transaccionales con Maduro, ha decidido seguir jugando el viejo juego del garrote y la zanahoria. El jefe de la misión estadounidense en Venezuela, Francisco Palmieri, aseguró desde Bogotá que las sanciones de su país sobre el gobierno venezolano no son definitivas y que su alivio depende de un progreso real hacia la democracia.
De modo que la vaina está interesante, porque la correlación de eventos entre los campos del gobierno y la oposición y el contexto regional y hemisférico, sugiere mucho más de lo que cada hecho dice por sí mismo. Tanto amigos como adversarios se han alineado para presionar. Y, aunque se sabe que no se puede confiar en el chavismo y que es mejor no ser ingenuo o hacerse ilusiones, esta es una situación inédita y quien la gestione mejor será el que más gane.
Hay cierta inevitabilidad en lo que está pasando. Con la popularidad por los sótanos, Maduro necesita cambiar algo para que todo siga igual y mantener el poder. O, al menos, no perderlo todo si no es reelecto. En la acera contraria, a la oposición le urge validar su compromiso democrático con los millones de venezolanos que la han seguido apoyando contra viento y marea después del colapso del gobierno interino de Juan Guaidó. Ambos bandos están tomando riesgos notables, aunque sería tonto pensar que son equivalentes. Pero hay que decirlo: desde 2015, cuando la oposición conquistó la Asamblea Nacional, no había una contexto favorable a un triunfo opositor como el que hay ahora.
La pregunta esencial es si todo esto apunta en la dirección de un verdadero cambio, si se ha llegado al famoso punto de inflexión, y si tiene sentido empezar a pensar en cómo sería una transición en Venezuela –y a discutirlo públicamente.
Pese a su vaguedad, la propuesta de Petro es esencial para ello. Una experta en relaciones Colombia-Venezuela piensa que la idea es una “pelota sin relleno”, pero que Petro la ha puesto a rodar para preparar el terreno hacia una transición y porque por primera vez en 25 años de gobierno chavista se ha puesto sobre la mesa la posibilidad de soltar el poder. Por supuesto que soltar el poder no es una idea unánime entre el alto chavismo donde existen opiniones divergentes. Pero sería el propio Maduro quien le estaría dando vueltas.
¿De qué hablamos cuando hablamos de transición? El significado de transición es: “Acción y efecto de pasar de un modo de ser o estar a otro distinto”, según el Diccionario de la lengua española. Llevado al tumultuoso caso venezolano, transición puede significar cualquier cosa, pero solo hay dos respuestas apropiadas. El cambio puede tener un signo negativo: hacia un régimen más represivo y brutal, el cual elimine de una vez la ambigüedad estratégica que ha mantenido el chavismo en torno a la competencia política: una concentración monolítica y represiva del poder, la tiranía. Es la llamada vía Nicaragua. O tener un signo positivo: se trata de un proceso para dejar de ser una dictadura y avanzar hacia la democracia conjurando la primera posibilidad. En ese proceso, la elección no sería un punto de llegada sino de partida hacia la transición.
La vía Nicaragua puede ser tentadora para algunos, pero dispararía una nueva oleada migratoria que nadie en el hemisferio quiere y resultaría en una desligitimación interna y externa del chavismo mucho más profunda que la que ya sufre. Cabe especular que solo una ínfima minoría en el gobierno, radical pero poderosa, se lanzaría a ese abismo. Es por eso que una transición democrática acompañada de garantías políticas, pese a entrañar serios riesgos para algunos chavistas, tiene la atractiva ventaja de generar una banda ancha de puntos negociables, y, al final, ofrece la probabilidad más tangible de sacar a Venezuela del foso humano, institucional y económico en que se encuentra. Devolverla a la normalidad, como quiere Lula. El momento es ahora.
La oposición debería dirigir todo su esfuerzo a esta segunda opción. De hecho, su principal desafío es organizarse para ganar la elección y formular una agenda del cambio realista, teniendo en cuenta que al día siguiente muchos dinosaurios seguirán allí.
Sin embargo, encaminar una transición pacífica de la dictadura a la democracia en un país destrozado como Venezuela es mucho más fácil de decir que de hacer. Tras años de violencia, abuso y humillación, es natural que la mayoría de los venezolanos tenga enormes expectativas de un cambio. Este cambio implica sueños de prosperidad y reencuentro, de justicia y venganza.
Los líderes principales de la oposición necesitan empezar a explicarle al país cómo sería la transición, en tres particulares: el acuerdo de coexistencia con el chavismo, la justicia transicional y la reinstitucionalización. Esto último es crítico, porque, como dijo el politólogo Michael Penfold en una entrevista radial, una elección que no genere garantías de reinstitucionalización de la sociedad –una reforma integral que va desde el congreso y la justicia a todo el aparato del Estado y las reglas económicas–, sería tremendamente frágil.
La oposición debe atreverse a todo esto sin confiar ni ser ingenua, pero entendiendo que el juego no va a parar y que de no establecer los términos ella misma, será el gobierno quien lo haga.
No existen decisiones fáciles para lograr esta transición ni leyes escritas en piedra sobre cómo desarrollarla. Sin embargo, hay algo claro: pese a los abusos, la represión y las groseras asimetrías que impone el gobierno, hacer una elección competitiva el 28 de julio es el primer paso para ponerle punto final al trancón catastrófico que ha caracterizado a la disfuncional política venezolana en la última década. Pero, más que eso, sería la piedra fundacional de un nuevo contrato social en Venezuela, uno que le dé forma y contenido y nuevos bríos a las esperanzas de transformación democrática y pacífica por la que siguen apostando millones de venezolanos.
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