Basta un justo para salvar el mundo del abismo
Escribo estas líneas, las más difíciles de mi carrera como periodista, mientras mi esposa brasileña está con su cuerpo destrozado por el ataque de tres perros feroces
Abro el ordenador para escribir el artículo más difícil de mi medio siglo de periodismo. Lo escribo mientras mi esposa brasileña, Roseana Murray, que ha dedicado toda su vida con sus publicaciones y sus encuentros con las escuelas públicas de las periferias pobres de Brasil a los problemas de la educación, está entre la vida y la muerte con su cuerpo destrozado en plena calle por tres perros feroces.
No iba a escribir hoy. Creí que no po...
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Abro el ordenador para escribir el artículo más difícil de mi medio siglo de periodismo. Lo escribo mientras mi esposa brasileña, Roseana Murray, que ha dedicado toda su vida con sus publicaciones y sus encuentros con las escuelas públicas de las periferias pobres de Brasil a los problemas de la educación, está entre la vida y la muerte con su cuerpo destrozado en plena calle por tres perros feroces.
No iba a escribir hoy. Creí que no podría. Pero pensando en su entrega a los demás hasta cuando se arrastraba enferma hasta las escuelas, he decidido hacerlo. Sé que hago un pecado periodístico, pero el haber pasado el Rubicón de los 90 años me libera de todos los esquemas.
En este momento recuerdo que semanas atrás, ante la avalancha de noticias dramáticas de violencia que inundan las redes y medios de comunicación mundiales escribí aquí una columna preguntándome si es que en el mundo en el que resuenan ya las campanas lúgubres de nuevos miedos a una nueva posible guerra mundial, no existe alguna noticia positiva que rescate nuestra esperanza. La columna fue traducida y publicada también aquí en Brasil, símbolo de la sed de una bocanada de oxígeno de esperanza que el mundo está necesitando.
El dolor y el miedo que en este momento me inunda ante la posible pérdida de mi mujer está siendo aliviado por una inesperada ola de solidaridad hasta de personas que no conozco. Me abrazan y lloran conmigo. Me ofrecen toda su ayuda. Entre esa ola de solidaridad, me conforta y emociona de un modo particular la de mis compañeros del periódico, muchos que ni conozco personalmente. Con otros hacía más de 30 años que no nos comunicábamos. Mi experiencia y mi edad me hacen discernir entre la solidaridad falsa y la verdadera. La de ellos está siendo auténtica.
¿Por qué me está hasta chocando esa ola de cariño de mis compañeros? Porque estoy cansado de oír y leer que en los campos de trabajo suele crecer la hierba de la envidia y hasta las traiciones sin espacio para la amistad y los sentimientos. Que son campos áridos de solidaridad. Hoy puedo desmentirlo sin mentir.
Mientras escribo me viene a la memoria la historia bíblica, de antigua sabiduría, donde se dice que basta un justo para salvar el mundo del caos. Lo fue Noé en los tiempos de destrucción del diluvio. Y hoy estoy convencido de que el mundo, con sus traumas y sus crueldades, que hacen parte de su existencia, seguirá en pie, se salvará porque en él no sólo existe un justo. Son legiones. La mayor parte anónimos, los más abandonados a su destino, que con su fuerza interior y su entereza, sostienen las columnas que ningún nuevo Sansón será capaz de derribar.
He sido siempre un enamorado y estudioso de las palabras que fueron las que crearon el universo. Sé que existen las crueles, las de muerte, pero también las salvadoras, escudo contra la iniquidad. Entre ellas resaltan la de la amistad y el perdón, las más sagradas del diccionario porque entrañan el misterio de lo sublime e imperecedero. La amistad es la palabra más divinizada en toda la literatura desde el inicio del mundo. Es el amor más puro porque todo lo da y nada exige. Como se lee en un poema: “Cuando las cenizas del sentimiento y las hojas marchitas visten de luto al sol, de las manos del amigo, nacen flores. Los amigos son alas de mariposa donde posar los pies cansados del desamor”.
En este momento, me siento acosado por los abrazos de tantas personas, muchas anónimas, sobre todo de los brasileños que encarnan un fuerte sentimiento religioso y que me ofrecen oraciones. Ellos me recuerdan la fuerza de Dios. No sé en estos momentos si soy creyente o no, si es verdad que la fe religiosa salva o aliena. Sí creo en la fe en Dios de los desvalidos que sin ella sucumbirían a sus tragedias. Es esa fe la que sostiene las convulsiones del mundo. Es el dios del poeta: “Esbozo de misterio en las telas grises de la espera”.
Sé que no es fácil creer en algún dios cuando inundan nuestros ojos las imágenes de las madres de Gaza impotentes con sus hijos muertos en sus brazos por falta de comida. Quizás no exista infierno peor en el mundo.
¡Gracias, amigos, conocidos y desconocidos! Sí, en este mundo a veces cruel y a veces rayando lo divino, existen no sólo los huracanes del miedo, del desamor y de la indiferencia a las lágrimas y pesares ajenos. Existe también la lluvia mansa y fecunda de la esperanza que se alimenta de silencio y anonimato. Del amor gratuito.
Un profesor de teología de mi juventud, en Roma, el sabio y santo Garrigou Lagrange, me confiaba que para él, que estaba ya más cerca del más allá que en esta tierra, que de las tres grandes virtudes cristianas de la fe, la esperanza y la caridad, la que más le costó cultivar en su larga vida fue la de la esperanza.
Hoy querría decirle, desde mi nueva experiencia existencial, que la esperanza no sólo sigue viva. Es la que sostiene, y seguirá haciéndolo, los fundamentos del mundo. ¿Ingenuo? Quizás, pero sin esa esperanza y en este momento cruel, no hubiese podido escribir esta página.
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