Bolsonaro como síntoma
El expresidente brasileño ha perdido fuelle político tras el golpe de Estado que urdió en 2023, pero sus redes y su audiencia siguen activas con Milei en Argentina o Bukele en el Salvador
Un año después de los Sucesos de Brasilia, Jair Bolsonaro vuelve al ojo del huracán: la Justicia brasileña le observa y él moviliza a sus huestes. En 2022 perdió la elección por un estrecho margen y, aunque todo apunta a que desde el día del asalto de las instituciones que protagonizaron sus seguidores, el expresidente ha pe...
Un año después de los Sucesos de Brasilia, Jair Bolsonaro vuelve al ojo del huracán: la Justicia brasileña le observa y él moviliza a sus huestes. En 2022 perdió la elección por un estrecho margen y, aunque todo apunta a que desde el día del asalto de las instituciones que protagonizaron sus seguidores, el expresidente ha perdido fuelle político, pero todavía conserva redes y facultades. Sus alegatos antiestablishment siguen teniendo audiencia: como los de Javier Milei en Argentina o los de Nayib Bukele en El Salvador.
Los proyectos de la extrema derecha populista tienen viabilidad en la América Latina contemporánea porque existen grupos sociales que le confieren credibilidad a sus relatos, otrora minoritarios y políticamente incorrectos. En paralelo, Bolsonaro, como Milei o Bukele, ganaron elecciones porque trenzaron alianzas pragmáticas y pescaron en electorados maltrechos. Hay una lectura inconsistente de sus victorias que sobrevalora el protagonismo de estos personajes aprovechando los resquicios del sistema y las oportunidades que brindan las redes sociales.
Sin embargo, cuando los resquicios del sistema son analizados, aunque aparecen problemas -marcos institucionales rígidos, regulaciones internáuticas insuficientes o sistemas electorales imperfectos- que relativizan el carisma como clave explicativa, también se vislumbran un conjunto de pequeñas degradaciones que, tras la pandemia, se han exacerbado. Hablamos de crecimientos económicos que no drenan, servicios públicos precarios, crispaciones políticas artificiales, modelos disfuncionales de comunicación y de corruptelas que no cesan.
Todos esos elementos demuestran que la calidad de la democracia se desvanece en la región mientras esos personajes crecen. De hecho, las extremas derechas en América Latina no surgen en el vacío: aparecen en el marco de crisis de legitimidad rampantes. Los liderazgos carismáticos se limitan a politizar, en negativo, la frustración y el nihilismo reinantes. Resuelven, supuestamente, ansiedades colectivas. Situaciones así no debieran confrontarse, únicamente, a partir de regulaciones y lamentos: el malestar tiene base y en muchos países está latente.
América Latina es una de las regiones con mayor desigualdad del planeta (ocho de sus países están entre los que tienen un peor Coeficiente de Gini) y el desaliento que la inequidad alimenta está en la matriz del runrún. Los grandes detonadores políticos de los vuelcos electorales se relacionan, sin embargo, con dos expresiones de la inseguridad que, a nivel popular, hacen tangible la desigualdad: la pública (dos tercios de las ciudades más peligrosas del mundo están en América Latina) y la financiera (la inflación de Venezuela y Argentina rondó, en 2023, el 200%).
Ambos flagelos son padecidos por ciudadanos que viven, con auténtica angustia, eventos violentos como los que tuvieron lugar en Ecuador el pasado mes de enero. Otro tanto podría decirse de la pesadilla cotidiana que supone la inflación en países endeudados que, además, padecen dualidades monetarias sangrantes, con ganadores y perdedores clarísimos. El sufrimiento, la desesperación y el resentimiento que derivas así propician terminan conectando con los lamentos, maniqueos y conspirativos, que caracterizan a los argumentarios de extrema derecha.
Llama la atención, con todo, que cuando la mayoría de estos personajes tocan poder tienden a imponer, unilateralmente, las mismas agendas de contención del gasto público, eliminación de subsidios y venta de activos estatales sanos que, durante décadas, condujeron a estancamientos económicos, a déficits fiscales estructurales, endeudamientos asfixiantes, incrementos desbocados del coste de la vida, servicios públicos deficientes y, como colofón, a una agitación de la vida pública que, lejos de calmarse, tiende a profundizarse a través de las redes sociales.
Lo peor es el coste humano que medidas como las descritas, aplicadas abruptamente a sociedades vapuleadas, acaban teniendo en los grupos más vulnerables. Llama la atención que cuando, por ejemplo, antes de la última elección presidencial brasileña, se le preguntó a las madres de las favelas por lo que más temían, más de dos tercios respondieron que a sus hijos les alcanzara una bala perdida. Es el resultado más gráfico de gestiones que realmente no se caracterizan por grandes resultados ni siquiera en los ámbitos en los que se consideran fuertes.
El problema, además, es que no solo las personas padecen estas situaciones. Las agendas de la extrema derecha también afectan a los intereses nacionales de países con Estados debilitados y abundancia de materias primas estratégicas cuya demanda global crece exponencialmente. Con la extrema derecha populista, el círculo vicioso de la inserción dependiente de los países latinoamericanos a los mercados globales, lejos de resolverse, se agrava. ¿No cabría cuestionar el rupturismo promovido por los partidarios de que todo cambie para que nada se transforme?
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