Opinión

Bukele reelecto: la victoria de la violencia

Un estado de excepción indefinido, que vulnera derechos fundamentales de algunos a cambio de una tranquilidad relativa y temporal para el resto de la población, es otra forma más de violencia para El Salvador

Nayib Bukele ofrecía una conferencia de prensa el domingo en el hotel Sheraton en San Salvador.Gladys Serrano

La reelección de Nayib Bukele en El Salvador no es ninguna sorpresa. Su popularidad y aprobación entre la ciudadanía, por encima del 70%, el amañamiento de la Constitución y la irrelevancia de la oposición, auguraban un resultado inevitable. Bukele se volvió extremadamente popular por su aparente eficacia para solucionar, en tiempo récord,...

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La reelección de Nayib Bukele en El Salvador no es ninguna sorpresa. Su popularidad y aprobación entre la ciudadanía, por encima del 70%, el amañamiento de la Constitución y la irrelevancia de la oposición, auguraban un resultado inevitable. Bukele se volvió extremadamente popular por su aparente eficacia para solucionar, en tiempo récord, la violencia de las pandillas en El Salvador.

¿Es sostenible lo que Bukele pregona? ¿Realmente es un fenómeno fascinante que vale lo que le está costando a la sociedad salvadoreña?

Bukele es resultado de 30 años de posguerra y democracia en los que la mayoría de la población, en El Salvador, presenció un empeoramiento de las desigualdades sociales, el aumento de la migración/expulsión de los sectores más vulnerables, las promesas incumplidas de derecha e izquierda y, por supuesto, la expansión y fortalecimiento incontrolable de la violencia de las pandillas en todo el país. El Salvador llegó a ser reconocido como uno de los países más peligrosos del mundo. En 2015, la tasa de homicidios llegó a 106 por cada 100.000 habitantes.

En marzo de 2022, después de romper el pacto que tenía con estos grupos criminales, Bukele estableció un estado de excepción que le dio el poder de perseguir y encarcelar a cualquier persona sospechosa de ser parte de las pandillas. Casi el 1% de la población llegó a estar privada de libertad sin garantías procesales ni de respeto a sus derechos humanos.

A casi tres décadas de la firma de los acuerdos de paz, cuando Bukele llegó con su “fórmula mágica” para acabar con las pandillas, la palabra democracia significaba poco o nada para la mayoría. En ese vacío, las formas autoritarias y represivas tuvieron un impacto concreto y tangible en la vida de una gran parte de las y los salvadoreños: la reducción de la violencia y el aumento en la calidad de vida cotidiana de muchas personas. El Salvador cerró el 2023 con una tasa de homicidios de 2,4 por cada 100.000 habitantes. Eso es mucho más que lo que recibieron en los últimos treinta años y, frente a eso, para esa mayoría, los costos que está pagando la democracia no parecen muy altos.

Sin embargo, el fenómeno de las violencias en El Salvador tiene sus raíces en desigualdades sociales históricas que difícilmente se pueden solucionar con mera represión. Reprimir un problema es solo eso, reprimirlo, no significa solucionarlo. Si las causas de ese problema siguen ahí, tarde o temprano volverán a explotar, quizá con nuevas formas, maneras, nombres, pero regresarán para recordarnos que nunca se fueron.

Más allá de las controversias, es crucial recordar que la estrategia del presidente de El Salvador sigue teniendo, ante todo, un alto costo humano. Bukele ha logrado lo que ha logrado solo, y solo, porque él y su Gobierno violan los derechos humanos de miles de hombres y mujeres, sobre todo los de aquellos en condiciones de mayor vulnerabilidad. Porque las acciones del presidente no están dirigidas ni a las élites ni a las clases medias, sino que tienen un claro corte de clase y están focalizadas en personas empobrecidas. Esas que por treinta años fueron las principales víctimas de las pandillas, ahora son los cuerpos marcados por la represión del Gobierno. Y no son solo los cuerpos de quienes están privados y privadas de libertad. Estos dos años de estado de excepción se han ensañado también con la niñez, la juventud, con las mujeres y con voces disidentes de esos sectores. Decenas de niños, niñas y adolescentes quedaron desamparados cuando el estado se llevó a sus padres y madres. Desde entonces, las abuelas, tías, hermanas tuvieron que asumir el sostén económico, los cuidados físicos y las repercusiones psicológicas de todos ellos. La recarga laboral, económica y de cuidados se ha recrudecido sobre los hombros de las mujeres. En este contexto, el estado de excepción también se ha convertido en una herramienta para perseguir a defensores de derechos humanos y del medioambiente. Bajo la excusa que cualquiera puede ser sospechoso de ser pandillero, varios líderes y lideresas rurales y sus familiares han sido intimidados o detenidos.

Un estado de excepción indefinido, que vulnera derechos fundamentales de algunos a cambio de una tranquilidad relativa y temporal para el resto de la población, es otra forma más de violencia para El Salvador. Una violencia que está demostrando ser ineficaz para conseguir una verdadera estabilidad social, y que debe ser entendida como una prueba de la incapacidad del presidente para ofrecer soluciones reales y duraderas que no pasen por la violación sistemática de derechos humanos de los ciudadanos y ciudadanas del país que gobierna.

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