El asesino de mi padre hace lo que quiere en prisión
La hija de una de las personas asesinadas por el exgobernador Kiko Gómez, quien es colaboradora de este diario, relata en primera persona cómo ese reconocido político de la costa caribe, que mató a su padre y acudió al funeral, aún mueve hilos desde la cárcel
Hay imágenes que no me puedo arrancar de la cabeza: el asesino con sus ojos como puñales clavados en el cadáver, el asesino cargando el ataúd como si fuera un trofeo, el asesino leyendo un discurso infame en homenaje a él; el asesino, sin ningún remordimiento, entre el río de gente que llora a mi padre. Yo tenía diez años cuando lo mataron y crecí como una hija más de la violencia, la impunidad y el olvido. Tras 20 años de evadir la justicia, el homicida fue condenado. Esta semana ha logrado que lo trasladen a una prisión de menor seguridad, en una región donde mayor es su influencia y más víc...
Hay imágenes que no me puedo arrancar de la cabeza: el asesino con sus ojos como puñales clavados en el cadáver, el asesino cargando el ataúd como si fuera un trofeo, el asesino leyendo un discurso infame en homenaje a él; el asesino, sin ningún remordimiento, entre el río de gente que llora a mi padre. Yo tenía diez años cuando lo mataron y crecí como una hija más de la violencia, la impunidad y el olvido. Tras 20 años de evadir la justicia, el homicida fue condenado. Esta semana ha logrado que lo trasladen a una prisión de menor seguridad, en una región donde mayor es su influencia y más víctimas ha dejado.
En el norte de Colombia solo pronunciar su nombre aún causa terror: Juan Francisco Gómez Cerchar, alias Kiko. He visto cómo bajan el tono de voz para referirse a él o lo hacen con eufemismos, como si desde la cárcel pudiese escuchar. La lista de homicidios a los que lo vinculan asciende a más de 100; la justicia lo ha condenado por seis. Amo y señor de La Guajira, fue alcalde dos veces y gobernador del departamento. En 1997, mi padre, Luis López Peralta, era concejal de Barrancas y lo denunciaba por corrupción. El alcalde Gómez contrató dos sicarios para matarlo. Le dispararon. Llegó herido al hospital. No lo atendieron. Había una ambulancia, pero decidieron trasladarlo a la ciudad más cercana en un carro del propio asesino. Mi padre murió desangrado tres horas después.
Pronto se supo quién había sido. Provocaba estupor pensar que el asesino hubiera estado en el funeral, pero esa era su costumbre. Kiko Gómez mandaba asesinar a sus oponentes o a quien se atreviera a hablar contra él, y después iba a dar el pésame a los deudos. Si era gente pobre, regalaba los ataúdes y el café. Fiscales y jueces estaban a su servicio. Nadie lo investigaba. El expediente por el homicidio de mi padre fue archivado unos meses después. Gómez era temido en la región y homenajeado por entidades públicas y privadas. El mismo año que asesinó a mi papá, el Congreso de Colombia le dio una condecoración que tuvieron que retirarle por petición mía.
Cuando regresaba al pueblo de mi padre, las calles me parecían tristes —el hotel donde lo mataron, el sardinel donde estuvieron sentados los sicarios esperándolo, la iglesia, el cementerio, la casa de mi abuela—, pero era yo la que estaba triste, sumida en un duelo permanente, atroz, que no había podido hacer. Sabía quién lo había mandado asesinar, pero quería saber por qué. Me decían: “Quédate callada”, “no preguntes”, “déjale todo a Dios”. La devastación iba creciendo en mí.
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Una mujer de 27 años está sentada en una banca de madera. En el banquillo, diagonal a ella, el asesino de su padre sonríe socarronamente porque ha logrado, a través de sobornos, que un testigo, familiar de la víctima, declare a su favor. Ríe porque cree que ha ganado. La mujer, libreta en mano, anota cada gesto como si intuyera que después escribiría la escena. Respira hondo y se guarda las lágrimas para cuando llegue a la casa. Afuera, aparente calma; adentro, una tempestad. Una mujer temerosa, aprensiva, débil: así me recuerdo hace pocos años.
Sentarse ahí no era fácil. Me fui de frente, sola, acompañada del abogado Carlos Toro. Mi familia no quería que colaborara con la investigación, y razones no les faltaban: quien lo denunciaba terminaba muerto. Me dije que tenía que hacer algo cuando comprendí que Kiko Gómez no era la única amenaza, sino que mi propio miedo también lo era. Me dediqué a escarbar expedientes, hablar con sicarios, buscar archivos de periódicos. Hurgué en lo más hondo, también en mí, y comprendí que me habían arrebatado a mi padre y también la posibilidad de hacer el duelo. Con el propósito de proteger a las víctimas se nos pedía “prudencia” y “perdón”, sin pensar que también se resguardaba la impunidad del asesino.
Los procesos judiciales tuvieron que ser trasladados a Bogotá. En 2013, un fiscal delegado ante la Corte Suprema de Justicia ordenó la captura de Gómez, entonces gobernador de La Guajira. Bebía trago, amenizado por un conjunto vallenato cuando uno de los agentes de la Fiscalía le notificó de la orden. Se desató un bullicio atronador: quienes le rodeaban no lo dejaban capturar y los agentes fueron golpeados. Desde ahí comenzó una estratagema con la que ha intentado eludir la justicia: fingir enfermedades.
El asesino recibía apoyo masivo: llevaban buses llenos de gente desde La Guajira a las audiencias en Bogotá, hacían marchas para proclamar su “inocencia”. Dos juicios por homicidios y alianzas con paramilitares y grupos criminales se llevaron a cabo en medio de testigos que extrañamente cambiaban sus versiones, bajo amenazas, o desaparecían. En 2017 Gómez fue condenado dos veces: a 40 años de cárcel por el asesinato de mi papá y otras dos personas, y a 55 años en otro juicio por tres homicidios más.
Ha intentado varias estrategias jurídicas fallidas para salir de la cárcel, incluso tratar de colarse en la Jurisdicción Especial para la Paz, el tribunal transicional que nació tras el acuerdo de paz con las FARC. Pero sus delitos no tuvieron nada que ver con el conflicto armado y él jamás ha dicho la verdad. Estuvo a punto de salir libre cuando un juez corrupto le vendió un fallo. Intentó que le dieran prisión domiciliaria a través del falso dictamen de un médico. Fracasó.
En Colombia, hacerse el enfermo es común entre los delincuentes. Cuando cometen sus delitos están bien de salud, pero cuando la justicia los apresa, se enferman del corazón. Gómez ha gozado de privilegios en la cárcel: una celda para él, teléfonos a su disposición, parrandas, bebidas y visitas permanentes. Guardias de la cárcel La Picota de Bogotá, donde estaba recluido, le decomisaron elementos prohibidos, pero no ha sido sancionado.
No se sabe todavía cómo lo logró, pero hace pocos días Gómez Cerchar fue trasladado a la cárcel El Bosque, de Barranquilla, una prisión de menor seguridad y apetecida por los delincuentes. Ha alegado problemas de salud por el clima frío de Bogotá, según el director del Instituto Penitenciario y Carcelario (Inpec). En la cárcel que escogió hay miembros de su organización criminal, todavía vigente. El pabellón en el que está es de mínima seguridad, para funcionarios que han delinquido contra la administración pública, no para asesinos.
Él es un preso de la más alta peligrosidad, según la ley penal en Colombia. Con su traslado, también los procesos que hay en su contra se van de Bogotá a Barranquilla, donde la justicia siempre ha estado en su favor.
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De vez en cuando vuelvo a ver el video del entierro de mi padre. El sol calcinante, la incapacidad de llorar, mi cuerpo tenso. Me asombro otra vez de las palabras y la actitud del asesino. Su frialdad revive mi dolor. No hay nada, salvo el vacío. El asesinato de mi padre siempre me persigue.
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