Tribuna

Ser víctima del Deportivo Pereira

El avión es un malestar necesario, un trámite innegociable para los que decidimos vivir lejos del amor

Jugadores del Pereira celebran la victoria ante el Medellín durante el partido por la final del fútbol colombiano.Mauricio Dueñas Castañeda (EFE)

Caminar por los interminables pasillos de Barajas arrastrando toda la paciencia de casi ochenta años. El número de la puerta es otro guiño del destino, o es tan sólo que, cuando el amor es así de irracional, uno ve lo que quiere ver. S44, como el año de fundación del equipo, que al restar del actual deja una cifra inerte, 78, setenta y ocho, dos dígitos, tres palabras sin rostro, que no alcanzan a reflejar las incontables tristezas y decepciones de los que nos matriculamos como ...

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Caminar por los interminables pasillos de Barajas arrastrando toda la paciencia de casi ochenta años. El número de la puerta es otro guiño del destino, o es tan sólo que, cuando el amor es así de irracional, uno ve lo que quiere ver. S44, como el año de fundación del equipo, que al restar del actual deja una cifra inerte, 78, setenta y ocho, dos dígitos, tres palabras sin rostro, que no alcanzan a reflejar las incontables tristezas y decepciones de los que nos matriculamos como hinchas del Deportivo Pereira.

El avión es un malestar necesario, un trámite innegociable para los que decidimos vivir lejos del amor. No sé si el espacio entre asientos es cada día más reducido, o es que la ansiedad por la final me ha regalado volumen; tal vez es que conmigo viajan también aquellos que no pueden, y esa antonomasia de hincha es más grande que la silla. Bogotá es un puente obligatorio para llegar al pasado, y como al mal paso darle prisa, de nuevo al avión que esta vez es físicamente más pequeño y se mece a voluntad de las corrientes de aire que lo castigan sin piedad, golpe a golpe, como ha hecho el Pereira con su hinchada desde que el tiempo es tiempo. Otra vez las coincidencias, otra vez ver lo que quiero ver.

La voz gangosa del intercomunicador anuncia el descenso hacia Pereira (descenso, maldito tema que espero no aparezca nunca más) y me permito invadir el espacio de la señora en el asiento de ventanilla para ver desde el aire a mi papá, sus cenizas esparcidas sobre la grama del estadio Hernán Ramírez. Lo saludo y le prometo una victoria que no le puedo dar, que no depende de mí, y estoy seguro de que él, o su etérea presencia, acepta con la misma ingenuidad risible con la que cada campaña nos mentimos para justificar un amor insensato.

Piso suelo pereirano con Gardel en la cabeza. Volver es un verbo de notas melancólicas y dramas exagerados, ni Pereira es Buenos Aires ni han pasado veinte años, pero la frente marchita y las nieves del tiempo sí que son propias del hincha matecaña. El húmedo golpe de la ciudad, con sus nubes cargadas y el sol lacerante, se siente tan real sobre la piel, como real es la tímida sonrisa que se ve en cada rostro, como real es que el Deportivo Pereira está a horas de disputar, por primera vez en su historia, la final de la liga profesional colombiana.

El empate en el juego de ida es combustible para la esperanza, la marea aurirroja que es la ciudad no para de mentirse con la condescendencia del que han lastimado tantas veces, y repite “yo sé que va a cambiar, esta vez será diferente”. Pero es que esta vez es diferente; el equipo es diferente, nosotros somos diferentes, o tal vez somos los mismos, pero sin miedo a ganar, sin ese fervor eterno por sabotearnos. El equipo de Alejandro Restrepo es de esos cuya nómina se recita de memoria, que se ve igual tanto en los tableros de análisis como en la cancha, y que además encontró jugadores para darle identidad a esa teoría. No son jóvenes sedientos de vitrina, no son fósiles buscando la pensión en la tranquilidad de un equipo chico, son profesionales con recorrido, sin éxitos rimbombantes más allá del pasado ganador de Leonardo Castro con, oh capricho de la ironía, el rival en la final. Son trabajadores consolidados, a los que no les sobra mucho pero no les falta nada, con una voluntad tremenda por hacerse equipo, pero ante todo con una ingenuidad hermosa de creer que es posible triunfar a pesar de llamarse Deportivo Pereira.

La decisión más difícil es escoger la camiseta para el partido, traje más que los días que voy a estar. Me decanto por la de 2005 que me regaló mi papá, y pienso que es una forma de llevarlo conmigo al estadio, ese lugar que él construyó, administró, en el que celebró sus setenta años, y en el que jugó tantos partidos de un torneo semiprofesional que ahora lleva su nombre. El recorrido hacia el estadio, un miércoles sin ceniza, es diferente del viacrucis habitual de los que hemos peregrinado por ese camino cientos de veces. A los precavidos se les nota el esfuerzo por ocultar la sonrisa, otros guardan silencio para evitar el triunfalismo. Yo me reconcilio con la amargura y prefiero creer, porque el Pereira es un dogma, y la derrota ya la tengo asegurada por defecto. Seis años sin verlo en vivo (las penas del amor de lejos) se desvanecen al entrar. Me pega en la frente el recuerdo de la hecatombe de ese día de 2016, en un estadio diferente (aunque todos luzcan iguales), cuando el ascenso se nos escapó en el último respiro del partido, como estigma del equipo sufrido y derrotado que es el Pereira. El esplendor de la tragedia duró un par de horas hasta que una tragedia real (el accidente aéreo del club Chapecoense) me dio una lección de prioridades. Subo a la tribuna y veo que estamos los mismos fieles de siempre, más un millar de espontáneos creyentes. Saludo a mi amigo Hárold con un abrazo que no alcanza a agradecerle su gestión para conseguirme la entrada. Me dice que yo no podía perderme esto, yo le digo que si alguien lo merece es él, y somos tan sólo parte de una misma conversación que se repite en cada gradería. Gritamos cada nombre con la rabia contenida. Chipi que se viste de héroe, Mosquera que te recupera hasta una deuda del pasado, Jhonny y Yilmar que son los Generales, Bryan y su lucha incansable contra él mismo, sin dejarse un ápice de entrega, y Leo, siempre Leo, el que decidió ser diferente y hacerse goleador.

Suena el himno y aparecen las primeras lágrimas, que no serán las últimas. El partido es tan sólo un trámite necesario para la gloria, un bocado de ansiedad y nerviosismo del que ya no me acuerdo. El Deportivo Independiente Medellín decide renunciar a los argumentos y esperar un desenlace más arbitrario, lo consigue. Los penales son una ciencia exacta en la que nadie tiene la razón. La paradoja del corazón detenido que no deja de bombear adrenalina nos aborda a todos. Miro a Hárold y en un gesto tan impropio de mi pesimismo pereirano le digo que es nuestra, que esta vez sí es. Chipi hace el viaje del héroe, Leo nos demuestra que no tiene nada qué demostrar, y Léider Berrío se matricula en la historia del equipo para siempre. Deportivo Pereira ha derrotado al Medellín, pero en realidad se ha derrotado a sí mismo, para hacerse ganador. Setenta y ocho años es una cifra, tres palabras, que ahora no significan más que un pasado lejano. El Pereira es campeón.

El vuelo de regreso a España será un obstáculo necesario para la eterna felicidad, y de antemano sé que el espacio entre asientos será mucho menor, porque voy cargado de una sensación inédita a la que llaman victoria, y llevo conmigo una estrella enorme que no cabe en la silla.

*Juan Ramírez Jaramillo es ingeniero de sistemas y escritor de literatura de ficción, pereirano, con la carga que implica.

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