Panamá, Trump y el nuevo orden mundial
Al país centroamericano le corresponde afrontar las presiones del presidente de Estados Unidos de la mano de la justicia y la razón. Pero ¿de qué lado estará la comunidad internacional?
El discurso inaugural del presidente de Estados Unidos, Donald Trump, marcó la vuelta de la diplomacia de cañonero, del imperio de la fuerza en las relaciones internacionales. Parado sobre una tradición sepultada a mediados del siglo XX, Trump relanzó el pasado 20 de enero de 2025 la política expansionista del destino manifiesto y la doctrina Monroe. Su referencia al presidente William McKinley, previo a realizar una afrenta más a la soberanía panameña sobre su Canal, no fue un accidente. Fue durante la presidencia de McKinley cuando se consolidó el ascenso de los Estados Unidos como una potencia hegemónica mundial, manifestada en su proyección en Filipinas, Puerto Rico, Guam, Hawái y Cuba. Además, pactaría con el Reino Unido el tratado Hay-Pauncefote de 1901, anulando el Clayton-Bulwer de 1850 y otorgándole a los estadounidenses el “derecho” de construir y controlar un canal en el istmo Centroamericano.
Que Estados Unidos retome esa tradición no es un buen presagio para Panamá. Durante los siglos XIX y XX, Panamá fue objeto del intervencionismo estadounidense. A partir del tratado Mallarino-Bidlack de 1846, Nueva Granada le dio a Estados Unidos el derecho de utilizar la fuerza militar para suprimir cualquier movimiento independentista en Panamá. Tanto la construcción del ferrocarril transístmico como la competencia geopolítica entre estadounidenses y británicos por la cuestión canalera marcarían la segunda mitad del siglo XIX panameño.
No parece inocente que Trump haya vinculado su mención a McKinley con sus intenciones de recuperar el canal de Panamá. Luego de plantear una serie de inexactitudes históricas y fácticas – incluyendo que China opera el canal– Trump ratificó como presidente las amenazas que había hecho antes de asumir el cargo. ¿Qué puede hacer Panamá al respecto? La historia alumbra posibles caminos.
Desde su establecimiento como república, en 1903, Panamá permitió en su Constitución la intervención militar estadounidense de la misma manera en lo que lo hacía el tratado por el que cedió el derecho de construir el canal, Hay-Bunau-Varilla. Se configuraba entonces un derecho similar al que mantenían los estadounidenses en Cuba a través de la enmienda Platt (1901).
Una vez construido el Canal, en 1914, Panamá emprendería esfuerzos para librarse del derecho de intervención militar y recuperar la vía interoceánica. Lo primero fue suprimido mediante un nuevo tratado, el Arias-Roosevelt de 1936. Lo último, cuarenta años después, recuperando la soberanía sobre la totalidad de su territorio el 31 de diciembre de 1999, gracias a los tratados Torrijos-Carter de 1977. Para la consecución de este objetivo nacional, el surgimiento del nuevo orden jurídico internacional fue trascendental. Las Naciones Unidas y las instituciones del derecho internacional fueron fundamentales para lograr tal reivindicación.
Fue un proceso largo y difícil, pasando por la negativa panameña a que los estadounidenses mantuviesen las bases militares establecidas durante la segunda guerra mundial – convenio Filós-Hines – hasta los acontecimientos del 9, 10 y 11 de 1964. No obstante, la conclusión de los tratados de 1977 demostró al mundo la realización de una utopía: que una potencia hegemónica y un Estado pequeño podían negociar en igualdad de condiciones, que el derecho internacional y el multilateralismo podían garantizar la justicia y la paz. La pretensión del presidente Trump busca precisamente mandar al traste ese orden internacional y demoler aquella conquista panameña.
Ante esta realidad, Panamá tiene al menos dos opciones. La primera pasa por apaciguar al presidente Trump. Esta ya fue ensayada por líderes como Abe, Macron y, recientemente, Trudeau. Los resultados no fueron los esperados, con más imposiciones que concesiones. La segunda opción, en palabras del ex premier australiano Malcolm Turnbull, pasa por ganarse el respeto de Trump, siendo muy buenos ejemplos el propio Turnbull y, recientemente, Sheinbaum. No obstante, dada la propia historia panameña y sus realidades inherentes – siendo un país pequeño y sin ejército – su implementación requiere de pensamiento estratégico y del recurso al derecho internacional y al multilateralismo, herramientas que nos permitieron lograr nuestra más grande conquista y que ahora son nuestra principal línea de defensa.
Actualmente Panamá es miembro electo del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas. Habiéndose configurado ya una amenaza a nuestra integridad territorial, el recurso a esta instancia se hace impostergable. Tampoco se debe descartar el rol de la Organización de Estados Americanos, depositario de los tratados de 1977, y el Tratado Interamericano de Asistencia Recíproca. Igualmente, el protocolo al Tratado de Neutralidad Permanente del canal cuenta con casi 40 Estados miembros, por lo que es fundamental que estos se activen en el marco del multilateralismo informal en apoyo a Panamá. En momentos en los que las acciones de Trump empoderan a autócratas de la talla de Putin y Xi, la alternativa no pasa por ceder y tan solo presenciar el colapso del orden internacional. Si verdaderamente se aboga por la vigencia de este orden, corresponde defenderlo.
Desde hace algunos años múltiples sectores de la opinión pública internacional abogan por el surgimiento de un nuevo orden mundial, uno basado en la multipolaridad. Lo anterior es un despropósito para muchos Estados, particularmente para los Estados pequeños, pues se trata de una vuelta a las zonas de influencia y al intervencionismo. En la era en donde el poder parece ser la ley, la historia tampoco parece estar de nuestro lado. Ejemplos tan lejanos como el diálogo de Melos y el discurso del emperador Haile Selassie de Etiopía ante la Liga de Naciones, y tan cercanos como la invasión rusa a Ucrania tienden a confirmarlo. No obstante, a Panamá le corresponde, irremediablemente, afrontar esta coyuntura – trágica o épica – de la mano de la justicia y la razón. La pregunta sobre la que pende su desenlace es ¿de qué lado estará la comunidad internacional?