Hizo falta una ley para defender la corona
En Puerto Rico ya es ley la prohibición del discrimen por estilo de cabello, pero ¿qué dice acerca de este momento la llegada del pelo a los confines de la ley?
En un salón de belleza de la capital de Puerto Rico una mujer le cuestiona a su beautician: “¿supiste que el gobernador firmó una ley y que por discrimen del cabello? A la verdad que no tienen otra cosa en la que legislar, con tantos problemas que hay”. La mujer que, en ese momento le lavaba el cabello, responde asintiendo, como quien reconoce que ha escuchado algo, pero se reserva la opinión. La beautician es una mujer negra, lleva el cabello alisado y unas cuantas décadas en el cuerpo trabajando con el cabello de incontables mujeres y no pocos hombres. Entiende algo que su clienta no: tocar la cabeza de una persona y manipularle el pelo, nunca ha sido un asunto exclusivo a la estética o a la vanidad. Ese marco para el rostro, que para tantas personas es el cabello, es precisamente eso, un marco, un encuadre desde el cual el mundo nos lee, nos interpreta y nos adjudica un lugar. Y ese lugar viene cargado de referentes culturales, de adjetivos y de prejuicios.
No es la primera vez que presencio una dinámica similar. En algunas he intervenido, en otras me he detenido a observar, a ver hasta dónde llega la conversación. A veces, ante la incomodidad, hay que responder; otras puede ser conveniente observar con curiosidad para intentar entender las raíces de aquello que consideramos errado.
Durante el periodo de cabildeo en el que distintos grupos del país han abogado a favor de la aprobación de la Ley Contra el Discrimen por Razón de Estilos de Cabello —que, recientemente, fue firmada y validada por el gobernador Pedro Pierluisi— en Puerto Rico se ha cuestionado por lo bajito la necesidad de elevar al espacio de lo legal este tipo de discrimen. La nueva ley prohíbe el que un patrono suspenso, rehúse emplear, despida o perjudique a una persona por su estilo de cabello.
Quien lo cuestiona, por lo general, probablemente nunca ha sido señalado por el modo en que lleva su pelo. De ahí uno de los grandes retos de estos tiempos de redes sociales y canales abiertos: confiamos demasiado y muy ciegamente en la experiencia personal, en el testimonio del yo para juzgar la experiencia colectiva o de un grupo al que no se pertenece. La anécdota individual, la experiencia, es valiosísima, pero no es barómetro suficiente para medir la realidad compleja y diversa de una sociedad. ¿A cuenta de qué vamos a cuestionar la experiencia específica de discrimen de alguien que ha vivido siendo leído por el mundo de un modo distinto al que nos haya tocado? Sobre todo, cuando quien ha sido discriminado —en este caso por su cabello rizado y las obvias implicaciones racializadas que se desprenden de dicho discrimen— no solo puede proveer numerosas anécdotas y experiencias traumáticas, sino que al hacerlo construye un espejo social en el cual muchas personas pueden verse reflejadas.
Para entenderlo, basta prestar un poco de atención a la cultura y dejarnos de negación. El cabello rizado con mayor o menor intensidad en la vuelta, las trenzas, los locs, los afros, el rizo apretado y los torcidos, entre otros estilos, ha ocupado un lugar en la cultura caribeña —y bien podría decirse que en gran medida a nivel global— que ha sido leído e interpretado discriminatoriamente como “poco profesional” o “indicativo de rebeldía”. Ha sido catalogado como “exótico”, “salvaje”, “descuidado”, “demasiado libre” y “poco elegante”, por mencionar apenas la punta del iceberg de la larga lista de adjudicaciones cargadas de racismo de las que han sido objeto las personas que llevan su pelo al natural o con alguno de estos estilos. La amplitud de la industria de alisados, los comentarios subrepticios en los trabajos cuando se le elogia a una mujer el que lleve su cabello lacio —o como he escuchado decir, domesticado (palabra que evoca la carga deshumanizante que se deriva del racismo como estructura social)—, la cantidad de niños y sobre todo niñas que han crecido con baja autoestima por el modo en que su cabello es interpretado en la sociedad, lo doloroso, costoso y extenuante de los procesos químicos a los que muchas se han sometido por años para alterar su aspecto y la idea instalada en la cultura de que el estándar es el cabello lacio (con su matiz eurocéntrico aunque sea una característica de otras etnias) y todo lo que no lo es, representa una ruptura, un desorden dentro de un orden impuesto, es innegable. Y sobre todo no tiene nada que ver con cómo una persona a nivel individual observe y se relacione con su cabello o con el ajeno, la cultura percola más allá de la intimidad del juicio propio.
Llevar causas a la discusión pública y elevar experiencias concretas y reproducidas al espacio público y al legal es una forma de incidir en la cultura. Una de muchas, pues una victoria antirracista como esta es el resultado de, precisamente, múltiples movimientos contra culturales que han logrado en las últimas décadas que cada día más personas trasciendan esos constructos sociales y los reten llevando su cabello libremente y ocupando espacios de todo perfil reescribiendo así la propia cultura. Periodistas televisivas, profesoras universitarias, legisladoras, personalidades del deporte y las artes, han sido algunos y algunas de los primeros rostros que en Puerto Rico han comenzado a reescribir esos códigos cargados de la herida abierta de la esclavitud, de las violencias del mestizaje y a llevar a que cada día más personas se sientan orgullosas de su afrodescendencia.
La historia del cabello como herramienta de comunicación, de libertad, de expresión y de afirmación cultural, identitaria y social es inmensa y una ley obviamente no va a transformar de la noche a la mañana la cultura, pero el que se haya aprobado es reflejo de que sí hay movimientos en la dirección correcta. Sobre todo porque atender el discrimen siempre ha de ser una prioridad, pues es la base de la movilidad social, del acceso a la educación y al empleo seguro, de una sociedad más justa que a todos beneficia.
Hay veces en las que el caldo de cultivo que es la cultura hay que ponerlo a hervir hasta que el agua nos salpique a todos y recordemos, al fin, que todos hemos bebido de allí. Ha hecho falta una ley para la hervidera. Ojalá de ese fuego florezcan cada día más coronas.