Vestirse de país: en las entrañas del día de Puerto Rico
Viaje con la escritora Ana Teresa Toro a la 67 edición del National Puerto Rican Day Parade, que honra en las calles de Nueva York a los 3,5 millones de puertorriqueños que viven en la isla y los más de cinco millones que lo hacen en Estados Unidos
Hay un gesto sencillo que muchos en Puerto Rico hacemos en medio de actos en los que el protocolo exige que suene el himno nacional. En la isla ondean dos banderas —la puertorriqueña y la estadounidense— en todas las instancias y espacios públicos que así lo requieran y suenan siempre dos himnos, el nuestro y el estadounidense. Aprendí a hacer el gesto mirando a los demás desde pequeña, hasta que entendí el significado y comencé a hacerlo a conciencia. Es una acción poderosa: el himno puertorriqueño se escucha con la mano en el corazón, la misma que baja sutilmente cuando comienza a sonar el otro. No todo el mundo lo hace, pero sí la suficiente cantidad de personas como para que se note ese pequeño pero significativo gesto de resistencia que ocurre en la intimidad del cuerpo; mano que abandona el corazón como quien dice: este latir no es contigo. Porque cuando se trata de llevar la mano al corazón la bandera ondea sola. Sobre todo si se trata de una bandera que, hasta hace apenas unas cuantas décadas, era prohibida por el Estado.
Viernes
Son las 6.30pm del viernes 7 de junio de 2024 en Midtown, Nueva York. Vestidos de gala vamos caminando hacia la fiesta que marca el inicio de las celebraciones en torno a la parada puertorriqueña. El domingo será la 67 edición del National Puerto Rican Day Parade que recorre desde la calle 44 hasta la 79 a través de la Quinta Avenida en Manhattan y honra los 3,5 millones de puertorriqueños que viven en la isla y los más de cinco millones que viven en los Estados Unidos. Pero sobre todo honra la puertorriqueñidad como un valor, como un filtro para ver y entender el mundo, un modo de ser y de existir que ha prevalecido contra toda ocupación y pronóstico. Después de todo, aquello que alcanza la escala del valor que se hereda —con toda su belleza y su sombra— se trasciende a sí mismo. Prevalece, incluso, cuando el tiempo y el devenir de la historia le imponen transformación. El pasado fin de semana lo confirmaría una vez más.
La gala para celebrar al grupo de homenajeados es en el icónico Hotel Plaza, inmortalizado y elevado al espacio de la fantasía por su historia y por el innegable hecho de que, quienes protagonizarían la fiesta de esta noche, décadas atrás no serían bien recibidos en un espacio de dicho perfil. Héroes y heroínas del deporte, de las artes —sobre todo de la música, el gran petróleo boricua como ya se le conoce—; figuras destacadas de las comunicaciones, de la política, del activismo, de la labor comunitaria y del servicio en sus distintas ramificaciones llegaron a conocerse y a reconocerse en medio de un espacio cuya arquitectura, ambientación e historia comunica un mensaje claro. Mejor que lo explique el refranero: es posible bailar en la casa del trompo. No porque la opulencia indique validación, sino porque ocupar aquello que ha sido negado siempre será un acto simbólico de peso y los países se nutren de símbolos constantemente. En el caso de Puerto Rico emergen algunos nuevos. Pero hoy, se celebran los símbolos más familiares, los de la diversidad de caminos en los que se han destacado puertorriqueños y puertorriqueñas.
No sé bien cómo llegué aquí. Soy escritora pero los libros en Puerto Rico, —publicados en su mayoría en editoriales pequeñas e independientes— viajan poco. Los míos han llegado en maletas, pedidos por correo, enviados como regalo. Así los traje esta vez. Una vez más, nos leemos a pesar de, en contra de y a favor de ese valor que insistimos en reclamar: la puertorriqueñidad.
Al llegar al hotel me colocan una cinta conmemorativa. Lee: Ambassador National Puerto Rican Day Parade, Inc. Durante todo el fin de semana seré embajadora, denominada así junto a un grupo de homenajeados —embajadores también— y otros reconocidos como orgullo puertorriqueño, entre ellos, estrella deportiva, padrino, madrina y el Gran Mariscal de este año, Tito Nieves. También se creó por primera vez el reconocimiento especial Huracán Boricua que, no podía ser de otra manera, estrenó Maripily Rivera. La gala, a beneficio del fondo de becas de la organización, transcurrió con el ritmo propio de la música que escuchamos: salsa, boleros, música popular e icónica de la comunidad puertorriqueña en Nueva York.
Sábado
Es sábado a eso de las tres de la tarde, convocados por los organizadores del desfile y por el Clemente Soto Vélez Cultural Center, la astrofísica Dra. Wanda Díaz Merced, los fundadores del colectivo artístico Agua, Sol y Sereno Pedro Adorno y Cathy Vigo y esta autora que les cuenta esto compartimos en un evento comunitario en el que terminamos hablando de libros, de contarnos sin prejuicios y sin definir cómo es la Navidad puertorriqueña —blanca y fría aquí, tropical y caliente allá—, del activismo político y social desde las artes.
Todo allí era familiar, el olor de las frituras que sirvieron para la merienda, las voces de quienes participaron —gente de la comunidad de todo perfil— y esa forma tan natural en la que hablamos de las estrellas, del cosmos, de las palabras y de la expresión artística tan contundente que es el teatro callejero como si fuera hablar de la misma cosa porque lo es. Ciencia, arte y palabra: tres rutas al mismo lugar. En este caso, la sencilla y poderosa experiencia de conectar con el otro.
Todo era familiar excepto por lo evidente. Teníamos tiempo, energía y espacio para pensar en un sol sonoro. Funcionaban las instalaciones. Había agua y luz eléctrica. La gente llegaba puntual porque el transporte público les había servido bien. No es por idealizar, sabemos que Nueva York es todo menos un paraíso idílico, pero para quienes venimos de Puerto Rico —donde el sistema eléctrico es administrado por una compañía privada que ha probado con gran elocuencia su incapacidad para operar y mantener el ya golpeado sistema en funcionamiento— el ver que algo funcione sin mayor contratiempo produce una mezcla de alivio y frustración, de sorpresa y agotamiento. Primero notamos la ducha caliente, después hay espacio para cualquier alegría.
Domingo
Entonces llega el domingo y la calle es una explosión de banderas y banderas y banderas. En esquinas hay gente cocinando, bailando, hablando, aglomerándose como una masa azul, roja y blanca que se torna más densa mientras más se acerca a los bordes de la Quinta Avenida de Manhattan. Llevo una bandera con el tono de azul celeste, la que corresponde. La mayoría tienen el triángulo de un tono de azul más subido, la más popular. Hay también alguna que otra con el tono azul marino que se asemeja a la bandera estadounidense. Son las menos, pero las hay. Aún nos debatimos esos asuntos. Aunque la historia lo explica mejor, he decidido dejarle la resolución al agua que nos circunda. La del Océano Atlántico es azul más intenso, mira al norte. La del Mar Caribe es mucho más clara y cristalina, mira al sur. Prefiero el sur, aunque hoy el norte me arropa con banderas de todos los tonos y me da igual. Las quiero todas. Me abrazan todas.
Busco con urgencia una bandera blanca y negra, conocida como la bandera de la resistencia. Es un símbolo de reciente creación que comenzó como un acto clandestino de mujeres artistas que la pintaron en una puerta del Viejo San Juan (cuando se firma la ley PROMESA) y que hoy día es parte de la narrativa de este tiempo nuevo de crisis de todo tipo, de la vida después del huracán, de la vida en luto y precariedad. La llevo como prendedor pero quiero una más grande para ondearla. La consigo en el kiosko de esquina de una mujer oriental a quien le pago cinco dólares por ella. En la era del capitalismo tardío las ideas, mientras más rebeldes, pareciera que más velozmente alcanzan su valor en el mercado. Me sentí extraña de comprarla en esas circunstancias, pero la compré. Me pueden los símbolos, aunque la historia sea muy violenta y rápida en tratar de despojarlos de significado. La ondeé orgullosamente y en Facebook una mujer comentó en una foto: “ahí va esa con la bandera negra comunista”. Esa es la otra trampa de lo simbólico en este tiempo, se confunden los significados y los valores a la menor provocación, todo es un extremo, una relación antagónica. Rectifico, qué bueno que la compré.
Salimos a las dos de la tarde de la 47. Mi amiga Isamar y yo abordamos el convertible blanco que condujo un hombre llamado Miguel con alegría. Estoy montada arriba en el descapotable, ropa roja, boca roja, uñas rojas. No paro de sonreír. A donde miro hay una bandera, un rostro familiar que parece una prima o un tío. Veo familia en todas partes. Llevo mi cinta de embajadora y me emociona pensar que me nombra embajadora una organización puertorriqueña que siempre ha entendido la importancia de ocupar el espacio. Sobre todo el espacio público. Y llevo una cinta que lee embajadora y lo soy de un país que no tiene embajada, pero que lleva décadas construyendo embajadas de solidaridad en cada ciudad o Estado o país en el que un puertorriqueño se haya establecido primero y le tienda la mano al que viene después.
Nos detenemos para que crucen los peatones y me quedo observando a una niña de poco más de un año que me saluda. Tiene una bandera pequeñita que mueve de lado a lado y me lanza besos y sonrisas y provoca la cosquilla incontrolable que genera el entrar en ese diálogo sin palabras que es posible tener con los niños más pequeños. Esa niña es puertorriqueña. A lo mejor nunca ha pisado o vaya a pisar la isla, pero lo es. Nos arropa la misma bandera, como una sábana de memorias compartidas y heredadas. Ya sé que los nacionalismos han pasado de moda en demasiados lugares y con justa razón. Sacan lo peor de los instintos humanos, pero el nuestro, quiero pensar, aún es resistencia.
Pienso también en las letras como una embajada flotante, en los libros como un lugar seguro y familiar en un país ajeno. Sigo recorriendo la Quinta Avenida (saludando con la mano como la reina de belleza que jamás fui ni seré) y pienso en el grupo tan diverso de homenajeados, en la gente que llegó temprano allí con su tribu a sentir esa sensación de familiaridad que experimento, esa cosa tan indescriptible que es el saberse parte de algo, el no sentirse extranjero por unas horas, el llegar a casa estando tan lejos y que esa casa por una tarde ocupe uno de los lugares que pueden pensarse como epicentros del mundo. Y le pasamos por el frente al edificio de aquel presidente que tanto nos desprecia y el portero lleva un sombrero con una bandera boricua; y tus amigos de Nueva York esperen horas en la baranda para saludarte y gritarte y sacar una foto porque sí, porque importa, porque somos y eso es la gran cosa.
El desfile acaba y nos bajamos del carro y Glorimar Marrero (otra de las embajadoras y la directora de la primera película puertorriqueña en ser nominada a un Premio Goya) y yo nos abrazamos incrédulas ante lo que hemos vivido. Hemos desfilado con música y banderas. Nos hemos vestido de país. Todo nos ha atravesado el cuerpo. Hemos sido parte de ese cuerpo abanderado. Sube la mano al corazón.