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Columna

América Latina se derechiza, ¿y México?

La fuerza que hoy detenta Sheinbaum sobre el entramado político es superior en el Congreso, Poder Judicial y en los Estados a la que tuvieron la mayoría de los mandatarios derrotados en la región

Se asumía que el fantasma del populismo recorría el mundo instalando gobiernos de derecha en Europa y de izquierda en América Latina. En los dos casos se trata de una reacción de amplios grupos sociales crecientemente resentidos por los excesos de la globalización. En el primer mundo, los productores y los ciudadanos afectados resultaron presa fácil del discurso conservador que culpabiliza al exterior (mercancías y migración). Boris Johnson y Donald Trump, en Reino Unido y EE UU, fueron los primeros de una serie de outsiders de la política tradicional, que montados en los miedos y en la inconformidad instalaron, o están en proceso de instalar, gobiernos de conservadurismo nacionalista.

En nuestro subcontinente, marcado por la desigualdad y la injusticia social, la rebelión electoral se dirigió en contra de los candidatos y partidos identificados con los ricos y poderosos. Uno tras otro, la mayor parte de los países latinoamericanos fueron pintándose de rojo. En México, Guatemala, Honduras, Colombia, Chile, Brasil, Argentina, Ecuador, Perú y Bolivia se instalaron gobiernos de izquierda por la vía electoral en un proceso que abarcó casi 15 años.

Populismo de derecha allá, populismo de izquierda acá, parecía tener una lógica. Hasta que dejó de tenerla, aparentemente. En los últimos dos años el rojo se ha venido deslavando a velocidad pasmosa. Este domingo Chile fue el siguiente eslabón de una cadena que pasa por Argentina, Ecuador, Perú, Bolivia y Honduras. Países en donde los ciudadanos han sufragado en favor de candidatos conservadores poniendo fin, al menos por el momento, a las experiencias de gobiernos de izquierda. Persisten en México, Brasil, Colombia y Guatemala; pero en los tres últimos las perspectivas no son favorables de cara a los siguientes comicios. Lo cual nos lleva a dos preguntas: ¿por qué está sucediendo? ¿México es una excepcionalidad o sucederá lo mismo?

Con respecto a lo primero, hace unas semanas, intenté explicar un aparente sinsentido: López Obrador, Lula da Silva, Rafael Correa, Evo Morales, los Kirchner, Gustavo Petro, Gabriel Boric y equivalentes fueron capaces de convertir en votos la insatisfacción de tantos. Una vez en el poder, cada cual con sus propias características, recurrió a una batería de acciones para conseguir una mejor distribución del ingreso y una derrama del gasto público en favor de los pobres. Unos tuvieron más éxito que otros, aunque habría que decir que, en términos políticos, solo Andrés Manuel López Obrador consiguió terminar con mayor popularidad y fuerza de la que inició.

¿Cómo entonces explicar que la mayoría de los votantes hayan comenzado a rechazar a gobiernos populares que les ofrecen u ofrecían una atención que antes no tenían? ¿Por qué acaban votando por candidatos conservadores asociados a políticas públicas favorables a los sectores privilegiados?

La explicación podría ser la mezcla resultante de varios factores. Uno sería “los rendimientos decrecientes” de las políticas públicas populares. Es decir, las primeras acciones tienen un efecto inmediato y lucidor: el reparto de subsidios o pensiones, el aumento de salarios mínimos, el fin de prácticas abusivas. El impulso inicial genera una mejoría en la condición de los pobres. Estadísticamente saca de la miseria a millones de personas. Pero luego surge una especie de bloqueo. Llegado un punto, el Gobierno topa con límites presupuestales para ampliar esas ayudas de manera significativa. Conseguir financiamiento con cargo al endeudamiento o al aumento de impuestos es un paliativo que permite avanzar un poco más, pero provoca efectos económicos desfavorables. Inflación, salida de capitales, depreciación y estancamiento han sido un flagelo recurrente en varios de estos países. Muchos ciudadanos, incluso entre los sectores más pobres, perciben que la derrama se ha estancado y, en cambio, sus condiciones de vida se deterioraron por la inflación y la falta de empleo digno.

En la mayoría de los casos los gobiernos populares consiguieron mejorar la distribución, pero de un pastel que no creció. En tales circunstancias, el Estado entra en un círculo vicioso desgastante, incapaz de sostener el reparto o consiguiéndolo con costos políticos y financieros cada vez más altos.

Esto se convierte en un combustible para la aparición de candidatos jilgueros y oportunistas capaces de cosechar el miedo, la incertidumbre y las expectativas frustradas.

A propósito de Trump, el articulista David Brooks apuntó en The New York Times una serie de razones para explicar el éxito de este discurso populista “inverso”, en contra de gobiernos que buscaban el beneficio de las mayorías. Le robaron a la izquierda la rabia y la energía transformadora, afirma Brooks. Son antiglobalizantes, critican a las élites políticas tradicionales, se consideran víctimas del sistema, vienen a contradecir y a cuestionar lo políticamente correcto. Las hordas trumpistas o bolsonaristas que irrumpieron en el Capitolio o en el Palacio de Justicia en Brasilia, bien podrían firmar el lema “al diablo con las instituciones”. Todo lo anterior mezclado con el clima estridente y visceral que producen las redes sociales, en parte de manera espontánea y en parte a través de sofisticados procesos financiados por la cartera de sectores conservadores.

Desde luego, cada caso latinoamericano tiene sus propias particularidades. La derecha y la ultraderecha tuvieron un peso mayor o menor en cada caso. Pero en todos juega el descontento arriba mencionado.

¿Puede suceder en México? Claudia Sheinbaum ha rechazado esta posibilidad recordando los altos niveles de popularidad que goza el Gobierno, la disminución de la pobreza que ha conseguido y la unidad de su movimiento. Por lo pronto tiene razón. La popularidad de la 4T es singular, respecto al continente sur, tanto por su nivel como por su consistencia a lo largo de siete años. Adicionalmente, la fuerza que hoy detenta la presidenta sobre el entramado político -Congreso, Poder Judicial, triunfo en los Estados- es superior a la que tuvieron la mayoría de los mandatarios derrotados.

En ese sentido, no existiría un peligro inmediato. Un pronóstico razonable llevaría a pensar que ni siquiera están en severo riesgo las elecciones presidenciales de 2030 porque, incluso en un escenario pesimista, las condiciones no se deteriorarían a tal velocidad. Sin embargo, el futuro plantea incertidumbres. Las dos principales fuentes de inconformidad sobre las que se podría apoyar el conservadurismo son la inseguridad y el malestar económico de las mayorías. Respecto a la criminalidad es altamente probable que la administración de Sheinbaum consiga a finales del sexenio un abatimiento sensible. El segundo punto, en cambio, será un enorme reto. Ampliar el pastel, generar millones de empleos, mejorar notoriamente el poder adquisitivo de la población. Es allí donde fallaron los gobiernos populares del sur. Es allí donde a la larga, se definirá el éxito o el fracaso de la versión mexicana de un Gobierno en favor de las mayorías.

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