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¿Quién manda en México?

Muchos poderes y ninguno a la vez. Mientras tanto, la economía no crece, la violencia y la inseguridad continúan y la crispación política y social está a flor de piel

Cuentan que Henry Kissinger, el legendario consejero de presidentes norteamericanos, decía que era muy rebuscado entenderse con el llamado viejo continente porque estaba ante una colección de países tan disgregada que terminaba por preguntarse: “¿q...

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Cuentan que Henry Kissinger, el legendario consejero de presidentes norteamericanos, decía que era muy rebuscado entenderse con el llamado viejo continente porque estaba ante una colección de países tan disgregada que terminaba por preguntarse: “¿qué teléfono marco si quiero hablar con Europa?”.

Algo así está sucediendo en México y esto, que puede parecer anecdótico, es sumamente grave para la estabilidad, el funcionamiento normal y la seguridad nacional de un país tan grande, heterogéneo y complicado.

En teoría, cuando un extraterrestre mire el mapa de quienes gobiernan encontrará que hay una titular del Ejecutivo federal y 32 encargados de la Ciudad de México y los gobiernos estatales, y luego una serie más o menos extensa de lo que con fraseo académico solían llamarse “poderes fácticos”, cada vez menos fácticos por cierto y cada vez más imbricados en los aparatos formales. Pero la política real es mucho más dura, salvaje y cruel de lo que se imaginan los apologistas del régimen y los analistas de escritorio. En otras palabras: hoy, en México, los poderes que gobiernan son tantos que, por consecuencia, nadie manda a cabalidad.

Veamos seis polos de poder de esa constelación que la ciencia política define como poliarquía –gobierno de muchos, según proponía Robert Dahl-, es decir, dominios distribuidos entre muchos actores pero que, de manera inversa a lo que planteaba la teoría, no solo no mejora la calidad democrática estableciendo un esquema de pesos y contrapesos funcionales, sino que la atomiza entre varios agentes o grupos con intereses encontrados, sin un vector que razonablemente los arbitre o bien encauce, gestione u ordene las contradicciones.

El primero, desde luego, es quien tiene la responsabilidad jurídico-formal, que es la presidenta de la República. Pero su parcela está acotada porque hay otros poderes formales o señoríos informales que controlan sus pequeños o grandes territorios, donde la confianza y la lealtad no existen o son volátiles y aparentes, pero que manejan atribuciones y decisiones relevantes. Muchos de ellos están enquistados en la órbita presidencial misma -los custodios del legado-, en el Poder Judicial prefabricado a modo, en zonas del legislativo, la burocracia media y alta, y en posiciones importantes y lucrativas de organismos y empresas gubernamentales. En ese mapa, que parece más un archipiélago que un continente, no siempre parece que la presidenta efectivamente controle la capitanía de la nave, y, de hecho, a ratos evoca alguna línea de una poeta polaca: “Sé que nada me justificará mientras viva, porque yo misma soy mi propio obstáculo”.

El segundo polo es el partido oficial que, con más precisión, es un grupúsculo de intereses, facciones, ambiciones, complicidades y traiciones. Con frecuencia se exhibe como una hidra, la mitológica serpiente con múltiples cabezas que anidan en las cámaras de diputados y senadores, en los residuos del pasado inmediato o en aquellos que no encuentran alojamiento, en donde cada quien lucra con lo que puede o intenta abordar el carrusel para beneficiarse de la piñata. Morena nunca fue un partido orgánico o una representación de clases, cuadros o masas en el sentido tradicional. Ha sido y es muchedumbre más que organización. Por tanto, se comporta como una combinación variopinta de oportunismo, militancia y transfuguismo, donde cada cual gestiona sus propias filias, fobias e intereses como mejor le acomoda.

El tercer gobierno, convenientemente atomizado, es el de la delincuencia organizada. Según el recuento de una investigación periodística que revisó más de 50 reportes de inteligencia del Gobierno, se estima que en México existen más de 80 grupos del crimen organizado y alrededor de 16 bandas criminales. Por su parte, el servicio de investigación del Congreso de Estados Unidos calculó que esa delincuencia controla un tercio del territorio nacional (aunque otras fuentes afirman que en un 75% de este se tiene registrada la presencia al menos de algún grupo o facción), y dentro del cual hay una constelación de organizaciones que compiten entre sí, se disputan los negocios de manera descarnada, y donde la única ley es la que cada quien impone en su reino.

Un cuarto sector lo integran claramente militares, marinos y guardias nacionales entre los que la disciplina es más aparente que real porque no obedecen del todo al mando civil sino a su propia jerarquía, a su exclusivo sistema de justicia y de códigos internos. Como algunas porciones de esos cuerpos están posiblemente coludidas con la delincuencia o con los negocios ilícitos en los entes públicos que administran, entonces sirven a varios amos a la vez, propios y externos, lo cual, por mera sobrevivencia y conveniencia -el “equilibrio del miedo” se le llama en la investigación- les da protección. Decir que la comandancia suprema ejerce sobre los intestinos de esos cuerpos un control absoluto es un eufemismo.

El siguiente frente lo constituyen, a su vez, los gobernadores estatales, 17 de los cuales salen en 2027. De manera lógica, hoy por hoy están mucho más que ocupados y preocupados en cuidar su salida, saldar cuentas con las malas compañías, finiquitar pactos inconfesables, sacar los cadáveres del clóset, e intentar asegurarse de no parar en la cárcel al día siguiente de que concluyan sus mandatos. Este es un colectivo cuyas lealtades no están ni con la ley ni con la presidenta ni con los partidos a que pertenecen, sino única y exclusivamente con su propio blindaje físico, patrimonial y jurídico.

Y el último factor de poder, y tal vez, junto con la delincuencia, el más potente, son los Estados Unidos, y lo integran las agencias encargadas del combate a las drogas, el comercio binacional, la migración y todos los temas críticos entre ambos países, que no son pocos ni sencillos. En este frente, como se ha visto, el mayor peso en el decision making lo tiene y lo tendrá la Casa Blanca, por más que el nacionalismo retórico mexicano pretenda endulzarlo ante la galería con unas cucharadas de soberanía y de patriotismo.

En síntesis, ¿quién manda en México? En un sentido integral, muchos poderes y ninguno a la vez. Mientras tanto, la economía no crece, la violencia y la inseguridad continúan, la crispación política y social a flor de piel, y el Estado de derecho en terapia más que intensiva. Aunque como ironizaba Paul Kennedy, a propósito de otra región, quizá México pueda “mejorar de repente y despierte la semana próxima pareciéndose a Dinamarca”, pero las probabilidades, por lo que se ve, son muy bajas o casi nulas.

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