Ir al contenido

El campo de la vergüenza de México

Los conceptos parecen no alcanzar para aprehender la violencia que es perpetrada en México. Chenalhó. San Fernando. Tlatlaya. Ayotzinapa. Ahora aprenda a pronunciar Teuchitlán. Y sin embargo necesitamos nombrar esta atrocidad

Peritos forences y colectivos de búsqueda trabajan en el rancho Izaguirre de Teuchitlán.FISCALÍA DE JALISCO

Sábado 27 de enero de 1945. Medio día. Primo Levi observa los primeros soldados rusos que llegan a Auschwitz para liberarlos. Nunca pudo olvidar su cara. Eran cuatro jóvenes a caballo. Al aproximarse a las alambradas se detienen. Contemplan el panorama. No dejan de observar con extraño embarazo a los cadáveres descompuestos entre el gris de la nieve y los barracones en ruinas. Luego miran a Levi, Charles y los pocos supervivientes que se encontraban ahí frente a ellos.

Aquellos soldados asombrosamente reales no les saludaban, no sonreían: “parecían oprimidos, más aún que por la compasió...

Suscríbete para seguir leyendo

Lee sin límites

Sábado 27 de enero de 1945. Medio día. Primo Levi observa los primeros soldados rusos que llegan a Auschwitz para liberarlos. Nunca pudo olvidar su cara. Eran cuatro jóvenes a caballo. Al aproximarse a las alambradas se detienen. Contemplan el panorama. No dejan de observar con extraño embarazo a los cadáveres descompuestos entre el gris de la nieve y los barracones en ruinas. Luego miran a Levi, Charles y los pocos supervivientes que se encontraban ahí frente a ellos.

Aquellos soldados asombrosamente reales no les saludaban, no sonreían: “parecían oprimidos, más aún que por la compasión, por una timidez confusa que les sellaba la boca y les clavaba la mirada sobre aquel espectáculo funesto”. Levi y sus compañeros conocían muy bien esa clase de vergüenza; es la que uno siente “ante la culpa cometida por otro” y que “pesa por su misma existencia”. Aquel ultraje había sido introducido en el mundo sin que se hubiera sido capaz de evitarlo o contrarrestarlo. Levi lo repite una y otra vez: cuando fue liberado lo que dominaba era la vergüenza del mundo, la vergüenza de ser un hombre, la vergüenza por sobrevivir.

Desde que se dio el hallazgo del campo de exterminio de Teuchitlán en Jalisco, no he podido sacarme de la cabeza estas palabras de Primo Levi en La tregua. Hay algo que irremediablemente resuena de su experiencia en esta nueva bestialidad, por más que las condiciones y el contexto histórico no puedan ser más distintos. Este campo de exterminio no fue descubierto por soldados, sino por un grupo de familiares de personas desparecidas en México. Como tantas otras veces en este país que ejerce la política del abandono, fueron las propias madres y padres buscadores quienes supieron de su existencia, localizaron el lugar y penetraron sus muros con palas, picos y varillas videntes en la mano. Sus armas.

Uno imagina la mirada fija y los rostros graves de esas mujeres y hombres al encontrar los hornos crematorios, las fosas, los centenares de huesos y objetos personales que podrían ser de sus seres queridos. Hemos visto las imágenes arrancadas a ese campo de reclutamiento y exterminio del crimen organizado. Estremecen. Su brutalidad no tiene que ver con los cuerpos desmembrados o colgados en puentes peatonales —esa violencia expresiva a la que nos acostumbraron desde que se declaró la llamada guerra al narcotráfico—, sino con lo que evoca la ausencia. Y su escala. En la tragedia de la desaparición forzada conmueven los restos indistinguibles, las cosas que llevaban consigo, lo que escribieron para despedirse. No es casual, por ejemplo, la forma en que se viralizaron las fotografías de los montones de zapatos encontrados sin sus dueños con calificativos y etiquetas ligadas al Holocausto.

Una vez más los conceptos parecen no alcanzar para aprehender la violencia inaudita que es perpetrada en México. Chenalhó. San Fernando. Tlatlaya. Ayotzinapa. Ahora aprenda a pronunciar Teuchitlán. Estamos frente a un horror abismal, literalmente sin fin, que nos paraliza. Y sin embargo necesitamos nombrar y encarar esta nueva atrocidad. Sacudir de golpe nuestra anestesia. Pensar seriamente lo que nos abate y eriza la piel. En un país con más de 120.000 desparecidos, conviene prestar atención a lo que todavía nos afecta hasta sentir nausea y una impotencia insoportable.

Evidentemente lo primero es exigir verdad, justicia, deslindar responsabilidades. Más cuando sabemos que ese mismo rancho fue asegurado e investigado por las autoridades en septiembre pasado sin que nada de este horror saliera a la luz. La cuestión es que la propia magnitud del acontecimiento rebasa lo estrictamente jurídico y nos obliga a preguntarnos también por su dimensión ética y política. Tratar de comprender las condiciones de posibilidad para que se produzca esta clase de crueldad y obediencia ciega en nuestro país.

Creo que hay que hacer frente a la barbarie con un pensamiento encarnado, sensible, con entrañas. Buscar las palabras más justas y cuidadosas de las que seamos capaces para distanciarnos del desprecio deparado por criminales y funcionarios cómplices. Hablo de romper esos números desquiciadamente redondos que reducen el daño y cultivan la indiferencia. Hablo de hacer que cada vida cuente, que cada historia importe. En definitiva, hacernos cargo y estar a la altura de la dignidad de esas madres y familiares que cada día salen a caminar en Jalisco, Tamaulipas, Veracruz o Sinaloa para remover la tierra sin apoyo estatal y bajo amenazas.

Los testimonios que van apareciendo —uno tras otro— dan cuenta del dolor experimentado y revelan con detalle las prácticas y mecanismos de poder que sustentaban ese campo de reclutamiento y exterminio en Teuchitlán. Más que aislar esta tragedia y buscar monstruos, habría que tratar de encontrar ciertos patrones. De lo contrario, seguiremos llevándonos las manos a la cabeza con historias aterradoras sin reconocer la violencia estructural que está detrás de una necropolítica que sobrexpone y desampara a poblaciones enteras que juzga como prescindibles o sacrificables. Quizá entonces descubramos hasta qué grado esos grupos criminales se nutren de la precariedad laboral, la cultura del hiperconsumo y una idiotez moral galopante.

No es fácil hacer frente a la deshumanización desplegada en el campo de Teuchitlán. Podríamos empezar por poner en relación lo que hemos experimentado al ver esta noticia e intentar restaurar los lazos que nos vinculan. Sabernos afectados por el dolor que invade a esas madres y padres que ahora mismo buscan en un excel los jeans con los que vieron salir a sus hijos de casa por última vez.

La vergüenza, como escribe Frédéric Gros, es una mezcla de tristeza y rabia que puede llegar a ser transformadora. Supongo que sonará a poco, pero creo en la potencia ético-política del sentir vergüenza —hasta la médula— para cuestionarnos cómo diablos pudo pasar algo así entre nosotros y pasar a la acción. El sonrojo nos revela lo común y lo inadmisible en una época en la que todo tiende a separarnos.

Más información

Archivado En