Javier Bátiz, el brujo de la guitarra eléctrica
Mentor de Carlos Santana, su sonido virtuoso desafió el menosprecio de las élites, abrió foros para él y otros músicos tocando casi en la clandestinidad en un impulso de cambio radical para la juventud mexicana
El legendario guitarrista Javier Bátiz, nos deja como legado su honestidad distante del protagonismo, su anecdotario locuaz y un virtuosismo singular en la música mexicana contemporánea. Antes de su fallecimiento el pasado sábado 14 de diciembre, yo no sabía que su nombre verdadero era Javier Isaac Medina Núñez. Nació en 1947, en Tijuana. Más allá de su trayectoria imprescindible para entender la historia del rock mexicano, El Brujo Bátiz fue un...
El legendario guitarrista Javier Bátiz, nos deja como legado su honestidad distante del protagonismo, su anecdotario locuaz y un virtuosismo singular en la música mexicana contemporánea. Antes de su fallecimiento el pasado sábado 14 de diciembre, yo no sabía que su nombre verdadero era Javier Isaac Medina Núñez. Nació en 1947, en Tijuana. Más allá de su trayectoria imprescindible para entender la historia del rock mexicano, El Brujo Bátiz fue un músico arriesgado y un tanto intermitente para la memoria colectiva que solo recupera a los protagonistas verdaderos cuando le dan brillo a la oficialidad.
Desde su infancia pasó de ser un músico callejero hasta que ya en su juventud se convirtiera en mentor de Carlos Santana y gurú de muchos otros músicos renombrados como Alex Lora y Fito de la Parra. La crítica musical (si es que esto existe en México) de la escena nacional, sobre todo de unos años para acá, llevó a Javier Bátiz a deambular con su guitarra por toda clase de escenarios posibles como un espíritu libre que resistía al olvido.
Hago memoria para recordar cuando lo vi por primera vez en una tocada infame en el Teatro del Ferrocarrilero, en Tlatelolco, allá a finales del siglo XX. No había garantías para nadie y nos ofrecían un pésimo sonido a un público fiero.
Yo tenía una noción intuitiva de lo que significaba “contracultura” y Bátiz era uno de sus representantes. La policía nos odiaba y nosotros a ella. Era emisaria de un gobierno represivo y violento contra las juventudes de las periferias proletarias. El rock estuvo censurado en casi todos lados. Aun así, Bátiz fue de los pocos artistas que se presentaron en lugares de postín como el centro nocturno Terraza Casino, en la colonia Nápoles, en 1968, previo a las Olimpiadas de México, y al festival de Avándaro en 1971, que pondría la puntilla a la censura oficial del rock. Bátiz no participó ahí, según su versión, por compromisos anteriores.
Gracias al tijuanense y otros pocos músicos y grupos más como el Three Souls in Mind, el rock mexicano sobrevivió a muchos años a una era del hielo que terminaría hasta bien entrada los años ochenta. Javier Bátiz le dio a esa música un impulso de cambio radical a la juventud mexicana y con ello se convirtió en un protagonista de nuestra historia social moderna.
Durante toda su trayectoria, Bátiz desafió con su guitarra virtuosa el menosprecio de su trabajo por las élites, abrió foros pare él y otros músicos tocando casi en la clandestinidad y al mismo tiempo, como invitado en toda clase de programas de televisión. Tan solo en “Siempre en domingo”, el programa dominical maratónico y propagandista del priísmo más duro, Bátiz hizo más de cien presentaciones en vivo, incluso con sinfónica. Mostró su fuerza vital y ubicuidad para darle vida y sentido a los riesgos de tocar frente a un público que envejeció con él y lo seguía en estadios, plazas públicas, antruchos, bodegas y estadios de futbol pedregosos de las ciudades y periferias de todo el país. Eran presentaciones maratónicas como parte de elencos enormes con grupos donde había de todo, incluso buena música, de otro modo Bátiz no habría sobrevivido en los mentados hoyos fonkis, que eran algo así como centros de juventudes inadaptadas por la pobreza y la falta de oportunidades, entre muchas otras, de escuchar en vivo lo que a uno le diera la gana.
En estos tiempos de corrección política e “inclusión”, la figura de Javier Bátiz no se acomoda al protocolo del músico rockero promedio, adaptable y ligero que hoy en día atiborra los festivales masivos. El rock hoy en día es imagen y fácil digestión. Bátiz fue (es) una figura central y aglutinante de la contracultura mexicana. Desde sus inicios con su banda los Tjs le dio apertura a la presencia femenina a través de su hermana Baby. Poco o nada les dice a las generaciones actuales una imagen de un rockero clásico, pero Bátiz y algunos otros más se batieron en campo abierto para democratizar espacios al rock. El tijuanense nos mostró una manera de ser contestatario expresándose a través de su guitarra eléctrica.
Se resistió a la profilaxis de la industria musical mexicana para integrarse al movimiento del rock en tu idioma iniciado en 1985, que como requisito imponía a las bandas cantar en español y transformar el negocio con una imagen más digerible para el mercado, empeñado en recuperar al fan rockero, desbalagado y en su versión proletaria, proscrita.
De buen humor siempre y agradecido con la vida, Javier Bátiz caminó por el camino salvaje de lo que más amaba: tocar su guitarra educada proyectando un talento genial, abierto y fraternal. Propició una exploración profunda al surgimiento del rock mexicano, acaparado por baladistas descafeinados: Enrique Guzmán, César Costa y et al. Toda la vida siguió su propio camino y cantaba en inglés y español, como lo hacía desde sus inicios en la frontera mexicana y en California. Honesto siempre y fiel a su escuela musical, a la tradición bluesera de Chicago y el soul, sobre todo. Batiz y José Agustín fueron los últimos bastiones de la contracultura como vieja escuela de la rebeldía juvenil.
La última vez que lo vi fue hace unos 12 años en la cantina la UdeG, en la colonia Guerrero. Javier Bátiz y su hermana Baby se presentaban con su grupo cada viernes ahí y a mí me tocó estar presente ese día como invitado de una aburrida despedida de soltero. En el salón principal parecía que no habría nadie escuchando a la leyenda a esa hora temprana de la tarde. Encerrado en un salón para veinte personas con música de balada nacional, apenas me di cuenta que afuera Bátiz arrancaba aullidos de euforia y ponía bailar a un nutrido auditorio de godínez, jubilados y comensales de incierta ocupación. Desde la orilla a un costado del escenario, presencié el resto de la tocada. Susie Q, The house of the raising sun y Tú serás mi baby. Había un furor contagioso en la cantina. Hasta los meseros, atentos al escenario descuidando su labor, llevaban con los pies el ritmo de la banda.
Bátiz bajó del escenario entre aplausos furiosos y gritos de alegría. Pasó junto a mí.
—Maestro, es usted un chingón—me atreví a decirle.
—Todos los somos, carnalito. Todos lo somos—, respondió con su enorme sonrisa y desapareció entre el tumulto de personas en busca de una foto y un autógrafo.
Su melena negra y rizada. Sus lentes oscuros de gota, sus solos de guitarra pesados, como debe de ser. Pura grasa y gluten.
Javier Bátiz trascenderá al éxito efímero. Siempre habrá un antes y un después en la memoria colectiva. Javier Bátiz hizo su parte para guiarnos a renegar de la realidad que este país nos ofrece desde siempre. Intentar cambiar el mundo es una labor ardua y utópica, pero pocos como el tijuanense llenan el vacío que deja el espíritu rebelde de un rockero con linaje de autenticidad.