Desacato judicial: mea culpa

Lo reconozco: no es Sheinbaum Pardo, ni las múltiples autoridades estatales que han desoído nuestra última voluntad, quien ha transgredido el Estado de derecho

Tabajadores del Poder Judicial se manifiestan contra la reforma, en Ciudad de México. En agosto de 2024.Hector Guerrero

Soy juez de distrito. ¿El distrito? No importa. Lo relevante es que, hace poco más de un mes, fue aprobada la reforma constitucional que arrasará con mi carrera, mis planes, todo. Si deseo conservar mi puesto —con un salario reducido, claro— tendré que someterme al juicio del pueblo. Ese tirano. ¿Se imaginan? Explicar a propios y a extraños por qué tomo las decisiones que tomo.

Eran días de caminar por donde no había andado nadie....

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Soy juez de distrito. ¿El distrito? No importa. Lo relevante es que, hace poco más de un mes, fue aprobada la reforma constitucional que arrasará con mi carrera, mis planes, todo. Si deseo conservar mi puesto —con un salario reducido, claro— tendré que someterme al juicio del pueblo. Ese tirano. ¿Se imaginan? Explicar a propios y a extraños por qué tomo las decisiones que tomo.

Eran días de caminar por donde no había andado nadie.

Así, con la soga al cuello y el tiempo encima, decidí empuñar mis pocas armas y cometer algo más que tímidas aberraciones. Resolví poner en marcha los engranes del sistema de justicia —no para servir— sino para protegerme. ¿Podría usted culparme por eso? Fueron muchos los que me empujaron: millones. Dicen que suman más de treinta y seis.

Siempre tuve claro que el nado sería a contracorriente, sin razón ni derecho que me mantuviera a flote. Es en esos momentos, cuando todo se pierde y apenas queda nada por ganar, que uno se atreve a embestir gigantes.

Así lo hice. No fui el primero ni el último: fuimos juntos los desahuciados. Hoy, sin embargo, dejo este mea culpa como testimonio para quien quiera escucharlo.

Primero: admití un amparo notoriamente improcedente. Lo sé, no hay duda. Pretender que la fracción I del artículo 61 de la Ley de Amparo —esa que señala que el juicio es improcedente contra adiciones o reformas a la Constitución— admite otra interpretación, es disparatado. Aun así, lo hice. En lugar de rechazar de plano el amparo que me fue presentado contra la —maldita— reforma judicial, lo admití. Sí, lo admití.

Y eso que me repitieron hasta el cansancio en la carrera: si esa facultad no se otorgó al Poder Judicial, es porque no nos corresponde ejercer control sobre el proceso reformador. Lo que natura no da, el razonamiento más ingenioso no presta.

Pero no me detuve allí, fui más lejos. Ruborizado reconozco que otorgué suspensiones a los actos reclamados. La desdicha me llevó a intentar frenar a la autoridad electoral para que no realizará la elección, impedir que el Senado emitiera la convocatoria para participar en el proceso de selección y —caray, esto me cuesta admitirlo—, busqué ordenar a la presidenta que eliminara la publicación de la reforma del Diario Oficial de la Federación. De no hacerlo, la encarcelaría.

Por favor no me miren así, estaba solo. Un hombre modesto contra el mundo.

Segundo: me hice el ciego con el artículo 51 de la Ley de Amparo —ese reducto de sentido común que aclara que mis compañeros y yo debemos excusarnos de conocer asuntos en los que tengamos interés personal. Lo ignoré. ¿Por qué lo hice? Quizás Andrés Manuel tenía razón sobre nosotros: no somos ni imparciales, ni justos. Frágiles presas de la naturaleza humana.

Un síntoma inequívoco fue aquel paro ilegal al que nos arrastraron los compañeros, o nuestro llamado desesperado al público global, como si quisiéramos convencerlos de que México —por decimoquinta vez— se había precipitado al abismo.

Al menos no llegué al absurdo de mis colegas. Algunos, con total descaro, exigieron que las autoridades acataran sus ilegales órdenes y, si no les parecían, que las recurrieran ante el mismo poder judicial. ¡La madre de la insensatez! Clamaban a gritos que otro parcial juez, igualmente afectado por la reforma, resolviera el entuerto. —Respetar las vías institucionales —invitaban con soberbia y bombín.

Tercero: sin fundamentos para acreditar que la reforma judicial viola derechos laborales o contraviene derechos humanos, disparé a matar. ¡Boom! Creí que el estruendo bastaría. Con frases alarmantes y pocas nueces, desaté la histeria.

Repetí como autómata lo que el guion de mi bando dictaba. —La reforma es preocupante —decían los que llevaban prisa y desdén al cambio. —Es contraria al principio de división de poderes y a la independencia judicial —insistía en repetitivos foros nuestra poco hábil dirigenta. Con A. ¿Las pruebas? Aún las esperamos. Quizás aparezcan en el best seller que prometió en entrevista con Adela Micha, ese libro en el que, según dijo, revelará por qué no se levantó cuando AMLO entró a la ceremonia de la Constitución.

Cuarto: el epítome de lo absurdo. Con mis modestos poderes de juez de distrito —en el eslabón más bajo de la cadena trófica—, intenté erigirme como un contrapeso frente a treinta y seis millones de votos. Con Sansón a las patadas. Un despropósito numérico y democrático.

Por mi culpa, por mi culpa, por mi gran culpa. A la luz de lo expuesto lo reconozco: no es Sheinbaum Pardo —ni las múltiples autoridades estatales que han desoído nuestra última voluntad— quien ha transgredido el Estado de derecho. Es hora de enfrentar la verdad: he traicionado el propósito fundamental que daba sentido a mi función. Aquello que debería proteger, lo he sentenciado.

He sido verdugo de lo que debí ser centinela.



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