No hay pero que valga en la detención de Ovidio Guzmán
El Gobierno de López Obrador ha asestado un contundente golpe al crimen organizado que por la forma con que fue ejecutado, pero sobre todo por lo que significa, constituye excelente noticia para el país
Los hechos son contundentes: pese al costo de vidas y pérdidas materiales, el Gobierno de la República logró la detención de un presunto criminal renombrado por su parentesco, reclamado por actividades ilícitas propias y que se había convertido en un símbolo de la impunidad y el poderío de un grupo de la delincuencia organizada. Frente a esa captura hay quien busca encontrar el pero, el sin embargo, defectos o asegunes al éxito e...
Los hechos son contundentes: pese al costo de vidas y pérdidas materiales, el Gobierno de la República logró la detención de un presunto criminal renombrado por su parentesco, reclamado por actividades ilícitas propias y que se había convertido en un símbolo de la impunidad y el poderío de un grupo de la delincuencia organizada. Frente a esa captura hay quien busca encontrar el pero, el sin embargo, defectos o asegunes al éxito en un afán que descalifica o menosprecia lo evidente.
La pugna política ha de tener un límite. La frontera de la permanente descalificación, del encono sin tregua, de la manifiesta voluntad por no reconocer los actos y los dichos del otro, conducta que se ha instalado en México y no solo desde 2018, se hace evidente en momentos en que lo que está en juego son, ni más ni menos, los derechos de la sociedad. Y hay situaciones en las que es menester ponerse del lado correcto del lindero.
El Gobierno de López Obrador ha asestado un contundente golpe al crimen organizado que por la forma con que fue ejecutado, pero sobre todo por lo que significa, constituye excelente noticia para el país. No lo ven así, en cambio, parte de la prensa crítica y no pocos de quienes se asumen como especialistas en la seguridad.
Ovidio fue hasta el jueves una enorme piedra en el zapato no del presidente López Obrador, sino de la posibilidades de que el país pueda construir un Estado de derecho. La detención de este joven pero conocido personaje de uno de los cárteles del narcotráfico tiene de arranque una sola lectura posible. Si el Gobierno pudo detenerle, entonces puede más cosas, similares o parecidas. Tal constatación juega a favor de la sociedad, de las y los habitantes de Sinaloa, en primer lugar, de los de México en segundo.
Reparar en el éxito del operativo, sin desestimar las bajas militares y de presuntos criminales —destacando también que las balas no cobraron vidas de ciudadanos en tantas horas de pandemónium tras la detención—, pero sobre todo fijarse en la legitimidad del hecho en sí, de la decisión gubernamental de no dejar sin castigo a quien escapó una vez tomando por rehenes a una sociedad y a las Fuerzas Armadas, vale más que cualquier otro considerando que pretenda relativizar esta actuación de la administración López Obrador.
Los contextos de los hechos importan, pero antes que nada debieran ser estos los que al ser dimensionados permitan guiar la respuesta que tenemos frente a ellos.
No todo vale en la confrontación política. Acuerpar al Gobierno luego de que se decidió a una operación de tal envergadura y complejidad, que resolvió diligentemente a pesar de escenarios de confrontación tras la captura —previsibles luego del jueves negro de hace 39 meses, pero no por ello menos riesgosos—, abona a la posibilidad de que en el futuro capturas como ésta sean aún más exitosas, pues derivarían en rotundo mensaje para aquellos que pretenden desafiar con violencia a la sociedad: en esto no estamos divididos.
El éxito de las Fuerzas Armadas, y del mando civil que las encabeza, no ha provocado sin embargo una lectura común, unificada. Sobran los análisis y las expresiones con peros y matices, las lecturas acomodaticias de lo que hubiera sido deseable o ideal, campea una mezquindad que no quiere rendirse ante lo obvio: quién si no los criminales serían los únicos perdedores de tan efectivo despliegue de capacidades institucionales.
Regatear el reconocimiento al Gobierno por la operación llevada a cabo en Culiacán, poniéndole al golpe el sambenito de que fue por petición de Estados Unidos es no solo simplista en términos de logística sino desdeñoso de la realidad más importante: para nada está ganada la guerra, para nada ha llegado la paz.
En democracia los contrarios disputan, en las elecciones y en los espacios de poder como las cámaras legislativas o las salas de la opinión pública, el derecho a definir caminos y estrategias, prioridades y métodos. En algunos momentos, sin embargo, nadie en México debiera confundir cuando algo beneficia a todos, sin desdoro de su origen o del polarizado contexto.
Conceder desde la oposición y la crítica que este hecho es un logro sin adjetivos abonará no a la posibilidad de que el presidente de la República insista en su efectiva agenda descalificadora o reduccionista, sino en algo más importante. Recordará a propios y extraños que, a pesar de la polarización, del ruido cotidiano e incesante, aquellos que dicen defender las instituciones en efecto son capaces de hacerlo incluso si es un adversario el que ha contribuido a que éstas tengan una destacada jornada.
La sociedad de Sinaloa se pregunta en voz alta cuándo dejará de ser presa de los actos de terror como los que siguieron a la detención de una de las figuras emblemáticas del cartel que tristemente usurpa el nombre de tan valioso estado. Una de las respuestas a esa pregunta estriba en el respaldo en que todos den, así sea por las horas inmediatas, a la detención y a los autores de la misma.
Sobre todo porque no es Sinaloa un caso aparte o único. Hace apenas unos días Ciudad Juárez fue secuestrado por criminales que dispusieron de la vida de custodios de un penal. Esa fuga de reos peligrosos reos fue solo una consecuencia del problema de raíz: vivimos en un país en que los delincuentes cuando se lo proponen cortan caminos, abren cárceles, cierran negocios, secuestran personas. Así en Culiacán como en Guadalajara, en Cuautla como en Tijuana, en Acapulco y Cancún, en poblaciones del desierto de Zacatecas y en la sierra Tarahumara.
Hay tiempos para todo. En los próximos días sabremos, por la virtud de periodistas nacionales y extranjeros, de expertos mexicanos y foráneos, más de lo ocurrido la madrugada del jueves en la sindicatura culiacanense de Jesús María. Pero con lo visto sobra para algunas lecciones iniciales.
El operativo estaba en marcha y la gritería de la comentocracia exigía al presidente que diera detalles en tiempo real sobre el mismo. No que muy informado, para eso madruga, díganos, lo emplazamos, le exigimos... Gobierne para las redes sociales también en esto, ¿no que muy controlador de la agenda?
Sí, el actual Gobierno ha sido un activo azuzador del encono y la estridencia. Mas sus críticos, y sobre todo aquellos que han tenido el privilegio, y la deshonra, de haber estado en otras administraciones, habrían de poner la muestra de que antes de vociferar juicios sobre algo que está ocurriendo, y que podría afectar vidas de agentes del Estado y de inocentes, hay que dar –se lo hayan ganado o no— el beneficio de la duda. Capturar un capo puede derivar en pésima noticia antes durante y después del operativo, y lo saben.
Ovidio durmió en un penal de alta seguridad. Y mal que bien Sinaloa reiniciaba operaciones al día siguiente. Vendrán nuevos retos pues ese cartel se reconfigurará; frente a ellos, cualquier acción gubernamental será más promisoria si tiene el respaldo de una sociedad que manifiesta que a la hora de jugarse la paz, no hay disputa política que valga la pena estar desunidos.
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