¿Defender al presidente?
La mejor manera de ser congruente es reconocer lo que hace bien y lo que hace mal este Gobierno, de cara a sus promesas
No defender al presidente es estar a favor de los conservadores, dicen los obradoristas. El propio mandatario ha señalado que se está a favor de su movimiento o se está en contra de él, porque no es el tiempo de medias tintas. Paradójicamente, es el mismo enfoque que asumen sus críticos, para quienes todo aquel que le reconozca algún mérito o no de cuenta exclusivamente de los defectos del Gobierno de la 4T, es un fanático, un iluso, o de plano, un palero.
Beatificar o satanizar. El problema de la po...
No defender al presidente es estar a favor de los conservadores, dicen los obradoristas. El propio mandatario ha señalado que se está a favor de su movimiento o se está en contra de él, porque no es el tiempo de medias tintas. Paradójicamente, es el mismo enfoque que asumen sus críticos, para quienes todo aquel que le reconozca algún mérito o no de cuenta exclusivamente de los defectos del Gobierno de la 4T, es un fanático, un iluso, o de plano, un palero.
Beatificar o satanizar. El problema de la polarización política que vivimos no es solo que termina por imponer actitudes binarias, maniqueas, en el que desaparecen los matices y se descalifica y desprecia todo aquello que no se describa en blanco o negro. Y no es que en los dos polos haya desaparecido la ética o la capacidad analítica para apreciar que la realidad es más compleja que las fáciles etiquetas que se endilgan mutuamente (populista irresponsable, de un lado; conservadores y corruptos, del otro). Se trata más bien de un proceso de progresivo deslizamiento hacia el diálogo de trincheras, impulsado por dos factores.
Primero, la noción de que lo que está en juego es demasiado importante para detenerse en minucias. El destino mismo de la patria, la democracia, el pueblo, las instituciones, etc., dependen de las batallas que están en marcha por el poder político y por la capacidad de influir en la opinión pública. Lo que está en disputa es tan valioso que el fin justifica la omisión de los detalles que estorban al epíteto virulento. De un lado, catástrofe, dictador, totalitarismo, represor; del otro, corruptos, prensa vendida, mafia.
Segundo, la batalla de narrativas ha llevado a las dos partes a extremar sus posiciones. Lo que hace una, empuja a la otra en dirección contraria. Frente a la percepción de ser injustamente crucificado todos los días por una prensa adversa que solo documenta aquello que puede perjudicar la imagen de su Gobierno, las mañaneras del presidente se dedican a dar la otra versión, convirtiéndose en largas piezas auto justificadoras y plataforma de descalificaciones en contra de sus adversarios. Esto, a su vez, orilla a sus críticos a redoblar esfuerzos para desnudar lo que López Obrador intenta vender como bueno. El resultado es que las mañaneras solo informan aquello que favorece al Gobierno, mientras que la mayor parte de la prensa o de las columnas de análisis solo reportan aquello que exhibe un mal desempeño de la administración pública. La opinión pública termina siendo alimentada no con información, sino esencialmente con propaganda, de uno y otro bando.
Hemos llegado al punto en el que la lectura de las columnas se hace con el exclusivo propósito de concluir si en ella se defiende al presidente o se le critica, para estar así en condiciones de poner al autor la etiqueta correspondiente: vendido o correcto, manipulado o brillante, chairo o fifí, según sea el bando. Valorar los argumentos o la información vertida es lo menos importante.
Eso hace delicado el trabajo de los que creemos que el quehacer político no lo protagonizan exclusivamente “buenos y malos”, ni actores sociales que enarbolan posiciones correctas o incorrectas según el espectro político al que pertenezcan. El hecho de que el presidente sea aprobado por cerca de dos tercios de la población y el tercio restante opine lo contrario, revela que existen distintos proyectos de país y maneras diferentes de enfocar y priorizar los asuntos públicos. No debería extrañarnos que existan posiciones encontradas en un país con tantos contrastes sociales. Lo que tendría que llamarnos la atención es la propensión a creer que los que difieren de nuestra posición lo hacen porque están engañados, son imbéciles o son corruptos.
En el fenómeno político que encabeza López Obrador convergen la inconformidad de grandes mayorías que esperan y exigen un cambio, y la propuesta de un líder que lo está intentando a su bien entender. En ese intento hay aciertos y desaciertos, méritos a reconocer y fallas que requieren ser analizadas, no ocultadas. Todo proyecto que evita la autocrítica renuncia a mejorarse a sí mismo.
En ese sentido, habría que reivindicar la legitimidad para cuestionar desde la izquierda al obradorismo, a partir de los compromisos, los ideales y las esperanzas que se ha planteado un movimiento que se ha descrito a sí mismo como de izquierda. Que defiendan incondicionalmente al presidente los que piensen que las personas son más importantes que las convicciones o los actores sociales.
López Obrador ha sido notablemente consistente en sus convicciones y sería ingrato no reconocer la disposición y la energía que ha desplegado en su intento por cambiar las cosas. Y desde luego es diferente la perspectiva del que va al timón y tiene a la vista obstáculos y dificultades que le son ajenas a los que observan el viaje bajo cubierta. Pero también es cierto que ninguna persona es infalible. Creer lo contrario es pasar del terreno de la política y los ideales a la Fe que bordea lo religioso. Hay actitudes, decisiones y formas de operar que no parecerían acordes con las promesas planteadas por el líder, o incluso con el López Obrador que tomó posesión hace cuatro años. Algunas de esas inconsistencias podrían obedecer a razones que no percibimos o a decisiones basadas a partir del menor de los males. O quizá algunas otras simplemente sean errores. Percibirlo así y no plantearlo sería una traición a la responsabilidad y al privilegio que los columnistas tenemos de analizar la cosa pública lo más honestamente posible y al margen de militancias disfrazadas.
Coincido con muchas de las banderas que sostiene López Obrador, porque en efecto me parece que era el momento de girar en favor de los muchos dejados atrás; por razones éticas, desde luego, pero también por la necesidad de conjurar los riesgos de la inestabilidad social que significa la existencia de grandes mayorías sin una esperanza o representación política. Y me parece que la mejor manera de ser congruente con esa perspectiva es reconocer lo que hace bien y lo que hace mal este Gobierno, de cara a sus promesas. A riesgo de ser juzgado una semana como defensor del presidente y la otra como crítico de él, por aquellos que están atrapados en una trama absurda: creer que López Obrador es la razón de los problemas de México o, por el contrario, que la solución de ellos depende de su genialidad.
@Jorgezepedap