Tribuna

Amor y duelo

Recorrí muchos años aquí y allá tratando de solucionar lo que estuviera mal en mí, eso que obstruía mi encuentro con el amor de pareja, para darme cuenta de que el amor está en otras cosas, cosas que a veces una no percibe o no dimensiona

Fernanda Castro

La primera vez que escuché decir a un hombre que me quería, sentí como si sus palabras me comprometieran. Ese hombre 10 años mayor me siguió desde entonces al río en su bicicleta. Me siguió luego cuando iba al pan, a comprar comida, cuando me iba lejos de los adultos, cuando jugaba con sus hermanas. En la costa los niños andábamos sueltos, caminábamos juntos, nos avisábamos de peligros visibles e invisibles. Los hermanos del hombre en cuestión me decían: viene por ti, tienes que irte. Y yo salía pitando. Al principio corría, luego mis padres me regalaron una bicicleta que yo había pedido con e...

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La primera vez que escuché decir a un hombre que me quería, sentí como si sus palabras me comprometieran. Ese hombre 10 años mayor me siguió desde entonces al río en su bicicleta. Me siguió luego cuando iba al pan, a comprar comida, cuando me iba lejos de los adultos, cuando jugaba con sus hermanas. En la costa los niños andábamos sueltos, caminábamos juntos, nos avisábamos de peligros visibles e invisibles. Los hermanos del hombre en cuestión me decían: viene por ti, tienes que irte. Y yo salía pitando. Al principio corría, luego mis padres me regalaron una bicicleta que yo había pedido con el pretexto de ir más rápido por los mandados. Me avergonzaba tener que decir que alguien que me quería me hacía sentir culpa por tener un cuerpo. Cuando se lo dije a mi madre, me sugirió usar una playera holgada para nadar. Recuerdo cómo se hinchaba la playera con el agua y lo difícil que era sumergirse con ella para mirar las piedras y los peces de colores en el río. Recuerdo el dolor que me causó reconocer que la playera no me hacía desaparecer, sino que era el método que habían hecho usar a mi propia madre a mi edad para evitar que se le vieran los pechos crecientes. Fue la primera vez que sentí miedo al reconocerme como mujer, como niña. Eventualmente dejé de ir al río porque uno se volvieron cinco. Cinco muchachos que rondaban los veinte años me perseguían argumentando sentir amor por mí.

Tuve que olvidarme del olor a pasto recién arrancado y de las ciruelas que crecían sobre los árboles en los terrenos libres. Tenía una ruta perfecta para huir del amor de ese niño (en mi mente, él y sus amigos eran como yo: niños). Arrojaba mi bicicleta justo antes del patio de la casa con espineras y corría a toda velocidad para salir del otro lado, donde me esperaba mi padre trabajando fierro, molesto porque después de huir me gustaba ver fijamente la luz azul de la soldadura. Nunca pudieron alcanzarme, pero no dejaron de perseguirme.

Un día vino a visitarnos la abuela y tuve que decírselo: ese muchacho decía que quería casarse conmigo. Lloré, no sabía por qué lloraba si se suponía que el amor era para celebrarse. Mi abuela se encerró con mis padres y hablaron en voz baja. Luego me dijo: te vas a jugar al panteón y yo voy a cuidarte. El panteón era un lugar hermoso, el musgo cubría las lápidas y a los muchachos les daba miedo seguirme hasta ahí. Tomé mi bici, salí de casa mirando a todas partes. Y entonces, los muchachos salieron de sus escondites listos para perseguirme. Yo sabía derrapar, sabía lanzarme de la bicicleta en movimiento, sabía todas las maniobras que hay que saber para huir, pero esta vez estaban demasiado cerca. ¿Qué harían conmigo cuando me alcanzaran? ¿Tendría que casarme y ser como mi amiga María, que había parido antes de cumplir los 15? Antes de que llegaran, apareció mi abuela a la vuelta de la casa, empuñando algo debajo de su blusa, me dijo ¡vete! Y yo aventé mi bicicleta y corrí en dirección al lugar del eterno descanso. La escuché decirles: los mato si los vuelvo a ver cerca. Años más tarde supe que empuñaba una pistola blanca, la misma con la que defendió a sus ocho hijas de los hombres que trepaban los muros para tratar de violarlas.

Esa noche fue demasiado silenciosa, la costa chica parecía haberse enfriado.

Unas semanas después tuvimos que irnos, fue como una huida: mi mamá conducía el carrito con las pocas cosas que no habían vendido y mi papá iba a su lado borracho. Mi padre nunca bebía, pero los vecinos de los chicos que me perseguían lo habían obligado a tomar, pistola en mano. Se decía que eran asesinos a sueldo, se decía que traficaban mujeres.

Esa fue mi introducción a la idea del amor. Me parecía más sincero el cariño de mi perra que el del hombre que me decía que me quería, acurrucado entre las matas, jadeando mientras yo me bañaba. También en esos años me juré amor eterno con mi amigo Charito, el niño afeminado. Éramos como parte de un club, junto con María, la hija de la prostituta, que había sido adoptada por un tío lejano, un viejito paralítico que vendía verdura en una banqueta afuera del mercado. Cuando el tío murió, María siguió el destino al que la gente la había condenado. Nadie le ofreció un techo ni pan y tuvo que entregarse al “amor de los hombres”. La última vez que hablé con Charito, ya salido del clóset, hace un par de años, me dijo que María estaba irreconocible y que parecía veinte años mayor que nosotros. Me dijo que le había susurrado: hermana, vámonos de aquí, pero ella ya ni siquiera lo recordaba. Tenía miedo de algo, de alguien acechando en las sombras del tugurio.

Cada que Charito y yo hablábamos de nuestra infancia, del río, de los tacuates a los que la gente llamaba “indios” o “salvajes”, teníamos que tener unas copas encima. Evitábamos mirarnos a los ojos. Privilegiados, ayudados por nuestras familias, habíamos logrado salir de esa violencia sistemática, habíamos estudiado unos años en la universidad, nos habíamos enamorado de nuestro propio sexo y del opuesto, habíamos podido teorizar sobre las cosas que nos habían herido. El análisis de nuestro dolor suavizaba las cosas al punto de volvernos amnésicos, hipócritas.

Nunca le he podido contar a Charito que la segunda persona de la que me enamoré, a los 18 años, cuando vivía sola en la ciudad más monstruosa que he conocido, organizó una intrusión colectiva hacia mi cuerpo en un momento de sedación involuntaria. Ese tipo también me decía que me quería. El efecto de esa violación, un embarazo efímero, me regaló eso que nunca pude definir y para lo que me ha servido ante todo la poesía: viví “una sensación de amor tan grande que me arruinó la vida en el mundo”. Mi balsa de rescate, esa pobre definición de mi dolor, me mantuvo a flote. Versos que ponían en palabras la elevación, el éxtasis y la imposibilidad de conservarme en ese único estado, no importa si decidía tener al hijo o arrojarlo. Lo cierto es que ese amor nonato me salvó, me hizo huir, pedir ayuda, conservar mi vida. Una noche, cuando estaba decidida a no tenerlo, lo escuché latir. Todo el cuarto latía con él, las paredes, la casa entera. ¿Qué iba a hacer con ese niño si nacía? ¿A qué heridas estaría condenado? Ese hijo me hizo entender que el destino del amor también es despedirse.

Aprendí más fehacientemente del amor cuidando a mis perras. Ellas me enseñaron que es un sentimiento trascendente. El más necesario en estos tiempos, el más mal visto. No sé por qué la gente entiende amar como un gesto de vulnerabilidad si para los perros amar es robustecerse. Es como un superpoder, algo que saben propio, es lo que les da su rol en el mundo. Con sumisión, el amor de los perros no se lleva a cabo, se vuelve miedo. Por eso nunca he querido entrenar a mis perros, me gusta reconocerlos salvajes, me hace sentir que estoy presenciando algo vestigial, un error en la mátrix: un animal que ha rechazado su naturaleza feroz para hacernos compañía.

Hace un par de semanas se murió Kichi, una de las perras que más he querido. La primera vez que nos vimos me recibió como si llevara vidas esperándome. Era la que iba siempre a mi lado, la que en las carreras en el campo se esforzaba por no perderme de vista cuando yo aumentaba la velocidad sobre la bicicleta en las largas bajadas. Todo sucedió muy rápido. Después de que se inundara nuestra casa, mi perra más pequeña estaba enferma, vomitaba, convulsionaba, rodaba por las escaleras con los ojos en blanco. La veterinaria dijo que estaba traumada, pero yo también enfermé. Kichi comenzó a acostarse encima de nosotras. Nos lamía. Le lamía la crisma, me lamía las manos para quitarme la fiebre.

Un día Kichi amaneció enferma, estaba preñada así que su cuerpo, repleto y vulnerable, se venció. Entendí lo que había hecho: había tomado lo nuestro y lo había hecho suyo. La última vez que la vi viva, miraba a un punto fijo en la oscuridad. Es la primera y la última vez que la vi sumisa. Se estaba rindiendo ante lo único ante lo que vale la pena rendirse. ¿Qué miras, Kichi? No había nada hacia donde veía y, aunque le girara el rostro por mi miedo hacia otro lado, Kichi volvía la vista al mismo punto. Esa mirada sólo la he visto en los moribundos, ese mirar al vacío buscando su suerte. Quise negarme. ¿Cómo iba a irse ella, si parecía eterna? Si llevábamos vidas esperándonos.

La noche en que trajeron sus restos, algo abrió la puerta de mi cuarto y entró ella. Yo estaba entre dormida y despierta, inmersa en ese momento placentero de amnesia que nuestro cuerpo nos regala posterior a la pérdida de un ser querido o de un evento trágico, en el profundo cansancio, ya sin fiebre. Ella entró moviendo su cuerpecito alegremente, se subió a la cama y se acurrucó conmigo. La busqué al día siguiente mientras recuperaba mi memoria. Su visita, su alegría al despedirse, me hizo la vida y el duelo más livianos. A mucha gente le parecerá un poco extraño que la muerte de un animal duela tanto, pero ¿no es cierto que lo que tienen en común el duelo por un nonato y una perra que dio su vida por la de uno es ese amor sin mácula? Nada de claroscuros, nada de sumisión, de juegos de poder, de conductas enredadas, de traumas.

Me es inevitable unir la idea del amor a la del duelo. No quiero creer que estoy errando, desde mi punto de vista esto es igual a aceptar que la vida termina, que es muerte vivir. Que cada desamor es un recordatorio de nuestro destino común.

Recorrí muchos años aquí y allá tratando de solucionar lo que estuviera mal en mí, eso que obstruía mi encuentro con el amor de pareja, para darme cuenta de que el amor está en otras cosas, cosas que a veces una no percibe o no dimensiona. Mi hermana trans me mira recelosa cuando hablo de esto. Ella, que de alguna forma al aceptarse a sí misma finalmente aceptó que el amor sería difícil, que se vería interferido por la negligencia, por el rechazo. Pero también con su aceptación vino la certeza de que siempre existirá la esperanza por la unión, por perdonar al género opuesto, al propio, a una misma.

No he podido escribir nada que esté a la altura de lo que hizo Kichi. El amor no es algo que pueda escribirse, pienso. Es algo que uno intenta describir. Creo que el amor es Dios, algo sin dimensiones que recibe un nombre escueto y se reduce a nuestra escasa comprensión de las cosas. Como un papel gigantesco que es doblado dentro de una caja para que quepa y del cual sólo podemos ver un lado. Yo lo he sentido, yo he corrido por las montañas, junto a mis perras, he caminado por el desierto, nadado en el mar con la sensación de tenerlo a cuestas, adentro, encima mío, estoy segura. Y, curiosamente, me ha alcanzado en el culmen de mi propia soledad. Ahí, mis objetos de amor irradian, me doy cuenta que, justamente como Dios, pertenecen con el tiempo a un orden de cosas que deberían conservarse en secreto, es decir: ser olvidadas.

Este texto fue leído por Clyo Mendoza durante la Feria Internacional del Libro de Oaxaca (FILO), como parte del proyecto ‘Conversaciones’

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