La UNAM, AMLO y la palabra que aparece
Lo único más absolutista que creerse el Estado es creerse la encarnación total, única y última de una forma de pensamiento, algo tan ridículo como asumirse el héroe de todas las películas
Para el presidente de México, la izquierda empieza y termina en él.
Por eso ha llegado a acusar de conservadora a la sociedad civil, a los “radicales de izquierda” y hasta a la UNAM, con todas sus complejidades.
Lo único más absolutista que creerse el Estado, sin embargo, es creerse la encarnación total, única y última de una forma de pensamiento, algo tan ridículo como asumirse el héroe de todas las películas....
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Para el presidente de México, la izquierda empieza y termina en él.
Por eso ha llegado a acusar de conservadora a la sociedad civil, a los “radicales de izquierda” y hasta a la UNAM, con todas sus complejidades.
Lo único más absolutista que creerse el Estado, sin embargo, es creerse la encarnación total, única y última de una forma de pensamiento, algo tan ridículo como asumirse el héroe de todas las películas.
La izquierda soy yo, en mí encarnan todas y cada una de sus manifestaciones, porque mis tentáculos son la justicia, la movilización, la igualdad, la equidad y el bien común, aunque tenga otros tentáculos que crezcan por la derecha, como derrames de petróleo o movilizaciones militares.
Pero esto es agua pasada, algo que ya sabemos. Así que, hablando de tentáculos, ¿qué habrá pasado con el pulpo Paul? Justo eso le pregunté a Enrique Díaz Álvarez —último ganador del Premio Anagrama de Ensayo— hace unos días, mientras pensaba en eso que usted acaba de leer y que todos sabemos.
El pulpo Paul, para quien no lo conozca o no lo recuerde, era un animal que, durante la Copa del Mundo de fútbol de Sudáfrica —que se llevó a cabo en el ya lejano verano de 2010— vaticinaba, en su piscina de un acuario alemán y con el tino apabullante de un oráculo griego, los resultados de todos y cada uno de los partidos.
Ni yo ni Díaz Álvarez —el libro con el que fue galardonado, La palabra que aparece, es una propuesta radical que busca hacer ver a sus lectores el hecho de que el testimonio es el mayor y el último acto de supervivencia con el que contamos los seres humanos, al tiempo que traslada el momento de poder del héroe al testigo— supimos cómo encontrar información en torno al destino de aquel octópodo vidente.
Sin embargo, Díaz Álvarez —cuyo libro también nos hace ver que hay seres humanos que lo único que poseen es la palabra y que esa palabra, la palabra del derrotado, del desechado, del desaparecido que busca, a través de esa misma palabra, sobrevivir, puede y debe ser nuestra herramienta más importante de confrontación con el poder, en tanto es el vehículo capaz de transformar en acción política los agravios y los abusos— se acordó de otro pulpo, quizá más interesante.
Un pulpo al que, literalmente, le insufló vida (le otorgó vida, sería mejor decir, aunque mejor todavía sería decir le inventó vida) un amigo en común; en realidad, un conocido mío, porque amigo, lo que se dice amigo, es amigo de Díaz Álvarez —cuyo libro, al igual que su estupendo El traslado, narrativas contra la idiotez y la barbarie, después de iluminar los umbrales que comunican a la ética y a la estética, se atreve a explorar la potencia de lo sensible irradiando luz sobre los diferentes modos que tenemos de alcanzar la empatía, a través de una política del testimonio—.
Dicho amigo de Díaz Álvarez —siempre ha habido, siempre hay y siempre habrá, asevera el autor de La palabra que aparece, una perspectiva oculta, un relato escondido, una narrativa omitida que puede y debe ser recuperada, dignificada y expuesta para que lo concrete se convierta en el recordatorio de lo que podemos ser, sin olvidar que el poder del testimonio no radica en el sujeto, sino en la palabra—, dicho conocido mío, decía, quien se dedicaba, hace años, a grabar videos en cualquier evento que requiriera sus de servicios (desde graduaciones hasta conciertos), como también era buzo profesional, decidió, en cierto momento, unir en uno sus dos oficios.
¿Cómo unió dichos oficios el amigo de Díaz Álvarez —la palabra, que es una de las caras con que se ejerce la violencia, es, en cambio, la totalidad de los rostros que tenemos, con que contamos para plantarnos ante el ejercicio extremo de dicha violencia, pues el lenguaje es y será la mejor arma del subalterno: “es la palabra la que aparece, la que apabulla, la que se recuerda y persiste”—? Es decir, ¿cómo unió el oficio de buzo profesional y el de grabador de experiencias? Bajando con su cámara al fondo del océano, acompañando a quienes además de vivir el azul marino querían llevarse consigo una grabación de su vivencia, para poderle poner play a su recuerdo cada vez que eso quisieran.
Fue entonces que nació ese otro pulpo del que Díaz Álvarez —quien además de escritor es profesor en la UNAM, universidad que también cuenta, entre sus profesores, al ganador anterior del Premio Anagrama, Pau Luque— y yo habríamos de acordarnos, tras ser derrotados por el misterioso destino de Paul: cansado de bajar al fondo marino (fondo que puede deparar sorpresas, pero también un vacío y un tedio insospechables) acompañando a clientes que apenas aprendían a bucear y que no sabían lo que hacían, pero sabían, sin embargo, quejarse de su experiencia (por no haber visto todo, por no haber sido todo), el buzo profesor, el grabador de experiencias, se inventó ese otro pulpo.
Todo empezó, como era de esperarse, bajo el agua: en el momento exacto en que un pulpo emergió de la arena y escapó asustado, antes de que los buzos a los que ese día acompañaba el amigo de Díaz Álvarez —quien, obviamente, cuando en su libro habla de la importancia del testimonio, también lo hace de los límites de su exposición, así como de la petición de verdad, la erosión y distorsión de la memoria, la información que habita tras el error y el trauma o el derecho al silencio— voltearan y alcanzaran a verlo. Fue entonces que decidió lo que haría a continuación.
¿Vieron el pulpo camaleón que les mostré, el que les señalé ahí en el arrecife? Antes de que aquellos buzos primerizos respondieran, añadió: ver uno de esos pulpos es un milagro, hay que tener una suerte inaudita, hay que ser elegidos por las deidades del agua, no tienen ni idea de la suerte que han tenido, repitió una y otra vez, para que el efecto de lo que quería fuera inapelable: “sí, creo que lo vi”, “lo vi cuando se estaba yendo, pero lo vi”, “yo sí lo vi, estoy seguro”.
No se preocupen, en el video podrán verlo mejor, declaró el amigo de Díaz Álvarez —para vencer la anestesia colectiva que generan los discursos del poder, hay que apelar a la escucha, pues “valorar cada cuerpo e historia no es un acto de piedad, sino de imaginación política”—, antes de despedirse, sentarse ante su computadora e insertar, en el video que había grabado, la imagen de otra grabación.
A partir de entonces, el amigo de Enrique coló al pulpo de esa otra grabación en todos sus relatos, apenas emerger, igual que lo coló en todos y cada uno de los videos que entregó a sus clientes, quienes, con el paso del tiempo, cada vez que veían su experiencia, se convencían, más y mejor, de que aquel pulpo era real.
Pero ¿por qué cuento esto del pulpo? ¿Por qué, además, al tiempo que hablo de un libro fundamental sobre la urgencia del testimonio como acto de supervivencia y los excesos de la palabra, cuando esta emana del poder?
Porque quería escribir sobre la UNAM —en cuya planta se cuentan los dos últimos ganadores del Anagrama de Ensayo, como ya dije—, sobre un presidente que se ve a sí mismo como el último héroe de la izquierda y sobre la glosa del poder.
Discursos huecos, quiero decir: aseveraciones chatas e irresponsables, pero reiterativas, tercas y oportunistas: justo la glosa que aplasta a las voces deshechas.
—En el lugar del héroe, el testigo; en vez del relato heroico, la subjetividad radical de la voz superviviente, el testimonio de lo experimentado—.
Y es que las palabras del poder (sobre todo cuando se pretende todo un sistema de pensamiento) son un pulpo.
Un pulpo que no existe, pero que uno ve una y otra vez, en la pantalla.
Hasta que casi cree o cree que está ahí.
Ya lo dijo Achille Mbembe, a quien Álvarez Díaz vuelve una y otra vez: “Mientras hablamos, en todo el mundo, el deseo de infligir la mayor brutalidad posible contra los últimos de la cola parece incontenible. Es por eso que, lo único que nos queda, es el poder del testimonio”.
Olvidémonos, pues, del pulpo Paul, del pulpo camaleón, de la UNAM, de Díaz Álvarez, de su amigo buzo y pongamos otro ejemplo, un ejemplo práctico: cuando escuchen hablar de la termoeléctrica de Morelos, apaguen la voz del presidente, busquen las palabras de Samir Flores, atrévanse a leer su testimonio, representen y reproduzcan, a través de este, un daño que nos toca y nos concierne imaginar a todos.
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