Columna

Tsyälë. Chale: Las posibilidades de conversar

El hecho de que la escritura haya sido un proceso truncado y negado para mi lengua materna provocó que la conversación se volviera un recurso privilegiado para construir textos argumentativos conjuntos

Ilustración de una discusión en redes sociales.Johanna Svennberg (Getty Images/iStockphoto)

La masa textual que se crea en una conversación tiene unas características que la hacen distinta de otro tipo de texto. Cada interacción moldea, sin poder anticiparlos, el rumbo y la forma que tendrán las interacciones lingüísticas. En una conversación, las palabras que emito, los ademanes con los que acompaño esas palabras, las variaciones en el tono de mi voz y la sintaxis en las que las acomodo tendrán un impacto directo en lo que emitirá como respuesta la persona que juega el papel de mi interlocutora. La conversación se vuelve un texto que se va tejiendo a dos manos en donde la interpreta...

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La masa textual que se crea en una conversación tiene unas características que la hacen distinta de otro tipo de texto. Cada interacción moldea, sin poder anticiparlos, el rumbo y la forma que tendrán las interacciones lingüísticas. En una conversación, las palabras que emito, los ademanes con los que acompaño esas palabras, las variaciones en el tono de mi voz y la sintaxis en las que las acomodo tendrán un impacto directo en lo que emitirá como respuesta la persona que juega el papel de mi interlocutora. La conversación se vuelve un texto que se va tejiendo a dos manos en donde la interpretación juega también un papel crucial. Nunca sabemos con certeza a qué conclusiones nos llevará una conversación cuando esta se trata de confrontar ideas distintas sobre temas variados: ¿Cambiará mi forma de pensar sobre un asunto? ¿Confirmará las ideas que tenía sobre ello? ¿Me informará sobre consideraciones que no había siquiera contemplado? Conversar con ánimo de entender y en la mejor disposición conlleva el deseo de dejarse impactar, de dejarse transformar y tal vez por eso, platicar, conversar, es mi actividad de ocio favorita y lo es también de una gran parte de mi familia. A veces pienso que el hecho de que la escritura haya sido un proceso truncado y negado para mi lengua materna durante los dos últimos siglos, provocó que la conversación se volviera el recurso privilegiado para construir textos argumentativos conjuntos. No podíamos escribir ensayos en mixe así que aprendimos a argumentar conversando.

Ejercitar cotidianamente la plática, me enseñó del gran placer de coincidir y de descubrir que alguien ha llegado a las mismas conclusiones que yo: “Así que tú también piensas esto, ¿verdad que es así?, yo también pienso lo mismo” exclamamos con entusiasmo cuando hallamos un reflejo de nuestros pensamientos en las palabras de las personas con las que conversamos. Hay un gran placer en coincidir, descubrir que coincides en medio de una conversación supone un alegre “eureka” para el ánimo. Por el contrario, puede que alguien a quien acabamos de conocer nos caiga muy bien al darnos cuenta de que coincidimos en muchos puntos, pero de pronto algo se rompe y la sombra de una nube eclipsa nuestro entusiasmo cuando descubrimos que esa misma persona odia nuestra bebida preferida o desprecia a nuestra cantante favorita. Las desavenencias tienen algo de anticlimático en una conversación.

Al contrario, ¿qué sucede cuando la conversación es ríspida y tensa por falta de acuerdos, pero de pronto hallamos un pequeño punto en común del cual partir para construir una coincidencia? Hace tiempo, un profesor ruso de morfología lingüística cuyo nombre ya no recuerdo, nos dijo durante una ponencia que cuando dos personas sensatas no pueden llegar a ciertas conclusiones compartidas es porque una de ellas o ambas no son muy sensatas en realidad, o porque están hablando de cosas totalmente distintas y no se han dado cuenta aún. Esta explicación me hizo pensar que, para una buena conversación sobre temas en los que no hay muchas coincidencias de opinión, muchas veces es necesario partir de un piso común de supuestos. Es posible que, si estamos hablando de temas políticos, no podamos llegar a una mínima conclusión compartida por el simple hecho de que estemos partiendo de definiciones de “izquierda” bastante diferentes. En esos casos, es mejor preguntar ¿qué entiendes por “izquierda”? ¿Cuál es tu definición?

Como entusiasta de la plática que soy, las redes sociales han significado para mí una posibilidad de extender el campo de la conversación y entablar diálogos con personas con las que no podría hacerlo en mi contexto inmediato. No todas mis publicaciones son una invitación a conversar necesariamente, muchas veces pueden ser divagaciones, pensamientos en voz escrita o, incluso, interjecciones vagas. En medida de lo posible estoy abierta a la discusión y a conversar sobre las posibles interpretaciones que puedan tener mis palabras, pero lo sucedido hace unos días no ha dejado aún de sorprenderme. Omar García, el sobreviviente del ataque perpetrado contra los normalistas de Ayotzinapa, publicó en Twitter fotos de su toma de protesta como diputado por el partido de Morena, compartí esa publicación anotando una palabra que aprendí en la Ciudad de México y que no se ha ido de mi vocabulario: chale. No podía creer lo que sucedió después. Las interpretaciones de esa palabra llegaron incluso al extremo de que una persona sostuvo que ese “chale” era mi contribución a “un golpe de Estado blando” contra el Gobierno de López Obrador. Como es común cuando los ánimos se caldean en las redes sociales, las descalificaciones no se hicieron esperar y me pareció que sería una buena oportunidad de probar y estirar lo más lejos posible algunas ideas que tengo sobre el establecimiento de conversaciones aún en los entornos más complicados. Como estaba en medio de trayectos tenía cierto tiempo disponible: puse mi nombre en el buscador y me fui a responder, preguntar, explicar y comenzar pláticas en torno de mí “chale”. Me dispuse a la lectura y a la plática con todo el riesgo de alimentar a los troles. Lo peor que podía suceder es que perdiera tiempo o que terminara en discusiones bizantinas o en pláticas que de tan absurdas resultaran hasta divertidas, cosas que efectivamente también sucedieron.

La primera idea que tengo sobre las discusiones en las redes sociales es que no es buena idea suponer. Dado que una publicación escrita en estas plataformas no puede estar acompañada de los gestos de mi rostro, de mis ademanes o del tono de mi voz, es necesario siempre interpretar lo más literal posible. Trato de serlo a veces hasta extremos tal vez risibles, pero que me han ayudado mucho; de este modo, si alguien me dice: “no seas estúpida” probablemente le agradezca el consejo y no me ofenda a menos que me digan “eres estúpida”. En este segundo caso pregunto por qué piensan eso de mí. Interpretar lo más literalmente posible evita que terminemos peleándonos con nuestras propias interpretaciones y no con lo que la persona en cuestión haya expresado. Entiendo que muchas personas se enojaron con la interpretación que hicieron de mí “chale” como “parte del golpe blando al Gobierno de AMLO” y no con mi “chale” en sí. La segunda idea que trato de ejercitar es aplicar una versión muy personal de lo que en filosofía llaman el “principio de caridad”. Según Wikipedia, este principio “demanda que las declaraciones del interlocutor sean interpretadas como racionales y, en caso de disputa, que se considere su interpretación más sólida. En su sentido más estricto, el objetivo de este principio metodológico es evitar atribuir irracionalidad o falsedades a las declaraciones de los demás, cuando es posible realizar una interpretación coherente y racional de las mismas”. Digo que aplico una versión muy personal de este principio porque creo que lo que trato de hacer es interpretar lo mejor posible, asumiendo siempre buena voluntad, lo que me dicen o argumentan aunque no lo haga de la manera sistemática y lógica como en realidad lo exige el principio de caridad. Lo demás es de manual y básicamente se trata de evitar las falacias.

¿Por qué me parece importante dialogar incluso cuando no es posible hacerlo? No es por aparentar “ser buenita” como también me dijeron. Es más bien porque, como ya les dije, platicar es de mis actividades favoritas además de que satisface mucho de lo que me da curiosidad (¿por qué hay tantas interpretaciones del “chale” y por qué hace enojar a tanta gente?), además también me puse a responder porque creo que es peligroso (muchísimo), dejar de platicar y renunciar a la posibilidad de ser impactados por las ideas, las palabras y las conversaciones de los otros. Los discursos de odio son precisamente monolitos discursivos que se construyen solo porque cierran las posibilidades de construirse en el diálogo, no es posible rebatirlos porque no están abiertos y, monolitos como son, han servido siempre para aplastar a otras personas cuando se usan con el suficiente poder. Conversar, o tratar de hacerlo, es una apuesta contra la construcción de los monolitos y, por fortuna, como quedó demostrado, hay aún muchos entusiasmados con la posibilidad de dialogar a pesar del enojo que en un inicio les pudo causar mi “chale”. Aún en medio de tanto enojo, pude hallar pequeños “eurekas” para mi ánimo, espacios pequeñitos en donde coincidimos un poquito y eso, ya de entrada, va conjurando la construcción de monolitos.

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