La negra noche

Parece mentira que a cuatro décadas de la asonada golpista de Tejero haya amnésicos irracionales que sigan desfilando sus consignas fascistas, xenófobas y racistas

El 23 de febrero de 1981 mis hermanos (Luis, Antonio y Francisco) junto con un docto parnaso de amigos (ávidos lectores y progres hasta los dientes) rematamos una juerga que se alargó en el famoso Bar León —sito en Brasil no.5—, detrás de Catedral (conocido como La Catedral de la Salsa en México) y merodeamos sobre la plancha del Zócalo intentando cantar a dos voces La negra noche, himno mariachi puro que inmortalizó Pedro Vargas con Jorge Negrete y también con Pedro Infante, en una versión cinematográfica inolvidable. Vimos borrosos el amanecer del 24 de febrero, rumbo a casa de...

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El 23 de febrero de 1981 mis hermanos (Luis, Antonio y Francisco) junto con un docto parnaso de amigos (ávidos lectores y progres hasta los dientes) rematamos una juerga que se alargó en el famoso Bar León —sito en Brasil no.5—, detrás de Catedral (conocido como La Catedral de la Salsa en México) y merodeamos sobre la plancha del Zócalo intentando cantar a dos voces La negra noche, himno mariachi puro que inmortalizó Pedro Vargas con Jorge Negrete y también con Pedro Infante, en una versión cinematográfica inolvidable. Vimos borrosos el amanecer del 24 de febrero, rumbo a casa de Juan Carlos de largo apellido vasco donde nos cayó la cruda realidad: en los noticieros de la radio hablaban de un golpe de Estado en España y un pariente de sus padres llamó desde Madrid (a cobro revertido) para confirmar que unos uniformados habían entrado a balazos en las Cortes de la Carrera de San Jerónimo en Madrid y que los tanques habían salido cañón en ristre desde un cuartel en Valencia.

Al otro lado del océano, mi amigo Faustino Editor había vivido el decurso de ese 23 de febrero con la triste aventura de haber tenido que viajar en su auto hacia Burgos y en algún punto de la carretera identificar el cadáver —prácticamente irreconocible— del hijo de su secretaria en la editorial donde laboraban ambos. Resulta que la meretérica motorizada tuvo a bien notificar a Faustino y pedirle que asistiera en persona para recoger más que identificar los despojos destrozados del joven “porque no hay madre que merezca ver este horror” y así, Faustino pasó media mañana en trámites y en la terrible labor de asegurar un ataúd que quedara estrictamente sellado para que la pulpa sanguinolenta del accidentado pudiera viajar a Madrid y llegar al tanatorio sin posibilidad alguna de que la madre del joven viera los restos de su hijo.

Sorteábamos la cruda en casa del Vasco Juan Carlos, dándole vueltas al disco del mariachi con esa que dice: La negra noche tendió su manto/surgió la niebla/murió la luz… y más de uno le hacía segunda a Lito, Toto o Paco al sentir que la letra ranchera parecía metáfora ideal para amanecer la juerga que rematábamos sin dormir… mientras que del otro lado del océano, mi amigo Faustino Editor había llegado a Madrid con el ataúd sellado al pardear la tarde del día anterior, a las puertas del tanatorio que se ubicaba en las calles de Galileo, allá entre Moncloa y Arapiles, en pleno Madrid.

Ebrios y confundidos los parnasianos cuevanenses cantábamos una lánguida ranchera conforme se actualizaban los reportes del golpe de Estado en España, mientras que mi amigo Faustino en Madrid empezaba apenas su propia negra noche intentando reconfortar a su secretaria, madre del joven destrozado, sin poder verle la cara y al llegar otros deudos, atravesar la calle de Galileo y pedir un coñac en la barra de un bar, como para aliviar el trajín de haber ido y venido a Burgos en el transcurso de un 23 de febrero que ya pintaba para noche larga de velorio, sin saber que al pardear las 18:15 o 18:30 (en Madrid) los parroquianos del bar Galileo se enterarían (entrecortadas las informaciones en la radio o bien por paseantes que entraban con el chisme) de que un pelotón de militares, encabezados por la Guardia Civil, habían tomado por asalto el Congreso de los Diputados de la Carrera de San Jerónimo… y que la radio por diferentes cadenas empezara a repetir himnos militares y música marcial más que información veraz… y que el que disparó al techo había sido el Teniente Coronel Tejero… y el dueño del bar —quizá replicando el hecho— bajaba la cortina del local y a gritos de “¡Aquí no sale nadie!” que clonaban “¡Al suelo todo el mundo!” obligaba a los parroquianos a un improvisado estado de sitio encerrados en el bar…. y Faustino negoció que le pudieran servir otro coñac y así se les alargó la negra noche, con rondas interminables de tragos (aunque algunos tomaran café) y conforme pasaron las horas literalmente muertas (irónicamente, enfrente del Tanatorio de Galileo), al dueño del bar se le ocurrió desempolvar una vieja fotografía de Francisco Franco enmedallado y un grupito de trasnochados celebraban ya abiertamente lo que consideraban “la vuelta al orden” y “el regreso de la gran España” con golpes en la mesa e insultos a mi amigo Faustino que tuvo la valentía de intentar defender de palabra el orden establecido, la vida democrática y la Constitución con la que había que estar aliado a toda costa… tal como encabezaría el diario EL PAÍS la edición urgente que se maquetó casi tipográficamente en las escalinatas del Hotel Palace, frente por frente del hervidero del Congreso donde se hallaban secuestrados (como el Bar Galileo) el presidente Adolfo Suárez, y los principales líderes políticos de una España que no merecía revivir el agrio tufo del fascismo que tanto dolor había pintado sobre su piel.

A la una y media de la madrugada del día siguiente a lo que ya quedó grabado como 23-F, mi amigo Faustino no evitó una leve sonrisa al ver cómo el dueño del bar descolgaba la fotografía del Extinto Caudillo, al tiempo que terminaba su mensaje televisivo del rey Juan Carlos I con lo que daba cerrojazo a la intentona de golpe, a los gritos irracionales del grupito del bar que se reencarnaron en Falange durante unas horas, mientras que salían desfilando derrotados los uniformados que eran despedidos de mano por el Teniente Coronel Antonio Tejero que a partir de ese día (y hasta el sol de hoy) ha de sentir sin entender en algún rincón de su hipotálamo la heroica lección que le dio el general Gutiérrez Mellado al enfrentarlo sin miedo e intentar acallarle el arma no con violencia, sino con la palabra de la razón… y así pasan cuatro décadas y La anatomía del instante que ha quedado magistralmente narrada por Javier Cercas parece haber cerrado por fin con la necia armonía que desafinábamos en una juerga inconsciente de hace cuatro décadas una panda de bohemios como broche para la negra noche.

Sin embargo, el aniversario impone no olvidar los mensajes de aquella madrugada en ambos lados del Atlántico. Velados nuestros muertos sin mirarles ya sus rostros, seguimos rodeados de tertulianos trasnochados al acecho de la menor oportunidad para desempolvar las imágenes ominosas de caudillos y uniformados asesinos; que nos perdonen los buenos y demócratas, pero el tricornio lustroso sigue evocando las calaveras rellenas de plomo que avisaba Lorca y parece mentira que a cuatro décadas de la asonada golpista de Tejero y tantas décadas después de la noche de los cuchillos largos o la noche de los cristales rotos haya amnésicos irracionales que sigan desfilando a voz en coro sus consignas fascistas, nacionalsocialistas, xenófobas y racistas, antisemitas y un largo etcétera que parece rasgar el telón de la madrugada en el instante en que grita un mariachi para que los que nos siguen siendo entrañables intenten —ya no tambaleantes y 20 años sobrios después— aquello de Dame tan solo una esperanza/que fortifique mi corazón.

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