Columna

Réquiem por Acapulco

Durante cuarenta años fue la verdadera frontera de México con el mundo; la cara internacional de nuestro país. Me cuestiono si, como el Hotel Princess, ese gran símbolo ha quedado vacío tras el huracán

Vista de la discoteca Baby'O tras el paso del huracán 'Otis'Mónica González Islas

A principios de este año pasé varias semanas en Acapulco porque estaba escribiendo un guión documental sobre la discoteca más famosa de México, el Baby’O, que había abierto sus puertas a mediados de los setenta, en el apogeo de la era disco, y trabajó sin interrupción hasta el 2021, cuando un grupo criminal la quemó. Yo no había regresado a Acapulco desde hace muchos años. Me encontré con una ciudad atravesada por el miedo a la violencia, casi sin vida nocturna (pero con algunos sitios de la costera Miguel Alemán que revent...

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A principios de este año pasé varias semanas en Acapulco porque estaba escribiendo un guión documental sobre la discoteca más famosa de México, el Baby’O, que había abierto sus puertas a mediados de los setenta, en el apogeo de la era disco, y trabajó sin interrupción hasta el 2021, cuando un grupo criminal la quemó. Yo no había regresado a Acapulco desde hace muchos años. Me encontré con una ciudad atravesada por el miedo a la violencia, casi sin vida nocturna (pero con algunos sitios de la costera Miguel Alemán que reventaban las bocinas con música tropical como una estrategia agresiva para atraer a su clientela), con restaurantes caros y mediocres, muchos locales abandonados, y una infraestructura detenida con tachuelas. Mi habitación en el Hotel Elcano, un elegante bloque blanco construido en los años sesenta, olía a caño. Pedí que me cambiaran. Me dieron otra habitación donde el aire acondicionado goteaba, dejando un charco permanente en el suelo. Me llamó la atención, por cierto, que una buena parte de los huéspedes del hotel eran grupos de turistas polacos católicos, uno por semana, que celebraban misa diaria en las arenas de la bahía de Santa Lucía, antes del desayuno.

Picado por la nostalgia, un día fui a tomar un café al Hotel Princess Mundo Imperial. El taxi me cobró una tarifa exorbitante. El hotel me decepcionó punto por punto. Para empezar, había desaparecido el enorme tapete rosa donde descansaban las butacas moradas del lobby. Mi padre, que se dedicaba a filmar y dirigir documentales de promoción turística de México, me había llevado allí de niño. Pero más que el recuerdo de ese viaje, son las imágenes de la película sobre Acapulco y las escenas del hotel las que quedaron fijas en la memoria: la extensa piscina de agua salada rodeada por una lujosa vegetación, el bar debajo de la cascada, los paseos a caballo en la playa con el excéntrico edificio como fondo, que recuerda a la pirámide de Chichen Itzá.

Horas después del devastador paso por el huracán Otis, comenzaron a circular en las redes imágenes del mismo hotel: se había quedado en los huesos. Ahora sabemos que ese huracán representa un nuevo tipo de fenómeno meteorológico. Con el paso de los días, comenzamos a entender la magnitud de las pérdidas humanas y materiales y las consecuencias terribles que todo esto tendrá sobre la vida de una ciudad de cerca de un millón de habitantes. Yo, que vi hace poco una ciudad turística ya gastada y decadente, me pregunto si el terrible huracán no le habrá dado la puntilla y, junto con la muerte de decenas de personas y los perjuicios a los edificios y la infraestructura, también me cuestiono sobre el fin de Acapulco como un símbolo mexicano del siglo XX, sobre la realidad actual de ese símbolo que, como el Princess, ha quedado vacío.

La playa de Acapulco tras el paso de huracán OtisALEXANDRE MENEGHINI (REUTERS)

Ese símbolo se alimentó siempre de mitos que involucran personas extraordinarias y riquezas de película. Durante la época colonial, el puerto de Acapulco fue la puerta de entrada y salida del imperio español hacia Oriente. Luego de la independencia, Acapulco no solo perdió el contacto con el resto del mundo sino con la capital misma, y no fue sino hasta la segunda mitad del siglo XX que se volvió a conectar con el centro por medio de una sinuosa y azarosa carretera. En los años cuarenta, en plena Segunda Guerra Mundial, el hermoso puerto, con sus playas de oleaje suave como Caleta y Caletilla, las puestas de sol de postal que se podían ver desde los acantilados, y su bahía de Santa Lucía, una herradura perfecta rodeada de montañas, como un magnífico anfiteatro natural, fue objeto de la visión y ambición de los líderes del PRI, que crearon la primera política de desarrollo turístico en México.

Primero el presidente Manuel Ávila Camacho (1940-1946) y enseguida Miguel Alemán (1946-1952) despojaron a los acapulqueños de sus tierras, promovieron la inversión extranjera y de paso se repartieron entre ellos y sus amigos terrenos e inversiones. Alemán en particular cambió el aeropuerto de lugar, planeó los primeros fraccionamientos y mandó construir la calle que recorre toda la bahía, la costera, que lleva su nombre. En 1947 Orson Wells filmó The Lady from Shanghai en Acapulco, protagonizada por él y Rita Hayworth. Hay una escena que siempre me ha fascinado. Retrata una fiesta en el hotel Casablanca, enclavado en una montaña en la zona Las Playas. Los hombres llevan esmoquin y las mujeres están vestidas con vaporosos vestidos largos; bailan al compás de una orquesta en vivo. Es el glamour de Hollywood trasplantado a Acapulco.

A mediados de los cincuenta, los actores Johnny Weissmuller (Tarzán), John Wayne, Red Skelton y Fred MacMurray compraron el hotel Flamingos, construido en los años 30 y lo convirtieron en uno de los lugares preferidos de otros actores y celebridades internacionales. El triunfo de la Revolución Cubana en 1958 y el cierre de La Habana al turismo internacional terminó por cimentar la fortuna de Acapulco. En 1963, en el pico de su fama y poco antes de la aparición de los Beatles, Elvis Presley filmó la película Fun in Acapulco, donde interpreta a un trapecista que, después de un accidente, tiene terror a las alturas y decide trabajar como cantante en un hotel en Acapulco. La película alcanzó el primer lugar en la lista de las más vistas poco después del asesinato de Kennedy. En 1964 se concluyó el nuevo aeropuerto internacional y el puerto quedó conectado con el resto del mundo por medio de vuelos directos a Los Ángeles, Nueva York, Chicago, e incluso a Sidney, Australia.

La historia de esos años de esplendor se puede contar por medio de muchos personajes, pero quizá uno de los más emblemáticos sea Teddy Stauffer, que dejó un libro de memorias, Forever Is a Hell of a Long Time, cuya reedición y traducción ahora tendría mucho sentido. Cuenta un mito que a los mexicanos nos fascina, el del extranjero que se enamora de nuestro país, el reverso del trauma de la conquista. Stauffer fue un músico suizo alemán que tenía una banda de swing, muy famosa en el Berlín de los años treinta. Con el estallido de la Segunda Guerra, Stauffer emigró a Estados Unidos, primero a Nueva York y más tarde a Hollywood, donde compuso música para películas. Como tenía problemas con su visa americana, Stauffer debió de viajar a México para tramitar su reingreso a Estados Unidos, pero se quedó varado en Tijuana y terminó finalmente en Acapulco. Tocó en los principales clubes nocturnos, el Ciro´s de Reforma y el Hotel Casablanca de Acapulco; se convirtió en director de relaciones públicas de algunos hoteles y, finalmente, en empresario.

A mediados de los cincuenta abrió el Hotel Villa Vera, enclavado en la ladera de una montaña frente a la playa Condesa, tenía unos bungalows, algunos con piscina propia, canchas de tenis y un servicio exclusivo para adultos. Se convirtió en el sitio de vacaciones de Elizabeth Taylor, Liza Minelli, Clark Gable o Brigitte Bardot así como el lugar favorito de las clases adineradas de Nueva York y la Ciudad de México. En los sesenta Stauffer abrió una de las primeras discotecas del mundo, el famoso Tequila A go go (existe este video en YouTube donde se puede apreciar a la actriz mexicana Ana Martin bailando en la jaula de la discoteca), la precursora de una larga lista de espacios nocturnos de fama mundial, como el Armando´s Le Club, a donde llegó el príncipe Carlos de Inglaterra y finalmente el Baby´O, que capturó el espíritu disco de la segunda mitad de los setenta. En cualquier caso, Stauffer fue un anfitrión famoso en todo el mundo y estableció un estándar de calidad internacional en el servicio que terminó por permear al puerto.

Un clavadista del Acantilado la Quebrada salta al mar.Nayeli Cruz (EL PAÍS)

Pero este brillo estaba comprometido por otras realidades. El olvidado cronista mexicano Ricardo Garibay publicó en 1978 un libro sobre Acapulco, en el momento en que generaba poco más del 40% de los ingresos turísticos nacionales. Garibay se propuso hacer un retrato del puerto, no sólo de sus lugares bonitos y sus personas encumbradas, sino también los barrios pobres que se estaban acumulando en las laderas de los cerros y de los vericuetos del poder de su gobernador, Rubén Figueroa, un político pintoresco, autoritario, que lo mismo recibía a las concursantes de Miss Universo que mantenía el control de un estado donde se había levantado una guerrilla campesina y estaba ocupado por más de la mitad de los efectivos del ejército.

En cualquier caso, lo que quiero subrayar con este relato es que durante cuarenta años Acapulco fue la verdadera frontera de México con el mundo; la cara internacional de nuestro país. Ese es su gran valor simbólico.

El puerto fue perdiendo paulatinamente a los turistas internacionales, en parte porque el estado mexicano comenzó a desarrollar Cancún como una estrategia para captar más divisas. En 1980 esta ciudad del caribe mexicano, creada de la nada, ya tenía 3.000 habitaciones de hotel: ese número se duplicó en 1984. Cancún se convirtió pronto en el destino que más visitantes extranjeros captaba. Muchos hoteleros acapulqueños en los mandos altos y medios emigraron, por cierto, al Caribe, transfiriendo su hospitalidad y conocimientos. Los turistas nacionales sustituyeron a los extranjeros en Acapulco. Esta tendencia se incrementó a partir de 1993, luego de la inauguración de la Autopista del Sol. Acapulco quedó a sólo cinco horas de distancia de la capital y se llenó de chilangos. Con el estreno del Acafest, un festival musical anual producido por Televisa, las playas del puerto se llenaron de estrellas nacionales, la más rutilante de ellas fue Luis Miguel que adquirió una casa.

Además de un fenómeno musical, Luis Miguel es uno cultural y su presencia en el puerto terminó por darle una personalidad. Digamos que el lugar que ocupaban Sinatra o Minelli fue tomado por un hermoso criollo, un blanco de origen europeo, el sex simbol de todas las mexicanas y el modelo de masculinidad de muchos mexicanos. Luis Miguel era, además, el amigo personal de los herederos de Acapulco, como Miguel Alemán Magnani, nieto del presidente Alemán. Se convirtió, en fin, en el mirrey, con su comportamiento por encima de las reglas y el mundo a sus pies. Creo que cuando Luis Miguel terminó con su novia Isabella Camil, la hija de un poderoso empresario acapulqueño, y dejó el puerto mexicano por Miami, se terminó la era del esplendor acapulqueño.

Gracias a la investigación que hice para el documental, aprendí las causas del declive de Acapulco. A principios de los 2000 se consolidó en Acapulco un brazo del cartel de Sinaloa al mando de Arturo Beltrán Leya y se estableció un corredor de tráfico de cocaína que iba por la autopista del Sol, de la ciudad de México, a Cuernavaca, a Chilpancingo y terminaba en Acapulco. Muchos acapulqueños recuerdan a Beltrán Leyva, pero sobre todo a otro miembro del cartel, Edgar Valdez Villareal, La Barbie, recorrer las calles del puerto. Especialmente Valdez Villareal, rubio, alto, había adoptado un estilo más abierto, en cierto sentido inspirado por los mirreyes, y se presentaba en los bares a beber con su gente.

Una pareja, en la piscina del hotel Princess Mundo Imperial de Acapulco, el 09 de Agosto de 2020 Nayeli Cruz

A mediados de los 2000 ya había signos de que la violencia había bajado a Acapulco, por la presencia de los primeros muertos provocados por los enfrentamientos entre bandas rivales, pero Acapulco se bañó de sangre a partir de 2010, meses después del abatimiento de Arturo Beltrán Leyva y luego de la detención de la Barbie. En 2013, Acapulco fue la ciudad más violenta del mundo, debajo de San Pedro Sula en Honduras. El turismo desapareció. Los acapulqueños recuerdan esos años como si hubieran vivido un estado de sitio. Nadie se atrevía a salir en la noche: la gente estaba encerrada en la casa.

Desde entonces no se ha recuperado. Las grandes organizaciones criminales dejaron Acapulco y fueron sustituidas por grupos más pequeños, que matan por menos y se reparten un pastel cada vez más chico. En 2013 pegó el huracán Manuel, que dejó al puerto sin aeropuerto y carreteras, y en marzo de 2020 se declaró la emergencia sanitaria por Covid-19 y Acapulco se volvió a cerrar. En septiembre de 2021 comenzaron a reabrir los hoteles, bares y restaurantes. El Baby’O estaba a punto de iniciar operaciones cuando una banda criminal se metió al local y lo quemó, dando un nuevo golpe a uno de los lugares emblemáticos de Acapulco.

Por eso, cuando llegué al puerto en marzo de 2023, parecía el fantasma de lo que había sido. Por medio de las conversaciones con el personal de la discoteca entendí lo que significaba haber vivido bajo el asedio de tantos años funestos, pero también comprendí que si entrecerrabas los ojos, te olvidabas de la gotera en el cuarto y de los turistas católicos, y mirabas de nuevo la bahía, te dabas cuenta de que el activo principal de Acapulco, su belleza geográfica, no se había ido. Y que tal vez con una política de seguridad distinta y una nueva inyección de inversión, se podría recuperar algo de la belleza y dignidad de la diva ajada.

De todas las historias que escuché, la que más me conmovió fue la de Martín, el cadenero de la discoteca. Luego de la quemazón, el Baby’O abrió sus puertas en diciembre de 2022. La discoteca es al mismo tiempo un fenómeno fascinante por su resiliencia y repulsivo porque mantiene sus códigos de exclusividad y es un reflejo de la falta de movilidad de la sociedad mexicana, que tiene los lugares asignados alrededor de la pista desde hace tres generaciones. Martín es, pues, el cabrón de la entrada que le tiene que decir a los mirreyes, a los jóvenes epónimos de Luis Miguel, que no pueden entrar. Luego de todo tipo de agresiones, su labor termina como a las cinco de la mañana, cuando las puertas de la discoteca se cierran hasta la noche siguiente. Martín, un hombre alto, que quiso ser futbolista pero una lesión en las rodillas le impidió cumplir ese cometido, se va a dormir a su casa, para levantarse unas horas después a ponerse al frente un club de playa, pulcro y bien atendido, una perla en medio del desorden circundante.

Por Martín aprendí que en realidad Acapulco era, antes del huracán, un destino de 30 días hábiles, puentes, vacaciones de Semana Santa, algunos días de verano y, sobre todo, año nuevo. También me enseñó que uno tiene sus raíces y ama su lugar de origen, por más feo que se haya puesto, y que vale la pena dormir poco y levantarse a limpiar la playa, para tener un sitio presentable, en espera de un turista. Sólo espero que ese espíritu no se haya roto luego del huracán, porque entonces Acapulco sí estaría perdido.

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